Si se puede considerar al idioma como una antigua ciudad, como un laberinto de calles y plazas, con distritos que se remontan muy atrás en el tiempo, con barrios demolidos, saneados y reconstruidos, y con suburbios que se extienden cada vez más hacia el campo, yo parecería alguien que, por una larga ausencia, no se orienta ya en esa aglomeración, que no sabe ya para qué sirve una parada de autobús, qué es un patio trasero, un cruce de calles, un bulevar o un puente. Toda la estructura del idioma, el orden sintáctico de las distintas partes, la puntuación, las conjunciones y, en definitiva, hasta los nombres de las cosas corrientes, todo estaba envuelto en una niebla impenetrable.
Winfried Georg Maximilian Sebald, Austerlitz

 

Existe una compleja relación entre la arquitectura y las formas de poder que termina por manifestarse a través de la escritura; para Sebald, dicha relación ha emergido a mitad del siglo xx, tras el declive de la novelística burguesa. La conciencia de aquella materialidad determina al hombre en un plano simbólico-metafísico. Las tensiones que en Austerlitz (2001)1 se establecen en la conformación y el significado de las diversas obras arquitectónicas marcan ya el carácter entrópico del acto de narrar, el cual señala un punto ciego, pero esencial, del que el relato dimana y al cual desea regresar: mediante su transitar hacia esta dimensión, el narrador intenta descubrir su propia historia. De manera que la historia –como correlato del poder– se transforma en memoria productiva, y la arquitectura –cuya conformación estructural señala la inmovilidad del gobernante– se convierte en paisaje, el espacio transitado por el protagonista nómada.

Juan José Barroeta, Fragmento de Esquinas Disueltas, 2013.

Juan José Barroeta, Fragmento de Esquinas Disueltas, 2013.

Las primeras manifestaciones del laberinto se remiten a las vísceras de animales muertos en las cuales, a través de diversos procedimientos ritualistas, los antiguos nigromantes creían ser capaces de interpretar el destino de los hombres. De ahí que en sus orígenes el laberinto fuera esencialmente corporal, y que bajo su forma arquetípica estuviera constituido por una espiral –sin los caminos ciegos propios de las estructuras laberintoides–, la cual habría de recorrerse de principio a fin sin transición alguna. La intención de andarlo no consistía tanto en escapar del laberinto, como en acceder a su centro a través de un proceso iniciático. Se trata, pues, de círculos concéntricos que remiten al ciclo natural de los procesos biológicos; asimismo, la búsqueda de este centro se encuentra asociada al retorno al origen, a la definición y al autodescubrimiento del sujeto que lo transita.

Tras la aparición del laberinto cretense y del minotauro, la noción del laberinto se transformó en un espacio interno proyectado sobre la superficie de una estructura arquitectónica. Imaginariamente delimitado, el espacio del laberinto cobró a su vez la forma del pensamiento: por un lado, al manifestarse en la idea que ha originado la conformación arquitectónica y, por el otro, a través del pensamiento que se pliega sobre su superficie, en la mirada de aquel que se encuentra atrapado dentro de dicha estructura, en tanto “la arquitectura enmarca, estructura, reorienta, escala, reenfoca y desacelera nuestra experiencia del mundo y se convierte en un ingrediente del sentido encarnado de nuestro propio ser”.2 De esta manera, a través de la profunda correlación exterior-interior, la conciencia del hombre se transforma en un fluir dúctil, en que el individuo se pierde y resurge constantemente, y en el cual las tensiones de la mente determinan la asimetría de su andar.3

Es así como, históricamente, el laberinto ha sido dispuesto para convertirse en escritura;4 particularmente en la obra Austerlitz de W. G. M. Sebald, la arquitectura y la literatura encuentran un estrecho vínculo a partir de la noción de estructura, la cual determina la conformación del espacio y el tiempo, en tanto que “la relación entre aparato arquitectónico y género literario es estructural”.5 A lo largo de su producción ensayística, Sebald analiza el funcionamiento de las relaciones de poder dentro de un Estado entrópico –particularmente en la obra de Elias Canetti, Alfred Döblin y Franz Kafka–;6 las nociones que Sebald estableció respecto a estos autores sin duda pueden aplicarse a Austerlitz.

En su breve ensayo “‘Summa scientiae’: Sistema y crítica del sistema en Elias Canetti”, contenido en La descripción de la infelicidad (Die Beschreibung des Unglücks, 1985), Sebald refiere el desquiciamiento que le producían a Canetti los procesos absurdos del sistema natural, que se transfiere –a través de complejas asociaciones– a su concepción de las estructuras narrativas: para Canetti, la novelística se sostiene bajo el principio de que el hombre es devorado por el hombre, en tanto la condición de su existencia radica en que sus intestinos se encuentren continuamente atravesados por el cuerpo de otro ser, en un proceso digestivo cíclico; a su vez, la constitución misma del cuerpo del hombre implica la posibilidad de ser digerido, en un acto perpetuo de entropía, al cual está sujeta la perpetuación de todo ser viviente.

Desde la perspectiva de Canetti, la estructura novelística, derivada de los complejos procesos históricos y culturales que se desarrollaron durante los siglos xviii, xix y xx, parece emular los principios de un sistema paranoide, permitiéndole proliferar en las mentes de los lectores, reproduciendo a su manera las estructuras de la naturaleza; el pensamiento manifiesto en la novelística de la época burguesa incorpora al lector dentro de sí.

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A través de la escritura, la mente deviene en espacio, estructura, composición y secuencia; y este espacio determina, a su vez, las configuraciones mentales de la obra en la búsqueda perpetua de los personajes. Expandiendo el poder del narrador, la escritura se proyecta como el fluir de la conciencia que apresa al lector dentro de sí misma: la escritura se transforma en el espacio manifiesto del laberinto.7

La arquitectura forma parte de este proceso de proliferación del sistema.8 Primero, en tanto que ha sido conformada a partir de estructuras, las cuales seccionan, constituyen y permiten conceptualizar dentro de sí al tiempo y al espacio.9 Segundo, puesto que la arquitectura antepone la masa, suprime la individualidad del sujeto que la habita, pues, según Canetti: “toda obra es una violación, por su simple masa”.10 La paranoia del poder se manifiesta en la arquitectura a través, precisamente, de la forma en que se conceptualiza el espacio para ser transitado. La proyección de las estructuras arquitectónicas conforma el espacio seccionado que contiene dentro de sí a aquellos que lo transitan, como un tracto digestivo, y con mayor exactitud, como un laberinto, al cual “grupos enemigos forzadamente imaginados emigran en largas comitivas a la cabeza del paranoico, en donde pierden la vida y, como almas muertas, se convierten en ornamentos del poder, hasta que finalmente el gobernante ‘ideal’ se queda solo, ‘vivo en medio de un gigantesco campo de cadáveres’”.11

A esta proyección en el ámbito del pensamiento paranoide que determina las relaciones de poder, Canetti le atribuye la fascinación que Hitler sentía por las pirámides egipcias –una arquitectura construida para la muerte, en tanto “el orden es un pequeño desierto, por sí mismo creado”–12 y, asimismo, el absurdo proyecto arquitectónico de Albert Speer:

El ensayo de Canetti sobre el mundo arquitectónico ideal que Speer proyectó para Hitler, describe cómo “el placer de construir y la destrucción”, en la imaginación del paranoico, “están presentes y actúan uno al lado del otro de una forma aguda”. Los planes de Speer, en los que en ninguna parte se incluía la vida social de la sociedad, son los bastidores de una época muerta; representan la victoria de la ideología, que se congela en el panorama monumental. La nostalgia del orden total no necesita de la vida. Más bien, como Canetti señala en sus apuntes, su instinto es asesino.13

 

El poder y la libertad se manifiestan como la contraposición entre el estatismo y el movimiento; el emperador –como símbolo del poder detentado y a quien se le ha de ofrendar absolutamente toda la existencia hasta su más absoluta erradicación, “porque la muerte, como sabe la administración del castillo de Kafka, constituye el más arbitrario y, al mismo tiempo, más completo de todos los sistemas de orden”–14 debe permanecer inamovible sobre su trono, como una efigie o un monumento de sí mismo.

Por su parte, la libertad se antepone al poder en la concepción presistemática del nomadismo, tras percibir el carácter estructural de la novelística burguesa que remite indirectamente a las estructuras de poder, el cual “reconoce en el geometrismo del sistema que se desarrolla el laberinto del que el autor no sale ya”.15 Canetti buscará conformar bocetos sin planificación, los cuales eludirán todo sistema cerrado en un proceso holístico, digresivo y fragmentario, de apertura y constante aprendizaje; apostará, en suma, por la transformación del individuo mediante el viaje y la lectura.

En Austerlitz, la narración parece estar conformada por transiciones de espacios, estructuras arquitectónicas, que a la vez marcan la transformación del protagonista en la búsqueda de sus orígenes. El personaje, Jacques Austerlitz, evoluciona a pesar de que en la Centraal Station de Amberes, el fuerte Breendonk, el Palacio de Justicia de Bruselas, la estación de Liverpool Street o la Biblioteca Nacional del quai François-Mauriac, la naturaleza fallida de aquellas construcciones –que exceden la escala humana y se imponen sobre el individuo– contravienen su propia constitución, degradando sus funciones en una masa monumental y sin sentido; sólo podemos contemplar cómo “nuestros mejores planes, en su proceso de realización, se convertían exactamente en lo contrario”.16

En diversas entrevistas Sebald ha afirmado que su narrativa se desarrolla a partir de la técnica del bricolage de Claude Lévi-Strauss, la cual opone al sistema arquitectónico una suerte de yuxtaposición creativa, en la que el material fragmentario –conformado por vestigios de estructuras previas– se incorpora a una nueva obra, hasta que termina por acomodarse dentro del cuerpo que lo recibe, conformando un todo con sentido y renovando la composición que se ha elegido para él.17 Esta compleja técnica de composición se refleja a su vez en la metafísica de la historia de Jacques Austerlitz, la cual ofrece una solución al estatismo del poder manifiesto en la arquitectura: “partiendo de la distracción podía desarrollar las frases más equilibradas, y cómo, para él, la transmisión narrativa de sus conocimientos especializados era una aproximación gradual a una especie de metafísica de la historia, en la que lo recordado cobraba vida de nuevo”.18 Se trata de una manera de transitar, un paisaje que activa la memoria, involuntariamente manifiesta en las construcciones arquitectónicas.

Al inicio de Austerlitz, el encuentro entre el narrador anónimo y Jacques acontece en la Centraal Station de Amberes, bajo una inmensa cúpula de 70 metros de altura, una compleja y ecléctica estructura que se yergue como una efigie de la explotación colonial de las empresas belgas en el territorio africano a finales del siglo xix; constituye una conformación arquitectónica fallida que, a la par que conserva la historia, busca anular el pasado al entronizar a los dioses del progreso y la modernidad:

una concepción adoptada por Delacenserie en su concepción inspirada por el Panteón romano, de una forma tan impresionante, que incluso hoy, […] exactamente como era la intención del arquitecto, al entrar en la sala nos sentíamos como si, más allá de todo lo profano, nos encontrásemos en una catedral consagrada al comercio y al tráfico mundiales. Delacenserie tomó de los palacios del Renacimiento italiano los principales elementos de su monumental edificio […], pero había también reminiscencias bizantinas y moriscas, y quizá hubiera visto yo al llegar las redondas torrecillas de granito blanco y gris, cuyo único fin era despertar en el viajero asociaciones medievales. El eclecticismo de Delacenserie, en sí ridículo, que en la Centraal Station, en el vestíbulo de escaleras de mármol y en el techo de acero y cristal de las plataformas reunían pasado y futuro, era en realidad el medio estilístico consecuente de la nueva época […], y, por ello […], resultaba apropiado que en los lugares elevados, desde los que, en el Panteón romano, los dioses miraban a los visitantes, en la estación de Amberes se mostraran, en orden jerárquico, las divinidades del siglo xix: la Minería, la Industria, el Transporte, el Comercio y el Capital.19

La Centraal Station segmenta el espacio –al optimizar el transporte y reducir las distancias– y el tiempo –representado por el reloj que dominaba desde las alturas–; con aquella estructura arquitectónica, para Austerlitz tan parecida a una colmena, el rey Leopoldo pretendía –con la exaltación del capital y de unos medios de producción aparentemente ilimitados– determinar las conciencias y anular a los individuos, en la búsqueda irracional de un progreso inhumano. Y, sin embargo, en su presencia persistía cierto sentimiento de inestabilidad y contingencia, ya que “precisamente nuestros proyectos más poderosos eran los que traicionaban de forma más evidente nuestro grado de inseguridad”.20

Este sentimiento de inestabilidad condujo a Austerlitz, a través de profundas e iluminadoras asociaciones, a buscar modelos de las estructuras de la arquitectura militar, particularmente en los bastiones en forma de estrella de la fortaleza de Amberes y del fuerte Breendonk. Los arquitectos militares –en su proyección paranoide de enemigos imaginarios– idearon estructuras que propiciaban la conformación de círculos concéntricos, los cuales se ampliaban hasta ser interrumpidos abruptamente por los límites naturales de la orografía y ubicaban al defensor en el centro de un laberinto.

A finales del siglo XVIII, estos proyectos se condensaron en las fortalezas en estrella como forma ideal de defensa militar; para Austerlitz, su desmesurado diseño hacía de dichas fortificaciones construcciones fallidas que no conseguían cumplir su función:

en la práctica bélica, las fortalezas en estrella, que durante el siglo xviii se construyeron y perfeccionaron por todas partes, no cumplían su finalidad, porque, al estar centrado como se estaba en ese esquema, se había olvidado que, como era natural, las mayores fortalezas, atraían también el mayor poder enemigo, de forma que, en la medida en que uno se atrincheraba cada vez más, se situaba cada vez más hondamente a la defensiva y, por ello, en fin de cuentas, podía verse obligado a contemplar impotente, desde una plaza fortificada por todos los medios, cómo las tropas enemigas, al trasladarse a un terreno elegido por ellas en otra parte, dejaban sencillamente de lado aquellas fortalezas convertidas en verdaderos arsenales, erizadas de cañones y abarrotadas de hombres. Por eso había ocurrido con frecuencia que, precisamente por la adopción de medidas de fortificación –las cuales […] se caracterizaban básicamente por la tendencia a una elaboración paranoide–, se había mostrado el punto débil decisivo, abriendo la puerta al enemigo.21

El principal error del diseño de estas estructuras militares radicaba, en opinión de Austerlitz, en su inmovilidad, pues al erigirse como símbolos de un poder absoluto necesariamente habrían de exponerse a la artillería del enemigo; los estrategas militares se equivocaban esencialmente en su incapacidad de comprender que la suerte de una batalla “se decidía en el movimiento y no en la inmovilidad”.22

A partir de este motivo Sebald opondrá a los excesos de los sistemas arquitectónicos paranoides, la migración de las aves, reflejo de la forma en que Jacques Austerlitz aborda sus estudios sobre la arquitectura y que le permitirán ofrecer resistencia al carácter entrópico de estas edificaciones en la conformación de su metafísica de la historia, la cual conlleva aceptar la contingencia de una vida que se transforma constantemente, asumir el habitar transitorio como principio activo de la existencia:

a diferencia de las aves, que durante siglos construyen el mismo nido, tendíamos a proyectar nuestras empresas muy por delante de cualquier límite razonable. Habría que hacer alguna vez, dijo aún, un catálogo de nuestras construcciones, en el que aparecieran por orden de tamaño, y entonces se comprendería enseguida que las que se situaban por debajo del tamaño normal de la arquitectura doméstica –las cabañas de campo, los refugios de ermitaño, la casita de vigilante de exclusas, el pabellón de los niños en el jardín– eran las que nos ofrecían al menos un vislumbre de paz, mientras que de un edificio gigantesco como, por ejemplo, el Palacio de Justicia de Bruselas en la antigua colina del patíbulo, nadie que estuviera en su sano juicio podría afirmar que le gustase. En el mejor de los casos, se admiraba, y en esa admiración había ya una forma de espanto porque de algún modo sabíamos naturalmente que los edificios que crecen hasta lo desmesurado arrojan ya la sombra de su destrucción y han sido concebidos desde el principio con vistas a su existencia ulterior como ruinas…23

No sólo las edificaciones que pretenden representar las más altas instancias del comercio o de la guerra revelan su inestabilidad, sino también aquellas que representan la ley se ven anuladas cuando sus estructuras superan los límites de lo meramente humano. El segundo encuentro del narrador con Austerlitz acontece en el Palacio de Justicia, ubicado en el antiguo Monte del Patíbulo de Bruselas; construido en el transcurso del siglo xix por encargo de la burguesía belga; el Palacio de Justicia constituye la confluencia de sillares más grande de toda Europa. En un estilo que remite directamente a El castillo (Das Schloß, 1926) de Kafka, Austerlitz relata su tránsito por el interior de aquella monstruosidad arquitectónica:

en aquel edificio de más de setecientos mil metros cúbicos [había] pasillos y escaleras que no llevaban a ninguna parte, y habitaciones y salas sin puertas en las que nadie había entrado nunca y cuyo vacío de muros era el secreto más recóndito de todo poder sancionado. Austerlitz siguió contándome que, buscando un laberinto de iniciación de los francmasones, del que había sabido que se encontraba en el sótano o en el desván del Palacio, había vagado muchas horas por aquella montaña de piedra, por bosques de columnas, pasando junto a estatuas colosales, subiendo y bajando escaleras, sin que nadie le hubiera preguntado nunca qué quería. […] patios interiores como pozos, en los que nunca había penetrado un rayo de sol. Cada vez más lejos […], había ido por pasillos, unas veces torciendo a la izquierda y otras a la derecha, e interminablemente en línea recta, bajo muchos altos dinteles, y algunas veces había subido escaleras crujientes, de aspecto provisional, que salían aquí o allá de los pasillos principales y llevaban medio piso arriba o abajo, para acabar en oscuros callejones sin salida, a cuyo extremo había armarios de persiana, pupitres para escribir de pie, escritorios, sillones de oficina y otros elementos de mobiliario amontonados, como si alguien hubiera de resistir tras ellos. Sí, eso afirmó Austerlitz, incluso había oído decir que en el Palacio de Justicia, a causa de su complicación interna que superaba realmente toda imaginación, en el curso de los años, una y otra vez, en algunas salas vacías y en pasillos apartados se había podido establecer pequeños negocios, por ejemplo un estanco, una oficina de apuestas o un bar, y una vez incluso, al parecer, un servicio de caballeros en el sótano por alguien llamado Achterbos.24

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La ley que en su imbricado espacio, en su conformación laberíntica y monstruosa, pretende anteponer al orden de lo humano una instancia misteriosa y supraterrenal, declina en el exceso que ella misma manifiesta. Para Austerlitz, tanto la aspiración al monumentalismo como la enfermiza compulsión al orden acentúan la degradación de los sistemas arquitectónicos de la era capitalista; el orden deviene en caos, donde la estructura arquitectónica planificada y utilitaria, en su desmesura, abre paso al bricolage, a la incorporación de elementos externos que reestructuran el espacio y lo proveen de una utilidad que no estaba contemplada en los planos originales.

A finales de los años ochenta, se encontraba en reconstrucción la estación de Liverpool Street, localizada a un costado del Great Eastern Hotel, en un área donde antiguamente se ubicaba el convento de la orden de Santa María de Belén. La entrada de la estación se hundía en el subsuelo; Sebald la describe en su obra como un siniestro acceso al inframundo.

Tras penetrar en la estación, Jacques Austerlitz sigue los pasos de un misterioso ferroviario –que porta un turbante blanco– hasta el Ladies Waiting Room. Al recorrer esta obra en construcción, accede a un laberinto espectral, un espacio límbico que representa el final de un ciclo y el inicio de otro en un continuo proceso de construcción y destrucción de la personalidad del protagonista, cuya finalidad es liberar a su mente de la reclusión interna en que se encuentra, a la cual había sido conducido por la memoria voluntariamente suprimida. Así, los recuerdos, como placas tectónicas que se van reacomodando, hacen surgir algo nuevo en la mente de Austerlitz:

recuerdos tras los cuales y en los cuales se escondían cosas que se remontaban a mucho más atrás, siempre entrelazados entre sí, exactamente como las bóvedas laberínticas que creía reconocer en aquella luz gris polvorienta y que se continuaban en sucesión interminable. Realmente tenía la sensación […] de que en la sala de espera, en cuyo centro estaba yo como deslumbrado, contenía todas las horas de mi pasado, todos mis temores y deseos reprimidos y extinguidos alguna vez, como si el dibujo de rombos negros y blancos de las losas de piedra que tenía a mis pies fuera el tablero para la partida final de mi vida.25

En este punto ciego del relato, Austerlitz encuentra la clave de su propia existencia, reconoce su reclusión: cree encontrarse atrapado en las profundidades de un bastión en estrella, del cual busca escapar desesperadamente. En su mente, el laberinto cobra la forma de todas las construcciones que había recorrido a lo largo de su existencia. Pero la memoria no es estática, sino profundamente creativa: se desplaza sobre los objetos renovándolos y mostrando los signos de su emancipación.

Tal como señala Déotte, la negación del pasado o, más precisamente, su anulación fenoménica habrá de encontrarse integrada en la red de un circuito cerrado de la ciudad, en el cual debe manifestarse como una continuidad dentro de lo urbano y, por tanto, debe exponerse como algo explícito, o suplantada por una continuidad sin contrastes, uniforme, tal como Sebald describe las ciudades alemanas tanto en su obra literaria, particularmente en Austerlitz, como en diversas entrevistas.

La Biblioteca Nacional del quai François-Mauriac responde esencialmente a estos principios, pues, según Sebald, su conformación arquitectónica tiene como finalidad humillar al lector: considerándolo como un enemigo potencial lo aliena de su materia de estudio:

inspirado, evidentemente, en su monumentalismo, en el deseo del presidente de Estado de perpetuarse y que, como me di cuenta ya en mi primera visita, dijo Austerlitz, en todas sus dimensiones exteriores y su constitución interna, es contrario al ser humano y de antemano intransigentemente opuesto a las necesidades de cualquier lector verdadero. Si se llega a la nueva Biblioteca Nacional desde la place Valhubert, se encuentra uno al pie de una escalinata que rodea todo el complejo, de una longitud de trescientos o, mejor, trescientos cincuenta metros, en ángulo recto por ambos lados de la calle y compuesta por innumerables tablas de madera acanaladas, que parecen el zócalo de un zigurat. Si se trepa por lo menos cuatro docenas de escalones, tan estrechamente medidos como escarpados, lo que hasta para los visitantes jóvenes no carece de peligro […], se llega a una explanada, literalmente abrumadora para la vista, hecha a la vez que las mismas tablas acanaladas que la escalera, la cual se extiende entre las cuatro torres de veinte pisos de la biblioteca, que se alza en las esquinas, por una superficie de unos nueve campos de futbol.26

La arquitectura se manifiesta negativamente, como una extensión de la capacidad destructiva del hombre, en tanto reproduce los ciclos de la propia naturaleza a través de la violencia que ejerce sobre el medio ambiente y en la coacción sobre la percepción y los sentidos de aquellos que la habitan. Empero, las tensiones que surgen en la arquitectura son las tensiones de la historia y del recuerdo –pues la historia puede poseer componentes esencialmente negativos–, sobre todo aquella asociada al poder que es proclive a transformarse en una forma ritualística de olvido.

La historia, atrapada en las estructuras de poder, debe liberarse, activándose a través de una memoria productiva; en esto reside la metafísica de la historia desarrollada por Jacques Austeritz, porque la historia sólo adquiere sentido cuando se encuentra perpetuamente mediada por nuestra experiencia y es activada a través de nuestra fantasía.

BIBLIOGRAFÍA

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______, Pútrida patria. Ensayos sobre literatura, trad. Miguel Sáenz, Barcelona, Anagrama, 2005, 232 pp. ______, Vértigo, trad. Carmen Gómez, Barcelona, Debate, 2001, 206 pp.
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Perez Gay, José María, “Entrevista a W. G. Sebald”, Asociación de amigos del arte y la cultura de Valladolid, consultado el 12 de diciembre de 2014 en: <http://www.ddooss.org/articulos/ entrevistas/Sebald.htm>

 


1 Winfried Georg Maximilian Sebald Austerlitz, trad. Miguel Sáenz, Barcelona, Anagrama, 2002, 302 pp. (Panorama de narrativas). [Austerlitz, München (Viena), Carl Hanser Verlag, 2001, 418 pp.]

2 Juhani Pallasmaa, La imagen corpórea. Imaginación e imaginario en la arquitectura, Barcelona, Gustavo Gili, 2014, p. 128.

3 Por otra parte, en su doble manifestación, interna y externa, el laberinto tiene una estrecha relación con el espacio urbano, el cual, según Jean-Louis Déotte, ofrece una continuidad de signos en disrupción. Así lo explica al referirse a la obra de Alfred Döblin, Berlín, Alexanderplatz (1929), la cual, junto con Ulises (1922) de Joyce y Manhattan Transfer (1925) de Dos Passos, fue una de las principales novelas de ciudad de principios del siglo xx: “Son los ensueños del interior, un interior saturado donde todas las superficies disponibles soportan inscripciones. Es decir, que la verdad de semejante lugar será una literatura de citas y un arte de carteles. ¿Por qué? Es que el material de base que utiliza este aparato es la ensoñación, por tanto, una temporalidad continuista que invalida todo pensamiento de negación”. Jean-Louis Déotte, La ciudad porosa: Walter Benjamin y la arquitectura, Santiago, Metales Pesados, 2013, p. 96.

4 En su ensayo “El laberinto”, Esther Cohen considera al laberinto como parte central de la exégesis cabalística, en la búsqueda de un sentido trascendental dentro de los textos sagrados. Acta poética, pp. 9-10, 1989, consultado el 13 de diciembre de 2014 en <http://www.iifilologicas.unam.mx/actapoetica/uploads/numeros/AP9-10/ap9-10_esthercohen_ellaberinto.pdf>

5 Déotte, op. cit., p. 51.

6 W. G. M. Sebald se doctoró en la Universidad de East Anglia (1972), Inglaterra, con el trabajo titulado El mito de la destrucción en la obra de Döblin (Der Mythos der Zerstörung im Werk Döblins, 1980); más tarde ampliaría los principios que guiaron aquella labor en dos ensayos: “Alfred Döblin o la desconfianza política de los literatos burgueses” (“Alfred Döblin oder die politische Unzuverlässigkeit des bürgerlichen Literaten”) y “Perversiones prusianas. Opiniones sobre literatura y violencia, basadas en la obra temprana de Alfred Döblin” (“Preussische Perversionen. Anmerkungen zum Thema Literatur und Gewalt, ausgehend vom Frühwerk Alfred Döblins”), ambos publicados en el Internationale Alfreds Döblin-Kollokien 1980-1983, pp. 133-139 y 231-238. En estos ensayos, así como en las colecciones La descripción de la infelicidad (Die Beschreibung des Unglücks, 1985), Pútrida patria (Unheimliche Heimat, 1991) [trad. Miguel Sáenz, Barcelona, Anagrama, 2005] y los compendiados por Sven Mayer en Campo santo (2003) [trad. Miguel Sáenz, Barcelona, Anagrama, 2007 (Panorama de narrativas)], Sebald conformó una poética ecfrástica que aplicó con éxito en su producción narrativa.

7 En contraste con la novelística moderna, las obras generadas dentro del tiempo mítico se desarrollaban a lo largo de distintas generaciones; su conformación espacio-temporal se dilataba, en tanto la constitución del individuo aún no había limitado su percepción y en aquellas historias se podía relatar tanto sincrónicamente (en acontecimientos sucesivos, como en la Ilíada) como diacrónicamente (a través de generaciones, como ocurre en el Ramayana).

8 “A partir de su papel original de liberación y protección, la arquitectura se puede convertir también en un vehículo de opresión […] a menudo las imágenes de transparencia en la arquitectura actual enmascaran estructuras de poder jerárquico, planes dictatoriales y estrategias económicas de explotación. […] A lo largo de la historia, la arquitectura ha glorificado el poder y la dominación por medio de su importante lenguaje de orden y autoridad. Las imágenes arquitectónicas tematizadas y estabilizadas actuales enmascaran a menudo una descarada explotación económica, ideológica y cultural”. Pallasmaa, op. cit., p. 145.

9 “Por lo general, la arquitectura se entiende como arte del espacio, pero tiene la misma importancia como mecanismo de articulación del tiempo. A la vez que domestica el espacio natural y ‘salvaje’ carente de significado, otorga al tiempo físico ilimitado una medida humana y lo transforma en tiempo humano y civilizado. El arte y la arquitectura nos ayudan a enfrentarnos al ‘terror del tiempo’, por utilizar el provocador concepto de Karsten Harries.” Ibidem, p. 138.

10 Elias Canetti apud W. G. M. Sebald, “‘Summa scientiae’: Sistema y crítica del sistema en Elias Canetti”, en Pútrida patria, op. cit., p. 67.

11 Ibidem, p. 62.

12 Ibidem, p. 64.

13 Ibidem, p. 63.

14 Idem.

15 Ibidem, p. 68.

16 Sebald, Austerlitz, op. cit., p. 33.

17 Sebald afirmó elaborar sus escritos “de acuerdo al sistema del bricolage, en el sentido de Lévi-Strauss. Una forma de trabajo salvaje y extraña, una suerte de pensamiento pre-racional: los hallazgos literarios se van acumulando accidentalmente, van cayendo por azar hasta que se acomodan y riman unos con otros”, José María Perez Gay, “Entrevista a W. G. Sebald”, Asociación de amigos del arte y la cultura de Valladolid, consultado el 13 de diciembre de 2014 en <http://www.ddooss.org/articulos/entrevistas/Sebald.htm>. Dicho procedimiento, derivado evidentemente de las teorías que Lévi-Strauss exploró en El pensamiento salvaje, posee claras similitudes con las técnicas de composición que Alfred Döblin –bajo otros principios– aplicó a su novela Berlín, Alexanderplatz y, como ya se ha visto, con los procesos narrativos holísticos que Elias Canetti desarrolló después de publicar su única novela, Auto de fe.

18 Sebald, Austerlitz, p. 16; las cursivas son mías.

19 Ibidem, pp. 15-16.

20 Ibidem, p. 18.

21 Ibidem, pp. 19-20.

22 Ibidem, p. 20.

23 Ibidem, pp. 22-23.

24 Ibidem, pp. 33-34.

25 Ibidem, p. 139.

26 Ibidem, p. 75.