I

Otoño

Las hojas se revuelcan sobre la colina.

Un temblor las mueve desde la tierra,

son títeres sus cuerpos quebradizos,

son involuntarias sus maromas y sus giros.

 

Una fuerza solar las lleva a corretearse,

ascienden hasta las ramas de los árboles

simulando una peña color amarillo:

la falda amplia del otoño.

 

Una pintura se aposenta en el marco de mis ojos.

Cual castañuelas, las hojas de los árboles se agitan.

Su sombra forma peces

que navegan en las cuencas de mis manos.

 

Detrás de los árboles se gesta el manto tibio de los atardeceres.

Un manto sin esquinas, un manto sin dobleces,

un solo cuerpo distendido en plenitud.

 

II

Invierno

Cual caballos, los trenes se agitan,

extrañan la maraña verde de los campos.
Debajo de los rieles,

las piedras blancas

(otrora guardianas del tiempo y de los ríos)

se estremecen.

 

Los pasajeros, jóvenes cuervos,

sus picos nerviosos

contra el frío inerte de las ventanas.
La estación ha visto la nieve caer

como una maldición blanca sobre la cosecha.

 

Las casas, lo mismo que los viejos,

han olvidado la carne de los árboles.

 

Nieve sobre nieve,

nieve aferrada a los techos de las casas

formando estalactitas letales en sus orillas más altas.

 

Nieve sobre la madera mojada,

nieve formando remolinos finos,

nieve sobre los cadáveres niños de los girasoles.

 

La ceguera de esta blanquísima angustia

exhala sobre nosotros su neblina celestial.