Miguel de Unamuno siempre fue un creyente, mas no un católico ortodoxo. Presente en las crisis de su nación de principio a fin, pasando de la independencia de las colonias hasta la trágica Guerra Civil Española, fue un activista político que buscaba la regeneración de España y una expansión cultural de la misma a lo largo de Europa. Su fe católica y su lengua castellana nos permiten acercarnos al existencialismo con mayor facilidad que a través de otros autores y, de manera única, evitando los enredos lingüísticos y/o estructurales de las filosofías de sus compañeros germánicos, pero expresando la furia de un hombre con hambre de fe ante un mundo que se desmoronaba.

El ser humano, como todos los seres vivos, tiende a la conservación, a la supervivencia. Además, como varios animales, es un animal político pues ha encontrado seguridad y comodidades en la medida en que se asocia satisfactoriamente con otros.

G. C. Eimmart, Planisferio s. XVIII.

G. C. Eimmart, Planisferio s. XVIII.

Sin embargo, hay algo que lo diferencia del resto de las especies: la capacidad de raciocinio. Esto, si bien le ha permitido dominar la técnica y ascender a la cima de la cadena alimenticia, también lo ha atormentado con preguntas sin respuesta: lo ha condenado al progreso.

Muchas de las preguntas perennes esconden, en el fondo, el anhelo de inmortalidad. Sí, como animales que somos tendemos a la conservación; sin embargo, observamos que nuestros cuerpos no perduran, sino que se desgastan, dejan de ser y caen, volviendo al polvo del que emergieron. El hombre contemporáneo –más aún, el hombre común de cualquier época– no muere porque no muere, como diría la Santa Madre Teresa de Jesús en sus revelaciones místicas, sino porque sabe que muere; se ha dado cuenta de que el vivir es agonizar a cada segundo. Sí, la mente del hombre lo ha condenado a observar y tener conciencia de su finitud y de su muerte inminente. Ante este sentimiento trágico de la vida, como lo llamaría Unamuno, la religión nace.

Lo que la mente ha buscado proviene de un impulso del corazón, pues la fe no puede ser aceptada por aquel al que no convence, ni siquiera por aquel que le encuentra sentido, sino por quien la abraza, quien tiene hambre de Dios, hambre de inmortalidad, hambre de ser y seguir siendo, como diría Mircea Eliade; porque las razones no siempre son verdades y para uno vale más lo que le dicta su instinto que lo que le dice su cabeza. En efecto, la verdadera fe es el acto supremo de la voluntad del hombre por seguir siendo contra toda lógica o ley de la naturaleza, pues este deseo supera cualquier otra fuerza, incluso aquella que nos hace humanos. No por nada el catedrático de Salamanca relacionaba íntimamente fe y esperanza en un juego de conjugaciones y se refería a ellas como herramientas del cristiano, para crear lo que no se ve y no sólo creerlo.

Este culto de lo divino ha tenido muchas funciones; entre otras, medio de cohesión social, estructura moral, inagotable fuente de cultura y eterno motor de la historia. Así, nuestro autor, que se calificaba de “españolísimo”, veía en la religión católica el alma de su nación que, junto con el Quijote, iluminaría a los hombres y los haría salir adelante.

Sin embargo, para los defensores de la idea de lo divino, el hombre moderno se ha olvidado de todo ello. En su afán de dar libertad infinita a sus contemporáneos ha procedido a derribar cualquier institución que parezca limitarla, como Mill arremetiendo contra los calvinistas protestantes por la severidad de sus costumbres que oprimían a sus fieles, como las revoluciones impulsadas por las filosofías ilustradas que dieron fin a la era de los reyes (nombrados, vale recordar, por derecho divino); como los cristianos mismos que dieron paso al cisma de Occidente y, con ello, a las luchas entre católicos y protestantes, entre muchas otras cosas. Huelga decir que esto no es un juicio antiliberal, puesto que muchos de esos acontecimientos fueron benéficos y necesarios para la conformación actual de los Estados y de nuestro estilo de vida en general, pero sí dieron paso a los problemas filosóficos que iniciaron en el siglo xx y perduran hasta ahora.

Con esta revolución no vino la superación de nuestro miedo primero, seguimos temiendo por nuestras vidas ante la inmensidad del mundo. Véase a Voltaire que a pesar de que sus palabras arremetían contra las instituciones de su época, su corazón siempre se mantuvo fiel, al punto de que en sus últimos momentos buscó desesperadamente la confesión de un sacerdote.

En el siglo pasado, las dos guerras mundiales demostraron que somos más frágiles de lo que creíamos; las atrocidades cometidas nos hicieron preguntarnos si realmente merecíamos algo más que deambular por este mundo lleno de muerte.

Ante esta situación, la desesperación que hizo cuestionar al hombre sus concepciones lineales y normativas del progreso; de ahí la angustia ante la muerte y los filósofos existencialistas. Mientras unos voltearon al suelo y asumieron su paso efímero por la Tierra como algo que debía ser defendido de alguna forma, otros –entre ellos Unamuno– voltearon al cielo y buscaron reencontrarse con su dios perdido.

Contra la razón ilustrada y el progreso decimonónico, la fe. Contra la desesperación de los años de la posguerra, la esperanza. Contra la apatía generalizada de nuestros tiempos, la caridad. Las tres virtudes nos instan a seguir creyendo a pesar de las adversidades, a cargar la cruz y apoyarse en nuestra Iglesia para ser hombres de acción, buenos cristianos y virtuosos ciudadanos, como dicen los maristas, porque un hombre desprovisto de caridad –esto es, de un sentimiento que inflame su corazón y lo haga pasar de la idea al acto en pro del bien del prójimo– no vale para nada. La caridad, el amor –en tanto negación de la muerte, según su etimología– es esencial en estos tiempos en los que el hombre ya no ve en las cosas algo que no sea lo que suponen ser y, aun así, busca un significado para su vida, demostrando que la búsqueda de lo divino y, en última instancia, la posibilidad de ser inmortales, no ha muerto, sólo ha cambiado.

Si bien no es prudente intentar regresar a lo que fuimos, sí podemos y debemos hablar, hacer comunión con nuestros cercanos, los hombres de carne y hueso que nos acompañan en nuestras penas. Lo más santo de un templo reside, en palabras de Unamuno, en que es el lugar al que se va a llorar en común para hacer de nuestras súplicas una denuncia a nuestro Dios.

Cierro con un extracto de La agonía del cristianismo:

 

Mas el Cristo no sólo derramó sangre en la cruz […], sino que sudó “como goterones de sangre” […] en su agonía del Monte de los Olivos (Luc., xxii, 44). Y aquellas como gotas de sangre eran simientes de agonía, eran las simientes de la agonía del cristianismo. Entre tanto gemía el Cristo: “Hágase tu voluntad y no la mía” (Luc., xxii, 42).

¡Cristo nuestro, Cristo nuestro!, ¿por qué nos has abandonado?