…como si le obligaran a sobrevivir, 

a prestarse a la vida para seguir muriendo.

Maurice Blanchot

 

La figura del sobreviviente concentra quizá la catástrofe de nuestro tiempo. Pensamos que ella porta la excepción: hay sobrevivientes. No sólo aquellos que salieron de los campos de exterminio –sobrevivientes de un pasado ya remoto, decimos–, sino los sobrevivientes de hoy. Los de la guerra civil en Siria, los de las tantas y tantas invasiones y ocupaciones, los sobrevivientes aquí, en México. Como si aprender a vivir fuese aceptar la vida en su presencia, tomar en cuenta la muerte como un futuro inconmovible. Olvidamos así que esa excepción marca la regla: quizá todos somos sobrevivientes. Es interesante que en su última entrevista, Derrida hable de sí mismo como de un sobreviviente. La sobrevida aparece ahí como una condición estructural, algo no derivado del vivir o del morir, sino su posibilidad.1 Vivir –nos dice– es sobrevivir, porque no hay vida y muerte tal cual, sino la-vida-la-muerte, la demora. La vida como tal corre siempre el riesgo de totalizarse, de auto-ponerse como ipseidad, de remitir a un origen o fundamento para darse presencia, repitiendo el mismo gesto que, según Derrida, persigue a toda la tradición onto-teológica de la política en Occidente.2 Así, su pregunta es siempre ¿vida de qué o de quién? ¿Una vida, solamente una en cada caso, en cada caso la misma? ¿Solamente vida y muerte, sin resto o espectro?

Pero vida no se dice en un solo sentido; su inmunidad está siempre parasitada, afectada ella misma por una autoinmunidad que la vuelve inasignable, por una alteridad constitutiva en la que tiene lugar su deconstrucción, mostrando la heterogeneidad de los bordes, su porosidad. Hemos decidido aquí transitar por aquellos que conciernen a la vida en su relación con la muerte, de ahí la sobrevida. La hipótesis que desarrollaremos es que en la noción de sobrevida de Jacques Derrida se vislumbra la necesidad de asumir la indecibilidad de la vida como porvenir de la justicia en la herencia y el testimonio. Así, pues, como posibilidad ético-política –con el riesgo que conlleva utilizar esas palabras– de asumir la finitud como responsabilidad ante el otro. Hospitalidad y deuda con el espectro o el resto que atraviesa todo presente, como el tener lugar de la vida como sobrevida. Sobrevivir se torna algo sobre vivir.

 

  1. Morir

Morir significa: muerto, ya lo estás, en un pasado inmemorial,
de una muerte que no fue tuya, que por tanto no has conocido ni has vivido
y, sin embargo, bajo cuya amenaza te crees destinado a vivir,
esperándola entonces del porvenir, construyendo un porvenir para hacerla
finalmente posible, como algo que tenga lugar y pertenezca a la experiencia.

Maurice Blanchot

 

Morimos, no hay duda. Pero no podemos morir tal cual. La aporía de la muerte se anuncia así: ésta no es una experiencia, nunca vivo mi muerte. Como límite mismo de toda experiencia, ésta es lo imposible. Pero como imposible es también posible, es la posibilidad de lo imposible. Heidegger había visto en esta inminencia de la muerte, que no obstante se anuncia como imposible, la propiedad del Dasein: “En la muerte, el Dasein mismo, en su poder-ser más propio, es inminente para sí. En esta posibilidad al Dasein le va radicalmente su estar-en-el-mundo. Su muerte es la posibilidad de no-poder-existir-más”.3 De aquí se desprenden al menos tres consecuencias. La primera es que, porque el Dasein es posibilidad, porque el ser de este ente es “cada vez mío”,4 la muerte que se anuncia como la posibilidad más propia es posibilidad de ya no ser, anonadamiento. La segunda es que, por esto mismo, nadie puede morir por mí, no es posible morir en lugar del otro. La tercera es que, en este sentido ontológico originario, sólo el Dasein puede morir. Heidegger muestra que existen otras posibilidades, como el fenecer o el dejar de vivir, pero en tanto estas son determinaciones ónticas, conserva el morir como posibilidad única del Dasein en su estar-vuelto hacia la muerte.5

Derrida va a discutir cada uno de estos puntos. En primer lugar, piensa que Heidegger opera una exclusión metafísica y antropocéntrica al delimitar al hombre del animal mediante el morir. La muerte se deja esperar, se anuncia como posible dejándose esperar como imposible. Pero no es cierto que este anunciarse sea la posibilidad más propia para el Dasein. Derrida piensa que los animales también pueden tener una relación significativa con la muerte aunque no tengan relación con ella como tal. Pero los hombres tampoco. La muerte como tal sigue siendo la imposibilidad y el límite infranqueable de todo viviente.6 En su completa proximidad, la muerte es lo más distante, lo absolutamente otro. Si para Heidegger la posibilidad de lo imposible que es el ser-para-la-muerte es la posibilidad más propia del Dasein, para Derrida es la posibilidad más impropia, o más bien, lo imposible mismo que ex-propia al viviente. Pero esa expropiación los acomuna mostrando que las fronteras entre el hombre y el animal restan indecidibles. Vivir implica ser ex-puesto a la imposibilidad de la muerte, a la aporía de la muerte como no-paso, o como suspensión del paso.

Pero más importante para lo que tratamos aquí es aquello que en Derrida desborda la relación trazada por Heidegger entre la muerte y la ontología, el morir como relación del ser y la nada. Si bien nadie puede morir en mi lugar o en el del otro, la muerte del otro implica siempre una responsabilidad con aquel que permanece en el mundo. Por ello esa muerte ya no puede ser pensada como simple aniquilación o anonadamiento; hay siempre algo que resta y nos habita, una hendidura en nuestro presente. Es cierto que Heidegger había aceptado que el trato con el difunto, que permanece para los sobrevivientes, no es un trato con un útil. Pero en la muerte del otro no hay una relación con la muerte en su sentido ontológico originario, permanece en el mundo de la opinión, del uno (das Man). Cuando veo morir al otro no hago una experiencia de la muerte, no comprometo ahí mi ser como decisión que apropiándome en la impropiedad me muestra como posible, como Abierto ante la significatividad del mundo de la opinión.

No obstante, si no hay posibilidad de la propiedad, si el límite se anuncia siempre como infranqueable, sólo hay un demorarse o esperarse en el umbral del límite. Algo así, nos dice, “como esperarse el uno al otro; uno mismo se espera (en) la muerte esperándose el uno al otro hasta la edad más avanzada en una vida que, de todos modos, habrá sido tan corta”.7 La muerte del otro vuelve a ser anterior a toda posible ontología de la propiedad de la posibilidad imposible. Pero esa “impropiedad” de la muerte no puede ser meramente indiferencia. Y es Levinas quien resuena aquí: “El otro me afecta como prójimo. En cualquier muerte se acusa la cercanía del prójimo, la responsabilidad del superviviente, responsabilidad que el acceso a la proximidad mueve o conmueve. Inquietud que no es tematización, no es intencionalidad, por significativa que sea ésta”.8 Hay una responsabilidad que me constituye, responsabilidad irrecusable, un deber más allá de toda deuda. Si cada muerte es el fin del mundo, hay un sobreviviente que lleva como su responsabilidad ese mundo otro, debe llevarlo, testimoniar de él. Pero por eso hay también algo que me sobrevive, algo más allá de mi muerte.

 

  1. Sobrevivir

¿Qué puede significar este más allá de la muerte, de mi muerte? ¿Es en verdad más allá, allende el límite? No se trata de dudar de la finitud, sino de cómo adviene esa finitud como presente, qué implica el presentarse de la presencia finita. En la última entrevista dada antes de su muerte, Derrida dejaba valiosas indicaciones en relación con el problema de la sobrevida:

 

Siempre me interesé por esa temática de la sobrevida, en la cual el sentido no se ajusta al vivir o al morir. Es originario: la vida es sobrevida. Sobrevivir en sentido corriente quiere decir continuar viviendo, pero también vivir tras la muerte… Todos los conceptos que me han ayudado a trabajar, destacadamente aquel de la huella o lo espectral, estaban ligados a “sobrevivir” como dimensión estructural. Ella no deriva ni del vivir ni del morir. Tampoco de eso que yo llamo el “duelo originario”. Ésta no espera a la muerte llamada “efectiva”.9

 

De ahí podemos señalar que hay dos sentidos de la sobrevida (survie). El primero es el de la vida, el del presente de la vida. El segundo es el del tras, el tras la muerte, la sobrevida de lo que resta más allá de mi muerte. Veremos ahora que estos dos sentidos son en realidad el mismo. La sobrevida como “estructura originaria” transita ambas direcciones, sin tratarse aquí de una especie de diferencia ontológica a la manera de Heidegger. Más bien del juego de la différance, exceso más allá o más acá del ser y del ente. No hay realmente un presente de la vida como tal, o sólo en la medida en que hay una virtualidad de lo póstumo sin la cual no advendría presencia alguna.

La dificultad de pensar así la sobrevida es que quizá Derrida no ha pensado otra cosa. Como él mismo lo sugería arriba, todos sus conceptos están ligados a la sobrevivencia originaria. Pero por eso es posible elegir aquellos que permiten acercarnos al tema de la sobrevida. Aquello que exige ser pensado no tiene nombre, “ni siquiera el de esencia o el de ser, ni siquiera el de diferancia (différance), que no es un nombre, que no es una unidad nominal pura y se disloca sin cesar en una cadena de sustituciones que difieren”.10 Sobrevida, huella, resto y espectro son, así, sustituciones en aquella cadena dislocada.

La huella remite a ese origen de la presencia que no es origen, no es fundamento que sostiene, sino pura remisión; lo diferido no-presente, sino como exceso que posibilita toda presentación. En la Gramatología escribe lo siguiente:

 

La huella es, en efecto, el origen absoluto del sentido en general. Lo cual equivale a decir, una vez más, que no hay origen absoluto del sentido en general. La huella es la diferencia que abre el aparecer y la significación. Articulando lo viviente sobre lo no-viviente en general, origen de toda repetición, origen de la idealidad, ella no es más ideal que real, más inteligible que sensible, más una significación transparente que una energía opaca, y ningún concepto de la metafísica puede describirla.11

 

Así, pues, la huella, como una especie de “pasado absoluto” –aunque no un pasado como lo ya-sido, sino también como lo porvenir, retención y protención–, es ese movimiento del presente, de la experiencia de la presencia como remitida siempre a eso que no es ella. Différance, como el diferir o la demora, la temporalización y el espaciamiento de la constitución iterable del presente, que, por lo tanto, ya no es parousía, sino escritura o suplemento, fragilidad de la inscripción.

Si el origen del presente es un no-origen (y el no-origen no es “otro mundo”), si propiamente hablando no hay origen, sino la iterabilidad, la remisión y la huella,12 es que hay sobrevivencia, restancia. En ese movimiento de la différance se da algo así como lo póstumo. Maurizio Ferraris ha señalado así que, en Derrida, “[l]a perfección del vivir se da en el sobrevivir y, aun mejor, en lo póstumo; la constitución de la idealidad como repetibilidad sostiene un vínculo esencial con la muerte”.13 Reformulando un ejemplo que él pone, si yo muriera al terminar de escribir estas líneas y éstas permanecieran aunque sólo fuera un instante en la tinta y el papel, o en la memoria de la computadora con la que las inscribo, es que mi presente, mi presencia y mi finitud está siempre diferida a algo que no es ella misma, a una alteridad o un porvenir de la huella y el resto que al mismo tiempo la había ya posibilitado.

Pero, por ello, todo presentarse es fundamentalmente frágil, se halla siempre hendido. Como señalara Derrida en una entrevista, propiamente hablando, “[e]l resto no es, no es un ente, una modificación de lo que es. Como la huella, la restancia se da a pensar antes o más allá del ser”.14 No obstante, hay siempre efectos de resto, la diseminación del resto. El acontecer concreto de dicha entrevista no es –como lo señala él mismo– la inscripción que hay de la entrevista, aquella que leemos, escuchamos o citamos. Lo que resta está sujeto a múltiples circunstancias: puede ser que el archivo se dañe, se pierda, sea destruido. La relación que se establece con él se modifica en cada caso. Puede ser que lo que resta del resto sea suprimido, borrado, olvidado. Pero no se trata del resto como él mismo, como sustancia. No hay tal. Mi sobrevida –en los dos sentidos de los que hablábamos arriba– es, pues, tan singular como suplementaria. De ahí el peligro de la injusticia.

Volvamos ahora sobre la vida, la sobrevida no obstante, o lo que nos concernía desde un inicio: la-vida-la-muerte. El espectro, entonces. Si, como veíamos, la sobrevivencia es una estructura originaria, esto es, algo no derivable de la vida y la muerte efectivas, no significa que no concierna a la vida y la muerte tal cual. Lo que ocurre es que, llegados a este punto, tenemos que aceptar que no hay vida y muerte tal cual, sino que esa frontera es puesta en cuestión, deconstruida mostrando su heterogeneidad. La-vida-la-muerte tiene lugar, pero en su tener lugar se abre lo que Derrida llama una no-contemporaneidad del presente vivo, una anacronía constituyente. Esa anacronía es lo que en Espectros de Marx recibe el nombre de fantología como lógica del fantasma, que pone en cuestión la oposición entre efectividad e idealidad, es ese entre no asignable o mediatizable que, por lo tanto, se sostiene en los bordes.

El espectro es la figura de ese entre. Tiene lugar sin tener lugar alguno, asedia; no se sabe si es o no es, si existe. Aparece y re-aparece, hay una intempestividad de su llegada. Aparición cada vez única y singular y, sin embargo, siempre re-aparición. Viene del pasado y, no obstante, está aún por venir; en realidad, no se lo ve venir. Virtualidad que antecede toda distinción entre la potencia y el acto, entre lo real y lo posible. Que pese a todo nos habita, nos habla si es que lo dejamos hablar. Invisibilidad visible o insensibilidad sensible que nos ve sin ser visto, como el efecto visera desde el cual habla a Hamlet el espectro y lo llama a creer. No se sabe si en verdad hay espectro, su efectividad no es la del saber. Pero hay que creer. El espectro es, pues, otra figura de la sobrevida. De lo que queda tras la efectividad de la muerte, tras una muerte que ya no es aniquilación, pura nada. Por eso, también del sobreviviente que estoy siendo, de mi finitud, porque en cada caso mi presente vivo tiene lugar en el asedio de lo no-presente. La huella y el resto me sobrevienen como sobreviviente. Soy en la medida en que heredo y doy testimonio de algo. No advendría a la presencia de la vida sin espectro que me recuerde que otros ya no son.

 

  1. Heredar/testimoniar

La herencia y después el testimonio nos llevan a eso que Derrida llama inyunción, hay inyunción. La inyunción (injonction en francés) remitirá siempre al inyungir y al iniungere latino. Remitirá, en efecto, al mando, al mandato o a la orden. No se elige la herencia, nos antecede, la somos. También a la unión, al join, o a la re-unión, al rejoindre. Pero el espectro implicaba ese tiempo fuera de quicio, ese out of joint, esa anacronía. El espectro ve sin ser visto, y asumiendo esa insignia del poder dicta la ley, ordena. Sin embargo, esa no-contemporaneidad es también la condición de la justicia, no ya como re-unión, sino como heterogeneidad y exposición al otro. Porque hay espectros son posibles la herencia y el testimonio. Paradoja de la inyunción que, entonces, más que el puro orden y la unidad de la disparidad, es “el colocarnos allí donde la disparidad misma mantiene la unión, sin perjudicar la dis-yunción, la dispersión o la diferencia, sin borrar la heterogeneidad del otro”.15 La herencia, que como inyunción adviene, es pues –como todo acontecimiento– traumática, violenta.

No obstante, por este out of joint no hay clausura de la herencia; ésta es siempre heterogénea, siempre mantiene un rasgo inapropiable. Heredar conlleva así una responsabilidad que es en todo momento la de la fidelidad infiel: hay que escoger qué se reafirma de la herencia y qué no.16 Y al reafirmar acogemos la sobrevida como sobrevivientes:

 

No sólo aceptar dicha herencia, sino reactivarla de otro modo y mantenerla con vida. No escogerla (porque lo que caracteriza la herencia es ante todo que no se la elige, es ella la que nos elige violentamente), sino escoger conservarla en vida. En el fondo, la vida, el ser-en-vida, se define acaso por esa tensión interna de la herencia… Habría que pensar la vida a partir de la herencia, y no a la inversa.17

 

Pensar la vida a partir de la herencia es, pues, deconstruir el concepto mismo de vida y de su plenitud. Es asumir la responsabilidad del sobreviviente, de la-vida-la-muerte como apertura a la justicia.

La responsabilidad que sobreviene en toda anacronía, en todo acto de herencia, exige así hacer justicia con el otro como no-presente, con el que ya no está como condición de todo porvenir. Ser justos, pero una justicia de la sobrevida o de “un sobre-vivir cuya posibilidad viene de antemano a desquiciar o deasajustar la identidad consigo mismo del presente vivo así como de toda efectividad”.18 Y esa posibilidad de la justicia exige algo así como el testimonio, dar testimonio de aquello que se hereda: “Testimoniar sería testimoniar lo que somos en tanto que heredamos de ello, y he ahí el círculo, he ahí la suerte o la finitud, heredamos aquello mismo que nos permite testimoniar de ello”.19 El testimonio está ligado al sobreviviente, a toda herencia. Hay que inscribir lo que se hereda, hay que testimoniarlo, pero ¿qué quiere decir testimoniar? ¿Por qué el testimonio?

Lo que liga la experiencia testimonial con la herencia y la muerte es, justamente, la sobrevida. Para Derrida, todo testimonio se encuentra en intimidad con el sobreviviente, le pertenece a él. El testigo es por definición el que sobrevive, el superstes como el tercero, el terstis. Pero con la muerte no hay tercero. Cada muerte es única y singular, nadie puede morir por mí. Sin embargo, en tanto que la muerte como imposibilidad no está ligada a ningún tipo de propiedad –a diferencia de Heidegger–, el testimonio del instante de mi muerte no es posible sino como inminencia diferida, como demora. La demora, como lo señala Derrida en su lectura de El instante de mi muerte de Maurice Blanchot, tiene muchos sentidos. Un retraso, una tardanza, una espera, un contratiempo. También el morar, la residencia o la casa, incluso la última morada antes de la muerte. Así, pues, nos dice que “lo que liga el testimonio a la sobrevivencia sigue siendo (demeure) una estructura universal y cubre todo el campo elemental de la experiencia”.20 Sobrevivir –como la-vida-la-muerte, como la indecibilidad de la vida– es por ello quizás una demora, esa ligereza de la que da cuenta el texto de Blanchot de la vida liberada de la vida, del paso (no) más allá (le pas au-delá).

Testimoniamos, pues, de la demora, en la demora. Como sobrevivientes testimoniamos la imposibilidad de morir. Ahora bien, todo testimonio comporta una paradoja. Y es que éste se mueve irremediablemente entre la verdad y la ficción, pone en cuestión la seguridad de sus fronteras. El testimonio es siempre ejemplar, singular e irremplazable. Aquel que testimonia quiere dar cuenta de algo que nadie más puede contar, de un secreto. Pero en la medida en que nadie más puede dar cuenta de eso que yo, es que mi lugar es reemplazable. Cualquiera pudo estar en mi lugar y testimoniar de lo mismo, y sin embargo, fui yo, mi singularidad, la que estuvo ahí. En ese sentido, el testimonio porque es singular debe ser universal, por lo tanto iterable, repetible.

Es en la sobrevida como demora que testimoniamos de la herencia, damos cuenta de los espectros que nos asedian, testimoniamos singularmente de ellos. Pero al testimoniarla hacemos una escritura de la supervivencia, la inscribimos, la archivamos. Como dice Derrida: “La técnica, la reproductibilidad técnica, está excluida del testimonio que apela siempre a la presencia de la viva voz en primera persona. Pero desde que el testimonio debe poder repetirse, la tékhne es admitida, ella se introduce donde se la excluye”.21 El testimonio se mueve, por lo tanto, en ambas dimensiones, la de la singularidad irremplazable y la de la inscripción repetible, la de la máquina o el archivo que disponen el testimonio para los otros. En la medida en que el testigo quiere que el otro sepa, que conozca su verdad, su testimonio está sujeto también a la ficción. De ahí la enorme responsabilidad del testigo, a riesgo de ser injusto, de no ser fiel. Si todo testimonio comporta en él la ficción, no por ello es falso o mentiroso. Así, la inscripción que testimonia de esa herencia la elige repitiéndola, debiéndole una fidelidad que sólo puede ser la del infiel.

 

  1. “Preferid la vida y afirmad sin descanso la sobrevida”

 

…pues la palabra vida sigue siendo quizá el enigma
de lo político en torno al cual rondamos sin cesar.

Jacques Derrida

 

Hemos intentado perseguir la noción de sobrevida en Derrida. Noción compleja, inseparable –ahora se ve– de la cuestión de la muerte, la herencia y el testimonio. Lo hemos hecho perseguidos por una problemática de la vida. Y es que la cuestión de la vida es lo que hoy exige ser pensado por las filosofías que, como en el caso de Foucault, vinculan la crítica al poder soberano con la de la asignación del viviente. Aquellas filosofías nos muestran que la vida, más que un concepto médico-científico, es un concepto filosófico-teológico-político.22 Por ello, el poder trata en todo momento de producirla en cierta taxonomía, de asignarla en determinadas formas, jerarquizándola. Sobre esto, Agamben nos recuerda que la ambición del biopoder es producir sobrevida, establecer una cesura en el continuum biológico separando al no-hombre del hombre. Pero esto sólo es posible en la medida en que el hombre es ya siempre aquel que puede sobrevivir al hombre, “está siempre, pues, más acá y más allá de lo humano, es el umbral central por el que transitan incesantemente las corrientes de lo humano y lo inhumano”.23 Sobrevivencia, entonces.

Nos parece que hay que ver la cuestión de la sobrevida en Derrida desde esta perspectiva. La sobrevida viene a complicar la oposición entre la vida y la muerte, pero por eso, la noción misma de vida. No hay presencia de la vida, sino que ésta es siempre heterogénea, permanece inasignable, indecidible. Una vida más que la vida singular o subjetiva, vida más allá de la vida. Pero tampoco la muerte. La escritura de la sobrevida no es un discurso sobre la muerte. Como señala él mismo: “el discurso que sostengo no es mortífero, al contrario, es la afirmación de un viviente que prefiere el vivir, y por tanto el sobrevivir a la muerte, porque la sobrevida no es simplemente lo que queda, sino la vida más intensa posible”.24 Afirmación de la vida, pues. Pero afirmación que conlleva una responsabilidad infinita. La sobrevivencia, reclamada siempre por la herencia que la constituye y que en su acontecer inscribe el testimonio de lo que ya no está, es posibilidad de la justicia. Se trataría así de asumir que la muerte –esa muerte de la que nos habla Blanchot– ya ha tenido lugar y estamos en la demora. La finitud como demora, como la intensidad que se libera con esa muerte ya advenida: único sí a la vida como afirmación de un porvenir incierto, donde porque siempre hemos sido ya sobrevivientes, quizá –tan sólo quizá– sobrevivamos.

 

1 Jacques Derrida, Aprender por fin a vivir. Entrevista con Jean Birnbaum, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, p. 23.

2 Cf., J. Derrida, Canallas. Dos ensayos sobre la razón, Madrid, Trotta, 2005, p. 28.

3 Martin Heidegger, Ser y tiempo, 50, Madrid, Trotta, 2003, p. 267.

4 Ibid., 9, p. 63.

5 Ibid., 47, p. 264.

6 “En contra de Heidegger o prescindiendo de él, se podrían poner en evidencia mil signos que muestran que los animales también mueren… los animales tienen una relación muy significativa con la muerte, con el asesinato y con la guerra (y, por lo tanto, con las fronteras), con el duelo y con la hospitalidad, etc., aun cuando no tengan relación con la muerte como tal ni con el «nombre» muerte como tal… Pero, ¡tampoco el hombre, precisamente!” (J. Derrida, Aporías, Barcelona, Paidós, 1998, p. 122).

7 Ibid., p. 123.

8 Emmanuel Levinas, “La muerte del prójimo y la mía” en Dios, la muerte y el tiempo, Madrid, Cátedra, 2005, pp. 28-29.

9 J. Derrida, Aprender por fin a vivir…, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, pp. 23-24.

10 J. Derrida, “La différance”, Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra, 2006, p. 61.

11 J. Derrida, De la gramatología, México, Siglo xxi, 2012, p. 85.

12 Por eso: “La diferencia inaudita entre lo que aparece y el aparecer (entre el “mundo” y lo “vivido”) es la condición de todas las otras diferencias, de todas las otras huellas, y ella es ya una huella” (ibid., p. 84). Lo que es lo mismo que decir que no hay fuera del texto.

13 Maurizio Ferraris, Introducción a Derrida, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, p. 46.

14 J. Derrida, “El otro es secreto porque es otro” en Papel máquina, Madrid, Trotta, 2003, p. 336.

15 J. Derrida, Espectros de Marx, Madrid, Trotta, 2012, p. 43.

16 “Una herencia nunca se re-úne, no es nunca una consigo misma. Su presunta unidad, si existe, sólo puede consistir en la inyunción de reafirmar eligiendo” (Ibid., p. 30).

17 J. Derrida y E. Roudinesco, ”Escoger su herencia” en Y mañana qué, Buenos Aires, fce, 2003, p. 12.

18 J. Derrida, Espectros de Marx, Madrid, Trotta, 2012, p. 14.

19 Ibid., p. 68.

20 J. Derrida, Demeure, París, Galilée, 1998, p. 54. [La traducción de las citas a este texto es del autor.]

21 Ibid., p. 49.

22 Cf., Giorgio Agamben, “Inmanencia absoluta”, La potencia del pensamiento, Buenos Aires, Ariadna Hidalgo, 2007, p. 522.

23 Giorgio Agamben, Homo Sacer iii, Valencia, Pre-textos, 2000, p. 142.

24J. Derrida, Aprender por fin a vivir…, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, pp. 49-50.