Tres experiencias, flotando como sedimentos en el acuático cuerpo de lo continuo.

¿Es esta que percibo la única “realidad”? ¿Estoy atrapado en ella? La respuesta es no para ambas preguntas, aunque jamás habré de comprobárselo a nadie. Veintitrés años pisando este planeta me impiden confiar ciegamente en hilos argumentativos; menos aún creo que usarlos me da credibilidad. No, no ignoro lo que se ha dicho: que los sentidos son herramientas limitadas, que la razón es un órgano de control, que del lenguaje no podré escapar, y que la dicotomía entre cuerpo y mente es cultural. Reconozco el valor de haberme estrellado contra estas paredes. Pero no permitiré que me forjen; sé lo que he vivido, sé que lo sentido no tiene cabida en las nociones totalizadoras de las “grandes mentes”. Las preguntas más profundas están por hacerse: por eso evitaré el método, las definiciones y la clarificación. Para cuando lleguen las respuestas (no llegarán) habré muerto (no moriré).

¿Oigo mi voz? Con toda probabilidad, no. Cuántos milenios, cuántos glaciares despedazados, cuántas órbitas inexactas para que se unan así estas palabras; asígnele cada quien el sentido que le plazca. Relataré lo que para mí es real, aquello que me pasó en las fechas y lugares que indicaré. No estoy jugando al inventor: esto sucedió.

 

[Pushkar, India. Febrero de 2014: Bhang Lassi]

Federico y yo nos habíamos encerrado durante once días en un centro de meditación situado en el Desierto del Thar. Once días sin pronunciar palabra (se nos había prohibido el habla), sin comer carne, sin leer ni escribir, sin contactar al exterior. Estábamos ahí para meditar. Me-di-tar: colocarse al filo del presente. Pasábamos diez horas diarias sentados observando nuestro propio cuerpo, a veces mediante la concentración ininterrumpida en la respiración, otras mediante la atención indiscriminada de todas las sensaciones corporales. Así se hace: repasas toda tu piel, desde la mollera hasta la punta del dedo más largo del pie y tratas de percibirlo todo. El suave roce de una nube de polvo, un cambio de temperatura, un tenue soplo, un piquete de comezón, todo. Fue nuestra única actividad durante aquellas irrecuperables horas de febrero.

Sería miope si me refiriera a este momento como “la iniciación”. Pues, ¿qué es inicio? No creo que todo cuanto experimentamos esté inmerso en relaciones de causalidad, a pesar de lo seductor que me parece el sexto principio hermético estipulado en El Kybalión: “toda causa tiene su efecto, todo efecto tiene su causa; todo sucede de acuerdo con la Ley; la suerte no es más que el nombre que se le da a una ley no conocida; hay muchos planos de causalidad, pero nada escapa a la Ley”. Para mí, la suerte es más; la aleatoriedad constituye la médula que compone el universo: todo puede suceder. Por eso me he convencido de que no fueron estos once días, aislados, los que me llevaron a destruir lo que creía saber del mundo y de mi lugar en él. Ya había meditado antes, ya había estado en la India, ya había escrito estas (escrito estas) palabras. Estas palabras. Estas palabras me persiguen. Sin embargo, sin este encierro no podría haberse generado lo que estaba por ocurrir. Esto lo sé ahora, en la comodidad del futuro.

Dra.Marta Murillo, Bailarines Inuit con máscaras.

Dra.Marta Murillo, Bailarines Inuit con máscaras.

Cuando salimos del retiro llegamos a dormir al pueblo más cercano, Pushkar, sonrientes y –claro que sí– más libres. Nos habíamos liberado de la curiosidad que nos condujo al centro de meditación, y nos habíamos zafado del excesivo aburrimiento que éste había dejado en nosotros. Antes de que un señor arrugado nos sirviera el Bhang Lassi pasaron otras cosas, acaso algunas comidas, conversaciones, una tarde negociando ficticiamente con vendedores de tapetes. Acaso estas actividades hayan servido como conductos hacia quienes nos habrían de presentar la “otra realidad”. El Bhang –un preparado de cannabis utilizado con fines rituales en el hinduismo– llegó a nuestras manos en una calle concurrida y ruidosa. Tomamos el vaso de vidrio, aún mojado, e ingerimos velozmente la sustancia pastosa y densa que contenía. Esta fue mi percepción de lo ocurrido:

Risas, risotadas, asfixia producida por la abismal contracción del músculo de la risa. Electrocutarnos con el aire que se respira en Pushkar, arenoso pueblo que resquebraja el firmamento con sus pequeñas construcciones, con sus casas amotinadas, con su lago sagrado y pestilente en el centro (¿de qué?); dejarle a la noche pasar su quemada lengua sobre nuestras cabezas. Ruido, motores, ruido, campanas, ruido, pequeños pies corriendo a nuestro alrededor. Un indio nos lo ofrece todo, algo de comer, algo que comprar, algo que inhalar (“Some cocaaaaaaaine?”), y todo rechazamos con risa, risa, incontenible risa. Llegar a la cocina de Bapu y encontrar al resto de los meditadores. Descontrol. Ausencia de otros instantes. Mukesh Maurya, indio que se había recluido con nosotros aquellos once días, se presenta como quien es: una vibración en génesis, un sombrero con una pluma, unas amarillentas uñas salpicadas de pintura. También ha ingerido el Bhang. “Yeah, yeah, I lost my white rabbit.” Y aquí empieza el torbellino, el acceso a la hipersensibilidad, las frases que cobran vida y sentido, “yeah, yeah, that was a white rabbit”.

 –– Fede, ¿qué es un white rabbit? ¿por qué no quieren que sepamos?

–– Shhh, ya te dije. No preguntes tanto, se van a enterar.

––¿Quiénes se van a enterar?

––Las personas que no quieren que sepamos.

Los perros ladran, la oscuridad se mezcla con el asfalto desértico de la calle inmediata, nos movemos, hablamos de cómo existen personas que te pueden llevar a conocer algo que no ofrece retorno. Esos son los conejos blancos, quienes te inducen a un mundo donde la racionalidad y la locura se arrancan las bocas a dentelladas. Allí reconocí que volvería a ingerir el Bhang al siguiente día –no sin antes haberme observado y reconocido que era viable haber caído en la locura–, ahora con la guía de Mukesh. Siguiente día: “We’ll have the Lassi extra, extra, extra strong”. Ingenuas expectativas. De aquí a aquel recinto tapizado en donde entraría a un estado de completa absorción pasarían escasas horas, que se sentirían como semanas. Toparse con la imagen en barro del dios Shiva, amorfa y trascendente: una vibración que jamás habré de volver a percibir en ningún otro objeto material. En ella, la condensación de todas las veces que alguien la ha pensado: Shiva invencible, azul, rapaz y destructor. Después alejarme, recordar aquel llamado a la meditación y avanzar en retirada hacia algún cuarto en paz y silencio, el cuarto tapizado. Entrar, cruzar las piernas, erguir la espalda y comenzar ///// así se da el pensamiento: una serie de imágenes/sensaciones recorren incesantemente la conciencia, la electricidad en las neuronas provoca el salto de estas imágenes/sensaciones y las relaciona con lugares específicos del cuerpo, así –por ejemplo– el peso de mi muslo derecho sobre el cojín en que está recargado me remite a cuando caí sobre el pasto en un partido de fútbol, a cuando llegué apresurado a jugar videojuegos en Guadalajara, a cuando me levantó del suelo aquel compañero de primero de primaria para que me peleara. Todo esto en un instante, así de veloz es. Y mediante esta sucesión frenética de imágenes/sensaciones vamos construyendo nuestra realidad, pues funcionamos a través de ella todo el tiempo. Cada estímulo exterior encuentra reflejo en un pensamiento. A estas imágenes/sensaciones los antiguos le han denominado saṅkhāras: voliciones mentales que estructuran no únicamente nuestra personalidad, sino nuestra relación con el mundo. Pero no todo está determinado, no todo está definido: hay aún instantes en los que se ausenta la interpretación; espacios transparentes (en mi mente se asomaban como acetatos relampagueantes), donde aún está por definirse la relación: estos espacios son la divinidad, la divinidad es ausencia. Entender la indisoluble relación de nuestro cuerpo con el resto de la materia, poder recordar todas nuestras memorias: todas todas todas. Ser capaz de rastrear el flujo sanguíneo por todo el cuerpo, por las ínfimas venas de los ojos, por la potente aorta, por la encendida garganta. Esto me sucedió, en estas aguas nadé. 

En lo sucesivo habremos de llamarle “programación” al acto de definir la realidad y consistirá en nuestra capacidad para incidir –a través del pensamiento– en las condiciones que nos ofrece el plano mental cotidiano. Será algo qué desarrollar. Llegados al punto de máxima incidencia y comprensión (no hemos llegado), habremos ingresado al Zion. 

A la mañana siguiente desperté. No se diga más.

Sólo una mente versada sobre lo aquí tratado podrá reconocer, en el centro de esta descripción, la semilla de una verdad. Son estas las características de la “otra realidad”: sabiduría, unión, efervescencia sensorial y memoria. Es por esto que no se puede abandonar. Vislumbrar Zion me permitió el pleno reconocimiento de la complejidad y belleza que ignoramos en el plano de la realidad que denominamos “normal”. Una complejidad que sólo desemboca en la sencillez.

“Yeah, yeah: that’s a white rabbit.”

 

[Huautla de Jiménez, Oaxaca. Octubre-noviembre de 2014: hongos alucinógenos San Antonio]

En las bocinas de la camioneta suena la música de Chá Xo-ó Yakoan. Dentro venimos cuatro estudiantes universitarios; el giro de la llave del auto marca el abrupto fin del sonido. Juan Patricio vive en un cuarto con su esposa y su recién nacida. Es moreno y chato, un indígena mazateco, con alta capacidad de sorpresa y una simplicidad que sosiega. Tratarlo es fácil y una descripción apropiada de su personalidad requeriría de otro texto. Alain se dirige a él con todo el respeto que se puede. Juan Patricio es todo paciencia, todo evasión. Después de algún tiempo conversando nos pregunta si “queremos curarnos” y nos habla de “la medicina”. Algo salta dentro de mi pecho, quizá la felina curiosidad o la comezón de la travesura: se cumplirá, Juan ha accedido a guiarnos en el viaje de hongos. Accedemos tímidos, pero nuestras sonrisas delatan la emoción y el nerviosismo.

Nos dirigimos hacia un pequeño cuarto en la parte de atrás. Allí nos reciben dos altares. En el del lado izquierdo se ven la estatua de san Antonio, juguetes de plástico, imágenes de otros santos, pedazos de copal y latas vacías. Artificios extrañamente unidos, solemnes por el desorden en que se encuentran. El otro es un altar para los muertos; son las fechas de los huehuentones. En él, flores de cempaxúchitl, veladoras y la fotografía de alguien que se ha borrado de mi memoria. Juan Patricio nos pide que nos reunamos en círculo. Ha prendido algunos trozos de copal con carbón; utiliza una antigua lata de duraznos en almíbar para mantener vivo el fuego y sopla el humo hacia nuestras caras. Con breves suspiros, repite la acción por el resto del cuarto; extrañamente, este gesto me da serenidad y certeza. Sabes meditar, me digo en silencio, medita mientras los hongos hacen lo suyo.

Abrimos las pequeñas hojas de maíz que contienen a los hongos. Nuestro guía los selecciona y nos enseña los que son malos, los podridos. Los buenos los reparte equitativamente, serenándonos con frases en un extraño español: “Si aparece culebra, no miedo”, y con un movimiento de mano: “Si el cuarto el piso se mueve, no miedo; allí va a empezar”. Sin más preámbulo, los ingerimos: me saben a tierra ácida, a corteza humedecida. Juan Patricio nos pide tomar asiento y se coloca a un costado. Finalmente, apaga las luces:

El silencio ocupa su lugar, el absoluto. Primero nada. Treinta minutos suceden antes de que el revoltijo en el estómago se mezcle con la oscuridad de la habitación. Cuarenta y cinco (no sé) cuando el cuarto empieza a moverse, las paredes a derretirse, las sombras a difuminarse. Algo me dobla desde adentro; aprieto los párpados para poder ver con más atención: relámpagos en mi cabeza y sulfatos ennegrecidos detrás de los ojos, no más. Afuera, se escucha a los muertos rozar las paredes con la holgura de sus ropas. Este día retornan, pero el copal los mantiene afuera. El frío se inmiscuye entre mis ropas, y una extraña fuerza me hace saber que, para saber, he de aguantarlo el tiempo que sea necesario. Aguanto, dejo de aguantar, una espiral corroe la estructura de mis pensamientos…

…ibas caminando por el desierto, perseguías a la serpiente más grande. Tu hermana no está aquí, siempre has estado solo. Te truenan los tímpanos con la cercanía de los cascabeles; se yerguen sus escamas, brillan sus ciegos ojos, mil veces quemados por el Sol inmisericorde. Abres los ojos, la serpiente está enrollada sobre tus piernas: estás en el cuarto, está el silencio, estás apretando los dientes. Tratas ingenuamente de concentrarte en la respiración; lo apruebo porque no tienes miedo: puedes empezar a aprender, a dejarme aprehenderte. Caminas en la sierra de El Pinacate, estado de Sonora. Allá habías visto a mi hermano, en aquel profundo cráter al que te asomaste temerosamente, en aquel viento que te empujó hacia atrás mientras sospechabas la presencia de algo. Tenías quince años, ahora lo recuerdas. Allí te acepté, allí empezó el camino que te condujo hasta aquí. Me meto en tus pensamientos, no me preguntes quién soy pues ya nada puedes hacer. Llámame espíritu. Me gustan los parajes que has recorrido, te conduzco por ellos nuevamente: los rocosos acantilados en Manali, los buitres sobre el cactus en Los Cabos, tus pasos sobre la arena. Navego velozmente entre tus neuronas, tras tus párpados continúan los relámpagos; te doblas, te tiras al piso y contemplas la tierra húmeda de la habitación, entumecido, solo, callado. Me gusta lo que has aprendido, ahora lo aprendo yo a través de ti. Y te confieso mi secreto: mi espíritu es tan antiguo que se ha adherido a la Naturaleza en estos pequeños brotes que has ingerido. Cada vez que alguien se traga un hongo, yo me dedico a absorber todo lo que en su mente reposa. Esta es la fuente de mi sabiduría. A ti te hablo en español, pero ésta no es mi lengua: hablo muchas más, escúchame con atención… me estás pidiendo que te cure. Esto lo puedo hacer, sí. Te recorro el cuerpo entero para ver qué tienes. Una piedra negra en el pecho. Adentro, como un trozo de carbón en medio de los pulmones, sólido: fuente de toda tu ansiedad. No lo entiendes aún, te haré vomitarlo. Vomitas, vomitas aire aunque las contracciones musculares y la salivación se manifiesten de forma ordinaria. Juan Patricio te acerca una bolsa de plástico. Te sentirás mejor, pero sabrás que no expulsaste la piedra… no lo entiendes aún.

Salimos de la habitación. La madrugada nos recibe con su gala más antigua. La ligereza recorre mis pies, he dejado algo detrás. La divinidad es abandono.

Lámina 90, Códice Zouche-Nuttall, Museo Británico.

Lámina 90, Códice Zouche-Nuttall, Museo Británico.

 

[Desierto de Wirikuta, San Luis Potosí. Septiembre de 2015: Hikuri]

La cacería había sido buena y el ayuno de 72 horas era tolerable. Todos habíamos sido capaces de encontrar los suficientes botones de peyote como para iniciar la ceremonia. Habíamos colocado nuestras casas de campaña donde el “Jefe del Desierto” nos había indicado; construimos una fogata y colocamos cuatro velas, cada una en dirección a algún punto cardinal, para sentirnos protegidos. Cuando se salta hacia lo incierto, los símbolos cobran vida y sentido. El viejo jefe no suelta la botella de tequila que Emilio le regaló. Antes de irse nos pide que no nos alejemos mucho del campamento, pues en la noche el desierto es peligroso y él, casi ciego, no es capaz de cuidarnos como lo ha hecho con otros visitantes.

El lunes 14 de septiembre escribí en mi diario el siguiente pasaje:

“Estoy sentado junto a tres botes de plástico que contienen, respectivamente, 7, 5 y 5 botones de peyote… somos Emiliano, Alain, Fernanda, Emilio y yo. Venimos a consumirlos.

A lo largo de mi vida se me ha mencionado la existencia de este cactáceo en numerosas ocasiones y de algún modo esperaba ya la llegada de este momento. Tengo el presentimiento de haber comenzado este viaje hace mucho tiempo. Ahora, antes de cruzar el puente, me siento tranquilo. Llevo ya tres días sin comer. El primero ingerí una tuna rosa, ayer un té de salvia con miel, hoy me he limitado al agua. Es mi sacrificio y mi preparación. Sentado en el desierto, entiendo que la belleza de la vida se encuentra en perseguir el conocimiento en compañía; al fin y al cabo, no podremos librarnos de la soledad. El cielo está nublado, la temperatura es templada, moscas se pegan a mi piel, mis manos huelen a tierra. Hace tiempo que no escribo poemas y esa ausencia de palabras viene a encontrarme aquí.

Estos días han sido de verdadera meditación. A través de este estado de presencia he logrado distinguir, además de la eternidad del momento, ciertas características personales. La más notoria es que en el pecho tengo una permanente sensación de ansiedad. El sentimiento se reafirma cuando trago saliva. No se qué es, ni cómo surgió, pero representa mi mayor impedimento para estar presente y sentirme satisfecho. Estoy buscando que se diluya… tiene la libertad tantos senderos… definitivamente estoy siguiendo mis propios designios.”

La ingesta es difícil y punzante: te vuelca sobre ti mismo.

Primer hikuri. Excitación, emotividad, preguntas hacia el cielo. La espuma del cactáceo se inmiscuye entre los dientes, la amargura se tolera con la ayuda del agua. La tarde da sus últimos espasmos. Pienso en quienes me importan: mi madre, mi hermana, mi novia. Si tan sólo me vieran. Es cierto lo que dijiste, Alain: el peyote sabe a desierto. Es cierto lo que dijiste, Fernanda: en la vida habremos de participar en hierofanías si estamos atentos. No cedas, Emiliano: tu vómito no significa rechazo. Es este nuestro sacrificio, somos nuestra propia ofrenda.

Segundo hikuri. Transparencia. La noche se abre paso entre los matorrales y las piedras enterradas. Cada gajo ingerido es tan amargo que es inevitable hacer alguna exclamación, fruncir el ceño, voltear la cara. Las nubes continúan su paso, el desierto es mucho más grande y viejo de lo que pueda concebirse. ¿Qué hay detrás de aquellas montañas? Este botón de cinco gajos se conoce como “venadito azul”, y goza de un alta estima entre los huicholes que participan anualmente de la ceremonia. Es pequeño, liso, misterioso. Si existe lo sagrado, se funda en su verdor. Este me comeré. 

Tercer hikuri. Ha llegado nueva compañía. La candelilla, el guayule, la lechuguilla, la pita, el sotol. Todas las plantas del desierto están vivas, se mueven y respiran, nos observan y responden a nuestro tacto. Volteo mi cuello y las plantas se yerguen; más de una trata de tocar mi hombro mientras no la veo. El aire se ha vuelto morado, una gran capa de hule envuelve el cielo; al fondo, se despedazan los cerros entre los violáceos, los anaranjados y los rojos que el Sol expide, fulminado. Allá sucede una batalla inasible para las sanguinarias mentes de los hombres, un bello proceso de destrucción. Camino por el sendero más inmediato y me trepo al techo de la camioneta. Las nubes son negras en este punto del atardecer, cierro los ojos: no hay nada más; estoy aquí y es lo único que importa. Los abro: una enorme nube en forma de cráneo se deja caer hacia mí con toda la violencia del cielo y se deshace apenas aprieto las manos. No habré de temer, todo acceso implica una prueba interior. La retirada será en otro momento. 

Cuarto hikuri. La noche es total, hay luna nueva. Deambulamos en silencio; sólo las cuatro velas y las estrellas iluminan el paraje. La totalidad del desierto impone respeto: no me muevo tanto, no me alejo. Todo comienza a moverse en la oscuridad; aparecen figuras picudas y amenazantes por doquier: caras, máscaras, pequeños cuerpos extendidos. Vuelvo al campamento. Nadie se pronuncia, cada uno yace cautivado ante algún objeto. Declive: 

…la magnitud del tiempo se manifiesta enteramente, dejan de existir el pasado y el futuro, la mente tan precisa, tan aguda, los sentidos por doquier, escuchar la corrida de un ratón a metros de distancia, el aleteo de una palomilla, el crujir de las ramas, la eternidad del desierto en completo equilibrio me acerca a una de las velas y allí la veo: una palomilla dispuesta a ceder su vida sólo por la luz que la vela emana, una palomilla quemando sus alas, revoloteando espasmódica, amarga, llana, furiosa, insistente, una palomilla de muerte, de últimos sacrificios, de gallardía, dispuesta a todo sólo por el instante, ¡por la fuerza del instante! ¡Qué es! –grito–, ¡qué es! Aviento los puños, trozo las ramas esparcidas en mi camino. ¡Qué es!  – grito –,  ¡qué es! Dentro de mi pecho está la lumbre infernal que me ha lamido hasta el desasosiego, hasta la exaltación implacable y el arrojo pueril, nadie me contesta, nadie me observa, ¡aaaaaa! ¡Qué es!  – grito –,  ¡qué es! ¿Por qué esta palomilla está dispuesta a cederse por el misterio de la luz, de qué metáfora me han alejado los pensamientos, de qué místico canto me he perdido, de qué conciencia he huido?… Lo del pecho se hace tangible: fuerza estrujante: cisma del encanto: golpe que me lleva a la danza, círculos en la tierra, contorsiones oscuras, declaración y grito ante todo, por todo, como todo. Resquebrajamiento de la identidad: ya no soy yo, nunca fui yo, dolor de hierro que me obliga a ver hacia adentro, metal en fundición y su manifestación más filosa: ¿quién soy y qué es esto que siento? ¡Aaaaaauuuuu!

Ascensión: soy un lobo. Voltear hacia la inmensa red neuronal que conecta el cielo, vibrar en ella. Aullar (¡aaaaaaauuuuuuuuuuu!), gruñir, reconocer que el suelo me pide escarbarlo, sentir mi vello corporal crisparse ante los cambios de temperatura, gruñir más estruendosamente, oler la sangre de las pequeñas cabras que se acercan a 45, a 40, a 35 metros de distancia, necesitar andar en cuatro patas, arrancar con los colmillos una playera que después azoto contra un tronco espinoso, cerrar los ojos, oír la infinita orquesta de grillos ocultos, no hay luna, sufrir su ausencia, enfrentarme en la oscuridad contra otros lobos negros que se acercan prestos a atacar, ahuyentarlos con toda la fuerza de mi garganta, luchar contra todo, saltar, gritar, llorar sin posibilidad de consuelo, ver dentro de mi cabeza figuras como cuevas fosforescentes y estampadas por la multiplicidad de colores que la retina puede percibir, llorar por estos años sin la presencia de mi hermana, proteger al resto de la manada, rondar al derredor, olfatear con amplios suspiros antes de mostrar los dientes y la baba que se me escurre, diluirme en la inmanencia absoluta, reconocer a mi nagual –enterrado desde siempre y para siempre en mi sinfín de reencarnaciones– por fin liberado: mi ignorancia ha sido mi dolor, pues en el pecho siempre he llevado a un lobo y no sabía. No tengo la menor duda. Soy el lobo.

 

Detalles de plato 5-6, Códice Borbónico, Biblioteca Nacional de Francia.

Detalles de plato 5-6, Códice Borbónico, Biblioteca Nacional de Francia.

Quinto hikuri. 

Al quinto hikuri

brillaban los ojos de la noche

soslayaban un deseo

las estrellas sonreían

y titiritaban a la luz de su propia amorfidad

la luz oscura me guiaba

rugía la tierra de ser pisada

sonaban los meteoritos

al compás del saxofón

cantaban, respiraban, se agitaban

las plantas

como el deseo a lo sobrenatural

como las compuertas de lo inimaginable

Todo era presente:

todo era ser

todo era ausencia

Aprendíamos a ser humanos

A veces, ser humano es ser lobo.

 

Al quinto hikuri

se manifestó:

la sombra del fuego

quedó cauterizada

tejió la carne de la madre

desdibujó las lágrimas del viejo

embistió el camino del venado

Fui lo azul; es azul; soy azul.

Buscaba escapar de la noche, me di cuenta del error

Hace rato lo vi pasar

¿Lo vi? ¿Era nada?

¿Hablaba por todo?

 

Mi experiencia con el peyote ha sido la más bella. Todo presencia, todo noción, todo congruencia, todo bestialidad. La divinidad no hace distinciones, la ignorancia sí. Participamos de lo absoluto cuando transmutamos.

Tres experiencias, flotando como sedimentos en el acuático cuerpo de lo continuo. Es esta mi estipulación: lo divino es heterogéneo: una naranja que se despedaza en infinitos gajos. Este es mi testimonio.

 

Amén.