Parece que la palabra, al nacer, ha tenido siempre un carácter sagrado, un poder casi mágico. Ha invocado y creado, antes que descrito y sujetado la realidad bajo conceptos: la poesía ha antecedido a la prosa. Y ahí donde el hombre ha ido nombrando por vez primera su realidad, ha nacido lo divino. Fácilmente olvidamos que la aproximación desacralizada a las cosas que nos rodean, que desde nuestra moderna razón nos parece la más evidente y directa, ha sido una conquista tardía del hombre y que, si nos hemos logrado despojar –o al menos distanciar– de los dioses ha sido porque, primeramente, hemos nacido junto con ellos. Nuestro paso por lo divino ha sido ineludible.

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Nacer implica una rotura, un desprendimiento. Nuestro nacimiento –como especie y como individuos– es, en el fondo, una escisión de aquello que nos rodea.1 Pero si bien la eclosión del hombre consiste en la apertura de una cierta distancia entre él y su entorno, en un inicio el hombre no halla un espacio vital para desenvolverse: se encuentra asediado por una realidad saturada, desbordante, que lo persigue –aquella que Zambrano identifica como lo sagrado. Separado, vulnerable, el hombre se enfrenta a un entorno amenazante. “Padecemos, dice Spinoza, en la medida en que somos una parte de la naturaleza que no puede concebirse por sí sola, sin las demás partes”.2 Y así, afirma María Zambrano, “errar y padecer parece ser la situación primera en que la criatura humana se encuentra cuando se siente a sí misma”.3

En el ensayo que escribe Gabriel Astey Wood para el presente número, la exploración de las correspondencias entre lo sagrado zambraniano y la concepción de fenomenólogos de la religión como Rudolph Otto y Mircea Eliade abre de modo lúcido el camino hacia el centro del pensamiento de la filósofa española. Ahí, en el corazón de la filosofía de Zambrano y de sus contemporáneos, se encuentra la idea de lo sagrado como aquella realidad aún sin nombre, inasible, que persigue y agobia al hombre, y con la que ha de alcanzar cierta tregua si ha de lograr construirse un espacio propio: “lo primero que hace falta, escribe Gabriel Astey Wood, es proyectar un horizonte, poner lo sacro a distancia”. Dotar de un nombre a la realidad, irla identificando cualitativamente, tal es el primer paso que ha debido seguir el hombre para construirse un espacio propio, para salir del delirio de persecución que define su situación primitiva: “Los dioses parecen ser, pues, una forma de trato con la realidad, aplacatoria del terror primero, elemental, de la que el hombre se siente preso al sentirse distinto, al ocupar una situación impar”.4 Y así lo afirma, décadas después, Blumenberg, en una cita a la que nos refiere Gabriel Astey Wood: “Lo que se ha hecho identificable mediante nombres es liberado de su carácter inhóspito y extraño”. Así, los dioses han surgido, ineludiblemente, como modo de ir nombrando por vez primera la realidad del hombre.

Siguiendo de este modo el camino trazado por Zambrano, percibimos que ha sido el paso por lo divino lo que ha permitido el surgimiento de un espacio verdaderamente humano y, en particular, de aquel gesto esencial al hombre: el preguntar. Habiendo transitado de lo sagrado a lo divino, habiendo identificado un alguien tras el misterio desbordante de lo sagrado, el hombre tiene hacia dónde dirigir su mirada. Y así, esta primera pregunta prefigura el giro radical del pensamiento que comportará el nacimiento de la filosofía, de un espacio que, en su aparente distancia respecto de lo propiamente humano, resulta quizás demasiado humano. Preguntar que, acrecentando el terreno de la conciencia y libertad humana, ahonda el abismo que separa al hombre del mundo que le rodea. “Toda pregunta, escribe Zambrano, indica la pérdida de una intimidad o el extinguirse de una adoración”.5

La aparición de un Dios filosófico en la mente del hombre, lúcida por primera vez en el Primer Motor aristotélico, implica ya una transformación radical en la relación entre el hombre y lo divino. Frente a los dioses griegos, el Dios del Ser parece enteramente desligado de todo fenómeno del sentir humano, accesible únicamente para la parte más ‘elevada’ del hombre: la contemplación. Pero parece ser que el descubrimiento del Ser no podría, no puede, en verdad, satisfacer el profundo anhelo del hombre: “El ansia de saber no se ha dirigido nunca en demanda a los dioses, ‘dime dios, ¿qué son las cosas?’… La pregunta dirigida a la divinidad –revelada o develada poéticamente– ha sido la angustiada pregunta sobre la propia vida humana”.6 Y así, el Dios de Aristóteles, nos dice Zambrano, dejaba al hombre sin respuestas.

No debe asombrarnos, pues, que aun en los terrenos más sobrios del pensamiento, entre los senderos de piedra de la lógica, brote una y otra vez la pregunta por la situación del hombre. Así la disputa de Santo Tomás frente a la interpretación averroísta del De anima de Aristóteles, con la cual no buscaba otra cosa que la defensa de la salvación del alma particular del hombre. Así, siglos después, la lectura que hace Unamuno de la Ética de Spinoza como obra trágica: “leed su Ética, como lo que es, como un desesperado poema elegiaco, y decidme si no se oye allí, por debajo de las escuetas y al parecer serenas proposiciones expuestas more geometrico, el eco lúgubre de los salmos proféticos. Aquella no es la filosofía de la resignación, sino la de la desesperación”.7

Y aun luego de la encarnación del Dios del cristianismo y de su muerte a manos del hombre, y aun luego de alcanzado el delirio de la emancipación –Dios ha muerto, y nosotros lo hemos matado–, cabe reiterar la pregunta: ¿puede el hombre vivir sin dioses? Pues tal parece que, tras las fluctuaciones de la historia, tras las innumerables máscaras de lo divino, permanece el fondo misterioso del cual los dioses han surgido, aquel fondo que Zambrano ha identificado como lo sagrado:

No se libra el hombre de ciertas ‘cosas’ cuando han desaparecido, menos aún cuando es él mismo quien ha logrado hacerlas desaparecer. Podrían dividirse las cosas de la vida en dos categorías: aquellas que desaparecen cuando las negamos y aquellas otras de realidad misteriosa que, aun negadas, dejan intacta nuestra relación con ellas. Así, eso que se oculta en la palabra, casi impronunciable hoy, Dios.8

 

Pero la relación entre el hombre y lo divino, precisa Zambrano, no queda exactamente intacta, sino que, habiendo perdido una de sus partes –lo divino–, se abisma, de modo que la otra –nosotros– queda en una situación indefinible. Y tal es la condición errante que bien podría caracterizar nuestra situación presente. “La nada, escribe Zambrano, es lo irreductible que encuentra la libertad humana cuando pretende ser absoluta […] “Lo “sagrado puro”, la absoluta mudez que corresponde a la ignorancia y al olvido de la condición humana; ser libre, activo, mas padeciendo.”9

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Si el hombre primitivo se encontraba delirante, angustiado ante la suma realidad de la realidad, ante su absolutismo, ante su potencia desbordante, el hombre (pos)moderno se esmera por recobrar la realidad de lo que le rodea. Porque la realidad de nuevo ha perdido su nombre. Si en la situación primitiva la realidad carece de nombre que la identifique cualitativamente, ahora bien podría ser un exceso de nombrar lo que torna a la realidad silente. Exceso donde la palabra quizás haya perdido su carácter sagrado, mágico, donde está sometida a la homogeneización omnipresente de la mercancía. La realidad de nuevo ha perdido su nombre, y ante el ruido el hombre busca –pues no puede eludir esta búsqueda– la divinidad. Incluso para el asceta, el ruido es ineludible. En “El ruido y la divinidad”, ensayo que incluimos en el presente número, escribe Amanda Pérez Morales: “Y [así sucede] con el asceta que se va a vivir en medio del bosque, dentro del tronco de un árbol. El asceta encuentra su “yo” con el eco allá, a lo lejos, de la máquina que tala los árboles. Ruido, ruido de la multitud reflejado en una máquina”.

Sin pretender reproducir el lamento fácil, que encontraría en la desacralización de nuestra sociedad todos los males imaginables –y que tan fácilmente se reproduce entre pensamientos reaccionarios–, presentamos este número convencidos de la necesidad de preguntar por lo divino como paso indispensable en la pregunta por el fenómeno humano.

Quizás en la inmersión en la palabra encontremos el vestigio de esa realidad ahora inaprehensible. En la palabra viva que, como nosotros, no encuentra reposo –que no somete a la realidad bajo su luz solar, sino que, danzante, la ilumina. Y así, en ese movimiento incesante, podremos decir, con el Dios de Kazantzakis: “Quien ha encontrado la respuesta no puede encontrarme”.10

Morelia Spilota, pintor anónimo, tinta y acuarela, c. 1788.

Morelia Spilota, pintor anónimo, tinta y acuarela, c. 1788.


1 La intuición de tal condición primordial, de la Caída, resurge sin cesar en la imaginación del hombre.

2 Spinoza, Ética, trad. Vidal Peña, Madrid, Alianza, 2007, p. 291.

3 Zambrano, María, El hombre y lo divino, México, Fondo de Cultura Económica, 2012, p. 106.

4 Ibid., p. 30.

5 Ibid., p. 67.

6 Ibid., p. 35.

7 Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida, versión electrónica consultada en http://www.portalentretextos.com.br, p. 11.

8 Zambrano, María, p. 134.

9 Ibid., pp. 187-188.

10 Kazantzakis, Nikos, Ascesis, trad. Delfín Leocadio Garasa, Buenos Aires, Ediciones Carlos Lohlé, 1975, p.78.