Ya se trate de pintura con modelo o de estudios de los grandes maestros de la tradición, el trabajo artístico de Ramón Peñaloza (Ciudad de México, 1981) –tal vez el último discípulo directo de Gilberto Aceves Navarro– es mucho más complejo y audaz que lo que alcanzan a decir los adjetivos “figurativo” o “realista”. Resultado de una alianza entre la desenvoltura y la precisión quirúrgica del dibujo, el generoso y muy libre uso escultórico de masas de color, y unas muy sabiamente administradas dosis de vacío, sus cuadros tienen la virtud química de revelar a escala macroscópica insospechadas y fantásticas transformaciones de la materia ocurridas a nivel molecular en los motivos pintados.

En la obra de Peñaloza las figuras segregan su esmalte voluminoso desde el fondo del lienzo con la fluidez espesa y casi sólida de una emulsión, formas orgánicas encapsuladas en una gelatina de luz. En muchos casos es posible rastrear en los quiebres de un único y prolongado trazo del pincel el modo en que una sola semilla de pigmento germinó en la tela y se explayó hasta resultar en una criatura completa; en muchos otros (Poniéndose la media, por ejemplo), los cuerpos emergen en el espacio desde un foco de calor, se instalan en él y reposan o incluso palpitan en esa incandescencia; en todas las ocasiones se puede apreciar el virtuosismo del artista que recurre a su destreza en el dibujo como a unas pinzas certeras y precisas para asir, modelar y avivar el maleable magma de óleo o acrílico que forma la carne de sus figuras. Este prodigioso vulcanismo –esta aptitud de hacer brotar las cosas desde su fuego interior– es, a mi parecer, el más notable mérito de la pintura de Ramón.

Poniéndose la media. 2004. Acrílico y óleo sobre tabla. 28 x 21.5 cm.

Poniéndose la media. 2004. Acrílico y óleo sobre tabla. 28 x 21.5 cm.

 

Ahora bien, no es solamente en la factura técnica de los cuadros donde puede notarse la que más arriba llamé virtud química de la pintura de Peñaloza. Una breve exploración de los temas y motivos simbólicos de algunas de sus obras deja ver que la riqueza plástica depositada en ellas mana de una fuente alquímica, bien humoradamente llamada “chichi de Newton” por el pintor. Se la puede apreciar en el cuadro homónimo, donde dos figuras terrosas y macizas colaboran para su propio pasmo en la ordeña prismática de un seno de luz cuya leche fluye en riachuelos de color hacia un cáliz

La chichi de Newton. 2008. Acrílico sobre lienzo. 140 x 120 cm.

La chichi de Newton. 2008. Acrílico sobre lienzo. 140 x 120 cm.

firmemente sostenido por uno de los oficiantes. El otro, con ojos protuberantes de fascinación, simula con las manos los movimientos de apretar, recurriendo a la magia analógica para lograr su cometido sin caer fulminado por la descomunal potencia luminosa que desde la “chichi” irradia por todo el cuadro. La escena parece ocurrir dentro de un recinto uterino, una especie de caverna barrosa que hace pensar en un taller, o incluso un horno, de alfarería; las figuras mismas están a medio cuajar, como si fueran cerámica cruda y necesitaran los pigmentos de la ubre para terminar de cocerse. Seguramente sin proponérselo, Peñaloza ha plasmado aquí, emigrados al ámbito de la pintura, algunos de los motivos clásicos de la ritualidad metalúrgica de la remota Edad de Hierro, expuestos por Mircea Eliade en su librito Herreros y alquimistas. En efecto, existe un vínculo entre la minería, la metalurgia y la obstetricia: quienes se aventuran en las entrañas del planeta en busca de metal para extraerlo y trabajarlo interfieren con el ritmo geológico de gestación con que la madre tierra fabrica en el calor de su matriz a sus hijos minerales, y aceleran con sus técnicas y el fuego de sus fraguas el tiempo de incubación de esas criaturas. A manera de comadronas –y en beneficio propio–, los herreros auxilian a la tierra a dar sus frutos metálicos. En el cuadro de Peñaloza hay un desplazamiento metonímico: se trata de lactar, no de parir, pero estamos en el universo de la maternidad asistida, y asistida para provecho de la crianza de los propios obstetras, lo cual enlaza el simbolismo de la obra con la esfera de la alquimia. Una vez más según Eliade, el alquimista comparte con el metalúrgico la vocación ginecológica, aunque de forma más osada, pues busca convertir el embrión de una modesta materia prima en el producto metálico supremo, el oro, llamado por la tradición “hijo de los filósofos”. Ahora bien, todo posible rasgo de ingenuidad se desvanece del rostro de la alquimia si entendemos –junto con Carl Jung– sus operaciones como la codificación en lenguaje químico de procesos de transformación espiritual; es en este terreno, psicológico, donde resulta comprensible que tanto la materia prima como el oro al que se refieren los alquimistas sea su propia persona anímica; embrión cuyo crecimiento, depuración y abrillantamiento emocional custodian y procuran en el útero de su psique. Se trata de un ejercicio terapéutico de autocomprensión, análogo al de los ordeñadores de La chichi de Newton, que aspiran a concluir su constitución como personas nutriéndose con el pigmento que consolidará su materia. Algo similar ocurrirá quizá con el artista que se hace crecer a sí mismo en la lucha productiva con los materiales de su obra, gestación que resulta en el nacimiento de un cuadro y, tal vez, en el nacimiento simbólico del pintor mismo.

Vaca asoleándose. Acrílico sobre tabla. 20 x 25 cm, 2003.

Vaca asoleándose. Acrílico sobre tabla. 20 x 25 cm, 2003.

 

Los motivos de la concepción y la maternidad aparecen también en Vaca asoleándose, un cuadro de pequeño formato que recuerda a otro, muy célebre, de Franz Marc. La conjunción de los principios masculino y femenino se muestra en la vaca misma, que con su masiva rotundidad ocupa la mayor parte de la escena: feliz y fertilizada por la luz del sol, esta diosa madre se ha vuelto áurea ella misma, no sólo por el pigmento de su piel, sino porque sus ubres son el oro solar mismo, generatrices y generosas. Preñada ya quizá de semilla celeste, con la cabeza coquetamente vuelta hacia atrás y los cuartos traseros y la vulva abiertamente frente al espectador, la vaca parece recordar el juguetón cortejo tras el cual ha resultado impregnada: un cometa de semen llueve desde el cielo sobre su pata más próxima a la grupa, una pata doblada como para formar una cuchara que recoge el esperma cósmico que busca fecundarla. Una vez más, el pintor evoca por lo menos dos de las cuatro fases cromáticas de la obra alquímica: como se sabe, ésta comienza con la melanosis o nigredo –la confusión primigenia de la materia bruta, asociada al color negro– y culmina con la producción del oro rojo filosofal, en la etapa última, llamada iosis o rubedo; las fases intermedias del tránsito, el emblanquecimiento depurador de la materia prima –leucosis o albedo– y su subsecuente cocción uterina representada por el amarillo –xantosis o citrinitas– comparecen en el cuadro, sexualizadas en la figura de la gota de semen y el cuerpo bovino que la acoge; hay incluso un atisbo de enrojecimiento en el núcleo violáceo de la gota, un preludio del homúnculo (en este caso, un ternerito) que la matriz vacuna gestará.

En Psicología y alquimia, Jung ha estudiado el papel de los sueños en el laborioso proceso de la individuación psicológica, el volverse sí mismo, el devenir persona; devenir que se expresa simbólicamente en la secuencia de las metamorfosis cromáticas de la obra alquímica. Solve et coagula, reza un lema hermético: se trata de pasar del caos al orden por grados, de disolver la confusión que encapsula el anima para después alimentarla, fortificarla y consolidarla –conferirle una naturaleza al mismo tiempo áurea y broncínea, de ahí que el oro espiritual sea rojo–; pero el camino que hay que recorrer para lograrlo puede ser aterrador, porque luchar con la propia sombra y su negritud primigenia es una ordalía de la que no se logra escapar sin heridas. Incubadora nutricia y potro de tortura a la misma vez, la cama del durmiente que sueña su propia constitución exhibe su benévola ferocidad en La cama de la masajista, cuadro que no gratuitamente hace pensar en las camas en las que Francis Bacon somete a sus figuras al suplicio de la pintura. La cama de Peñaloza es una criatura polivalente: lecho, fiera,

La cama de la masajista. Acrílico sobre lienzo. 30 x 40 cm, 2004.

La cama de la masajista. Acrílico sobre lienzo. 30 x 40 cm, 2004.

 

horno y escenario de las formas oníricas (manifiestas aquí en el revoltijo de sábanas, cojines y libros que hay encima de la piel de la cama). Irrumpe en el lienzo provista de esa manta a rayas rojas y blancas que le da el disparatado aspecto de una cebra carnívora rumiando entre sus fauces candentes lo que parece ser una figura humana, una persona calva que se cocina en sueños mientras duerme con la cabeza sobre un brazo, dentro de la boca de horno de la cama. La alternancia de las franjas rojas y blancas –el tránsito paulatino de la albedo a la rubedo, representado aquí por la repetición longitudinal del mismo elemento– se complementa con la sucesión de amarillos y blancos de la cortina que flanquea el lecho, y cuyo potencial repliegue anuncia la exposición del durmiente a la luz del despertar.

El Chopo. Litografía. 49 x 39 cm, 2001.

El Chopo. Litografía. 49 x 39 cm, 2001.

 

He dejado para el final de estas páginas la pieza de Peñaloza que, en mi opinión, representa mejor las dificultades del proceso creador, sobre todo las iniciales, las de la lucha con el caos primordial. Se trata de El Chopo, una litografía en la que no es equivocado ver la primera obra maestra del artista (2001) y que muestra un cierto parecido de familia con los edificios imaginarios emanados del que Marguerite Yourcenar llamara “negro cerebro de Piranesi”, si bien en este caso se trata de la estilización gráfica de la nada imaginaria nave central del museo universitario vista desde dentro. La obra es metapictórica, en la medida en que plasma al artista en el proceso de preparación de la litografía misma –sentado de perfil e inclinado, en primer plano, entintando la piedra–. A espaldas del artista pueden verse los brazos del volante del tórculo, especie de estrella de mar antediluviana (no olvidemos que por muchos años El Chopo fue museo de historia natural) que ordena la composición de la pieza, como si de su centro emanara el muy inestable, pero también muy complejo y armonioso, tejido de formas oscuras y luminosas que se expande por toda la nave del edificio. En la lucha contra la oscuridad, el artista le abre camino a la luz cincelando con sus trazos las ojivas, el ventanal y las puertas, por donde se cuela una blancura escasa pero cegadora, que se imprime sobre lo negro con la fuerza y la tenacidad de la prensa sobre la piedra y el papel, de la mente y la mano del artista sobre la imagen. No de otra forma peleaban los alquimistas contra la nigredo.

Ramón Peñaloza es un volcán, no sólo por su manera de pintar, sino también porque se encuentra en un permanente estado de erupción creativa. Las piezas aquí reseñadas son una muestra minúscula de una obra variada, abundante y rica que todavía sólo unos pocos afortunados conocemos y que merece llegar a muchos más.