A pesar de la oscuridad, alcanzaba a divisar las siluetas religiosas que yacían ante mí, en donde figuraban estatuillas de Cristo, San Miguel Arcángel y el Niño Dios. A mi lado, la chamana oraba en mazateco. Tras finalizar la oración, de su boca nacían silbidos y cantos en donde, yo supongo, daba gracias a los santos que se encontraban al frente. Olía a copal. La lluvia repicaba sobre el techo de lámina y, al fondo, las respiraciones de los hijos, hijas y nietos de la chamana se alzaban como si fueran una sola, cada vez más honda y nítida.

Antes, cuando la mujer aún no apagaba el único foco de la habitación –símbolo del inicio de la experiencia, del recorrido por la insondable naturaleza del alma humana–, observé las medidas del lugar en el que estábamos: una cocina de 7 metros de largo, piso de tierra, muros roídos. Pasé la noche sentado en una silla de madera, al igual que mi acompañante en el ritual, y cuando el efecto de la psilocibina comenzó a disolverse, me dirigí hacia otra habitación, donde dormí sobre el piso, cubierto por un sarape.

El turismo enteogénico no se realiza sobre los turibuses, ni dentro de los muros de algún museo metropolitano donde se exhibe arte contemporáneo. Tampoco implica una estancia en hoteles cinco estrellas, con servicio al cuarto, alberca con olas, vista espectacular o playa. Podría definirse como la antítesis de lo que regularmente entendemos por “turismo”. Y no hay un solo rastro de desdeño en lo que escribo porque, hasta hoy, esa noche sigue siendo una de las mejores de mi vida. De ahí que el turismo de hongos, y de cualquier otro enteógeno, quede validado por sí mismo. Cada uno de nosotros, habitante de ciudad metropolitana o no, debería tener derecho al redescubrimiento o visita de su propia experiencia humana, a través de la ebriedad y conducido por la solemne espiritualidad.

No es lo mismo una ceremonia enteogénica llevada a cabo en las paupérrimas cabañas que se apostan sobre la sierra, que el furor producido por la ingesta de anfetas y éxtasis en cualquier rave, antro o fiesta casera. Es por eso que no debe compararse a los enteógenos –hongos mágicos, semilla de ololiuqui, peyote, ayahuasca, etcéteras–, con el resto de los psicoactivos, aunque ambos deberían estar inscritos en el derecho curativo, mágico-religioso o dionisiaco-recreativo de los seres humanos. El consumo de enteógenos no debe encontrarse fuera del marco cultural y curativo en el que se encuentra inscrito, porque esto contribuiría a la pérdida de la riqueza antropológica de las comunidades y sus costumbres espirituales.

Por otra parte, algunos químicos macizos y reconocidos psiconautas, como Jonathan Ott, han tratado múltiples veces de desalentar a los futuros turistas enteogénicos sobre la experiencia porque, explican, podría contribuir a la pérdida de tradiciones inmemoriales. En múltiples ocasiones, Ott ha manifestado que al menos un par de sus libros –Teonanácatl: hongos enteogénicos de América del Norte y Análogos de la ayahuasca: enteógenos pangeicos– fueron escritos únicamente con el objetivo de desalentar el turismo de hongos en México y el de la ayahuasca en la Amazonia.

Sin embargo, el turismo enteogénico también ha generado una fuente de recursos considerable para las comunidades que han sabido aprovecharlo, a pesar de los distintos atropellos que las autoridades, cobijadas por una normatividad confusa, han cometido en contra de sus costumbres. Además, el impulso a la búsqueda que cualquiera de nosotros pudiera desarrollar en torno a los enteógenos es perfectamente legítimo y positivo, porque implica el desarrollo de seres humanos distintos, sumergidos en su propia naturaleza humana y, por ende, en la del otro.