Traducción:  Gabriel Astey

Revisión: Alejandra Solís

 

Erixímaco: ¡Oh, Sócrates, me muero!… ¡Dame un poco de espíritu! ¡Sírveme ideas! ¡Hazme paladear tus agudos enigmas!… ¡Este festín implacable sobrepasa cualquier apetito concebible y toda sed digna de fe! ¡Qué sensación la de sobrevivir a las cosas buenas y heredar una digestión!… ¡Mi alma no es más que un sueño que la materia hace al luchar consigo misma!… ¡Oh, cosas buenas y demasiado buenas, os ordeno terminar de pasar!… ¡Ah!, tras el ocaso, cuando hemos sido presa de lo mejor que hay en el mundo, este terrible bien, multiplicado por la duración, hace sentir una presencia insoportable… ¡En definitiva, perezco por un deseo insensato de cosas secas y serias y por completo espirituales!… Permíteme sentarme junto a Fedro y junto a ti; y, deliberadamente de espaldas a estas viandas que siempre se renuevan y a estas urnas inextinguibles, deja que incline hacia tus palabras la copa suprema de mi espíritu. ¿De qué hablan?

Fedro: De nada, todavía. Vemos comer y beber a nuestros semejantes…

Erixímaco: Pero, ¿no meditaba Sócrates sobre algo? ¡Jamás puede quedarse solitario, ensimismado y silencioso hasta el alma! Le sonreía tiernamente a su demonio interior desde la orilla tenebrosa del festín. ¿Qué murmuran tus labios, querido Sócrates?

Sócrates: Me dicen dulcemente: el hombre que come es el más justo de los hombres…

Erixímaco: Aquí está ya el enigma, y el apetito espiritual que tiene encomendado despertar…

Sócrates: El hombre que come, dicen mis labios, nutre sus bienes y sus males. Cada bocado que siente fundirse y dispersarse dentro de sí lleva indistintamente nuevas fuerzas a sus virtudes y a sus vicios; alimenta sus penas tal y como engorda sus esperanzas; y se divide en partes entre las pasiones y las razones. El amor lo necesita tanto como el odio; y mi alegría y mi amargura, mi memoria y mis proyectos se reparten como hermanos la sustancia de un mismo bocado. ¿Qué piensas de esto, hijo de Acumeno?

Erixímaco: Pienso que pienso igual que tú.

Sócrates: Oh, médico que eres, admiro silenciosamente los actos de todos estos cuerpos que se alimentan. Cada cual, sin saberlo, entrega equitativamente lo que recibe a cada una de las oportunidades de vida y a cada una de las semillas de muerte que hay en él. No saben lo que hacen, pero lo hacen como dioses.

Erixímaco: Lo he observado por largo tiempo: todo lo que entra en el hombre se comporta inmediatamente después como le place al destino. Se diría que el istmo de la garganta es el umbral de necesidades caprichosas y del misterio organizado. Ahí, la voluntad cesa, y el imperio cierto del conocimiento. Esta es la razón por la que he renunciado, al ejercer mi arte, a todas esas drogas inconstantes que el común de los médicos prescribe contra la diversidad de las enfermedades, y, por eso, me apego estrictamente a los remedios evidentes, conjugados el uno contra el otro por su propia naturaleza.

Fedro: ¿Qué remedios?

Erixímaco: Son ocho: el calor, el frío; la abstinencia y su contrario; el aire y el agua; el reposo y el movimiento. Eso es todo.

Sócrates: Pero para el alma no hay más que dos, Erixímaco.

Fedro: ¿Cuáles son?

Sócrates: La verdad y la mentira

Fedro: ¿Cómo es eso?

Sócrates: ¿No son entre ellas como la vigilia y el sueño? ¿No buscas el despertar y la luz cuando eres presa de las pesadillas? ¿No es el sol mismo el que nos resucita y los cuerpos sólidos los que nos fortalecen? Pero, en revancha, ¿no pedimos al sueño y a los sueños que disuelvan el fastidio y suspendan las penas que nos ocupan en el mundo diurno? Y así, huimos del uno al otro, invocando al día en medio de la noche, e implorando, al contrario, por las tinieblas, mientras hay luz; ansiosos de saber, muy contentos de ignorar, buscamos en lo que existe un remedio para lo que no existe, y, en lo que no existe, un alivio para lo que existe. Ora lo real, ora la ilusión, nos reúnen; y el alma, en definitiva, no tiene otros recursos que la verdad, su arma; y la mentira, su armadura.

Erixímaco: Bueno, bueno… Pero, ¿no le temes, querido Sócrates, a cierta consecuencia de la idea que ha llegado a ti?

Sócrates: ¿Qué consecuencia?

Erixímaco: Esta: la verdad y la mentira tienden al mismo fin… Es la misma cosa la que, abordada de diferente forma, nos vuelve mentirosos o veraces; así como el frío o el calor ora nos atacan, ora nos protegen, del mismo modo hacen la verdad y la mentira, y las voluntades opuestas que con ellas se relacionan.

Sócrates: Nada más cierto. Yo no puedo hacer nada. Es la vida misma la que así lo quiere: tú sabes mejor que yo que ella se vale de cualquier recurso. Todo le sirve, Erixímaco, para no acabar jamás. No concluye sino en sí misma… ¿No es ella ese movimiento misterioso que, por la senda de todo lo que llega a mí, me transforma incesantemente en mí mismo y me trae con rapidez a ese mismo Sócrates para que lo encuentre de nuevo, y suceda que, suponiendo necesariamente que lo reconozco, ¡soy yo! La vida es una mujer que baila y que cesaría divinamente de ser mujer si pudiera alcanzar las nubes con los saltos que da. Pero como no podemos llegar al infinito, ni en los sueños ni en la vigilia, ella, de forma parecida, vuelve a ser siempre la misma; deja de ser copo, pájaro, idea; deja de ser, a fin de cuentas, todo lo que deseó que fuera la flauta que ella misma fue, pues la propia Tierra, que la envió, la llama y la devuelve toda palpitante a su naturaleza de mujer y a su amigo…

Fedro: ¡Milagro!… ¡Hombre maravilloso!… ¡Casi un verdadero milagro! ¡Apenas hablas, engendras lo que hace falta!… ¡Tus imágenes no pueden ser solamente imágenes!… ¡He aquí, precisamente –como si de tu boca creadora naciera una abeja y otra abeja y otra abeja–, he aquí al coro alado de las ilustres bailarinas!… ¡El aire resuena y zumba con presagios orquestales!… Todas las antorchas se encienden… ¡El murmullo de las durmientes se transforma; y, sobre los muros agitados por las llamas, las sombras inmensas de las ebrias se maravillan y se inquietan! ¡Vean cómo viene hacia acá esa tropa a medias ligera y a medias solemne! ¡Entran como almas!

Sócrates: ¡Por los dioses, las luminosas bailarinas!… ¡Qué viva y graciosa introducción a los pensamientos más perfectos!… Sus manos hablan y sus pies parecen escribir. ¡Qué precisión la de estos seres, que se estudian a sí mismas para emplear tan felizmente sus suaves fuerzas!… ¡Todas mis dificultades me abandonan y no hay ahora ningún problema que me ocupe, tanto así obedezco con alegría a la movilidad de estas figuras! Aquí, la certidumbre es un juego; se diría que el conocimiento ha encontrado su acto y que, de golpe, la inteligencia se presta a gracias espontáneas… ¡Miren a aquélla!… la más delgada y la más absorta en la pura exactitud… ¿Quién es? Es deliciosamente dura e inexpresablemente flexible… Entrega, toma y recobra la cadencia con tal justeza que, si cierro los ojos, la veo claramente con los oídos. La sigo y la encuentro y no logro jamás perderla; y si, con las orejas tapadas, la miro, tanta música y ritmo hay en ella, que me resulta imposible no escuchar las cítaras.

Fedro: Es Rodofis, creo, la que te cautiva.

Sócrates: Pues la oreja y el tobillo de Rodofis están maravillosamente ligados… ¡Qué exacta es! En ella, los viejos tiempos rejuvenecen por completo.

Erixímaco: ¡No, Fedro, no!… Rodofis es la otra, la que es tan dulce y tan dispuesta a las caricias sin fin de nuestros ojos.

Sócrates: Pero, entonces, ¿quién es el pequeño monstruo de flexibilidad?

Erixímaco: Rodonia.

Sócrates: La oreja y el tobillo de Rodonia están maravillosamente ligados.

Erixímaco: Por lo demás, las conozco a todas, y una por una. Les puedo decir los nombres de todas; se acomodan muy bien en un pequeño poema, fácil de memorizar: –Nips, Nema, Nifoé; –Nikteris, Néfele, Nexis; –Rodofis, Rodonia, Ptilé… En cuanto a ese bailarín tan feo, le llaman Netarión… Pero todavía no entra la reina del Coro.

Fedro: ¿Y quién es la reina de estas abejas?

Erixímaco: ¡La asombrosa y extremada bailarina Athikté!

Fedro: ¡Qué bien las conoces!

Erixímaco: ¡Todas estas personas encantadoras tienen también otros nombres! Unos se los pusieron sus padres; y otros, sus íntimos…

Fedro: ¡Tú eres el dichoso íntimo!… Las conoces demasiado bien.

Erixímaco: Las conozco bastante mejor que bien y, de cierta manera, un poco mejor de lo que ellas se conocen a sí mismas. Ay, Fedro, ¿acaso no soy el doctor? ¡En mí, gracias a mí, los secretos de la medicina se intercambian por los secretos de las bailarinas! Me buscan por cualquier cosa: torceduras, espinillas, fantasmas, penas del corazón, los diversos accidentes de su profesión (y esos accidentes sustanciales que tan fácilmente derivan de una carrera tan movediza); y también por sus enfermedades misteriosas. Algunas sufren de celos, ya sean artísticos o pasionales; ¡otras padecen en sueños!… ¿Me creerías que basta con que me murmuren un sueño que las atormenta para que yo logre descubrir, por ejemplo, una alteración en un diente?

Sócrates: Hombre admirable, que sabes de los dientes mediante sueños, ¿crees que los filósofos tengan los suyos todos picados?

Erixímaco: ¡Que los dioses me preserven de la mordida de Sócrates!

Fedro: ¡Mejor veamos esos brazos y esas piernas innumerables!… Algunas mujeres representan mil cosas. Mil antorchas, mil peristilos efímeros, parras, columnas… Las imágenes se funden, se desvanecen… ¡Son un bosquecillo de ramas hermosas, agitadas por la brisa de la música! ¿Es esto un sueño, oh Erixímaco, que significa más tormentos y más peligrosas alteraciones de nuestro espíritu?

Sócrates: Pues es precisamente lo contrario de un sueño, querido Fedro.

Fedro: Pues yo, yo sueño… y sueño con la dulzura, multiplicada indefinidamente por sí misma, de estos reencuentros y estos cambios de formas de vírgenes. Sueño con los contactos inexpresables que se producen en el alma, entre los tiempos, la blancura y los pasos de esos miembros mesurados, y los acentos de esta sinfonía muda sobre la cual todas las cosas parecen pintadas y transportadas. Respiro, como un olor almizclado y compuesto, una mezcla de niñas seductoras; y mi presencia se extravía en un laberinto de gracias, en el que cada una se pierde con una compañera y se reencuentra con otra.

Sócrates: Alma voluptuosa, ve aquí lo contrario de un sueño, el azar está ausente… Pero, ¿qué es lo contrario de un sueño, sino otro sueño?… ¡Un sueño de vigilancia y tensión que la Razón misma soñaría! Y, ¿qué soñaría la Razón? Si la Razón soñara, dura, erguida, con ojo avizor y la boca cerrada, como dueña de sus labios, lo que soñaría, ¿no sería lo que ahora vemos? ¿Ese mundo de fuerzas exactas e ilusiones estudiadas? ¡Un sueño, un sueño, pero penetrado por completo de simetría, todo orden, todo actos y secuencias!… ¿Quién sabe qué leyes augustas sueñan aquí que adquieren formas claras y concordantes con el designio de manifestar a los mortales cómo lo real, lo irreal y lo inteligible pueden fundirse y combinarse de acuerdo con el poder de las Musas?

Erixímaco: Es muy cierto, Sócrates, que el tesoro de estas imágenes es invaluable… ¿No crees que lo que ahora vemos sea precisamente el pensamiento de los Inmortales, y que la infinitud de estas nobles semejanzas, de estas conversiones, inversiones y diversiones inagotables que se responden y se encadenan bajo nuestros ojos nos conduzca al conocimiento divino?

Fedro: ¡Qué puro y gracioso es el pequeño templo rosa y redondo que forman ahora, y que gira lentamente, como la noche!… ¡Se disuelve en muchachas, las túnicas vuelan, y los dioses parecen cambiar de idea!…

Erixímaco: En este momento, el pensamiento divino es esta abundancia multicolor de grupos de figuras sonrientes; ella engendra las repeticiones de estas maniobras deliciosas, de estos torbellinos voluptuosos que se forman con dos o tres cuerpos y que ya no pueden romperse… Una de ellas está como cautiva. ¡Ya no escapará de los encadenamientos encantados!…

Sócrates: Pero, ¿qué hacen de pronto?… ¡Se entremezclan!, ¡huyen!…

Fedro: Vuelan hacia las puertas. Se inclinan para recibirla.

Erixímaco: ¡Athikté! ¡Athikté!… ¡Oh, dioses!… ¡Athikté, la palpitante!

Sócrates: Ella no es nada.

Fedro: ¡Pajarito!

Sócrates: ¡Cosa incorpórea!

Erixímaco: ¡Cosa invaluable!

Fedro: ¡Oh, Sócrates, se diría que obedece a figuras invisibles!

Sócrates: ¡O que se entrega a un noble destino!

Erixímaco: ¡Mira, mira!… Ella empieza, ¿ves?, con un andar divino: es una simple marcha circular… Empieza con lo supremo de su arte; camina con naturalidad sobre la cima que ha alcanzado. Esta segunda naturaleza es lo más alejado que hay de la primera, pero es necesario que se le parezca hasta el punto de confundirse con ella.

Sócrates: Disfruto como nadie de su magnífica libertad. Las demás, mientras tanto, están fijas y como encantadas. Los músicos se escuchan y no la pierden de vista… Ellas se unen a la música y parecen insistir en la perfección de su acompañamiento.

Fedro: Una de ellas, de coral rosa, y doblada en forma muy curiosa, sopla en una enorme concha.

Erixímaco: La muy alta flautista de muslos torneados, el uno y el otro juntos y trenzados, estira un pie elegante cuyo pulgar marca el compás. Oh, Sócrates, la bailarina, ¿qué te hace pensar?

Sócrates: Erixímaco, este pequeño ser da qué pensar… Reúne en sí, asume una majestad que era confusa para todos nosotros, y que habitaba imperceptiblemente en los partícipes del desenfreno… ¡Una simple marcha, y hela aquí vuelta diosa!; ¡y nosotros, casi dioses! ¡Una simple marcha, la secuencia más sencilla!… Se diría que compra el espacio con actos bien iguales, y que golpea con el talón las efigies sonoras del movimiento. Parece enumerar y contar en piezas de oro puro lo que nosotros gastamos distraídamente en vulgar moneda de comercio, cuando caminamos hacia cualquier destino.

Erixímaco: Querido Sócrates, ella nos enseña lo que hacemos, y muestra claramente a nuestras almas lo que nuestros cuerpos llevan a cabo a ciegas. A la luz de sus piernas, nuestros movimientos inmediatos nos parecen milagros. Nos asombran al fin, tanto como es necesario.

Fedro: Según tú, con lo que esta bailarina tendría de socrático, ¿nos enseñaría, en cuanto a la manera de andar, a conocernos un poco mejor?

Erixímaco: Precisamente. Nuestros pasos nos resultan tan fáciles y familiares que nunca tienen el honor de ser considerados en sí mismos, y como actos extraños (a menos que, lisiados o tullidos, la privación nos conduzca a admirarlos)… Aquí ellos nos guían, como saben hacerlo, a nosotros, que los ignoramos ingenuamente; y, según el terreno, el propósito, el humor, el estado del caminante, o incluso el alumbrado del camino, son siempre lo que son: los perdemos sin darnos cuenta.

Pero considera la procesión perfecta de Athikté sobre el suelo, sin defecto, libre, precisa y apenas elástica. Ella coloca con simetría, sobre este espejo de sus fuerzas, sus apoyos alternados: el talón lleva al cuerpo hacia la punta, el otro pie pasa y recibe al cuerpo, y lo lanza de nuevo hacia delante; y así, y así; mientras, la cima adorable de su cabeza traza en el presente eterno el frente de una ola ondulada.

Como aquí el suelo es, en cierta forma, absoluto, pues está cuidadosamente desprovisto de cualquier motivo de arritmia e incertidumbre, esta marcha monumental –que no tiene otro fin que sí misma, y cuyas impurezas variables, todas, han desaparecido– se vuelve un modelo universal.

Mira qué belleza, qué total seguridad del alma surge de la longitud de sus nobles cruzamientos. La amplitud de sus pasos es acorde con su número, que emana directamente de la música. Pero el número y la longitud están, por otra parte, en armonía secreta con la estatura.

Sócrates: Hablas tan bien de esas cosas, docto Erixímaco, que no puedo renunciar a verlas de acuerdo con tu pensamiento. Contemplo a esta mujer en marcha, que me provoca una sensación de inmovilidad. Sólo me apego a la igualdad de los compases.

Fedro: Se detiene, en medio de las gracias conmensurables…

Erixímaco: ¡Vean!

Fedro: Ahora cierra los ojos…

Sócrates: Está entera en sus ojos cerrados y del todo sola con su alma en el seno de la íntima atención… Se siente a sí misma convertirse en algún suceso.

Erixímaco: Miren… ¡Silencio, silencio!

Fedro: Delicioso instante… Este silencio es contradicción… ¿Cómo hacer para no gritar: silencio?

Sócrates: Instante absolutamente virgen. Y después, instante en el que algo debe romperse en el alma, en la espera, en la asamblea… Algo se rompe… Y, mientras, es también como una soldadura.

Erixímaco: ¡Oh, Athikté! ¡Eres excelente en la inminencia!

Fedro: La música dulcemente parece tomarla de otra manera, la levanta…

Erixímaco: La música cambia su alma.

Sócrates: En este momento que muere, sois omnipotentes, ¡oh Musas!

¡Suspenso delicioso del aliento y de los corazones!… La pesantez cae a sus pies; y ese gran velo que se abate sin ruido nos lo hace comprender. No debemos ver su cuerpo sino en movimiento.

Erixímaco: Sus ojos vuelven a la luz.

Fedro: ¡Gocemos del muy delicado instante en que su voluntad cambia!… Como el pájaro que llega al límite del techo, golpea en el hermoso mármol y cae en picada…

Erixímaco: Nada amo más que lo que va a suceder ahora; e incluso en el amor, no encuentro nada que le gane en voluptuosidad a los sentimientos aurorales. De todas las horas del día, el alba es mi predilecta. Por eso deseo ver con tierna emoción cómo despunta en esta criatura el movimiento sagrado. ¡Miren! Nace de esa mirada furtiva que, invencible, jala la cabeza desde la dulce nariz hasta los hombros luminosos… Y toda la fibra de su cuerpo rotundo y nítido, desde la nuca hasta el talón, se acentúa y se tuerce progresivamente; y toda ella tiembla… Traza con lentitud el nacimiento de un salto… Nos impide respirar hasta el momento en que brinca, y responde con un acto brusco al estrépito esperado e inesperado de los estridentes platillos.

Sócrates: ¡Oh!, ¡he aquí por fin que entra en lo excepcional y penetra en lo imposible!… ¡Qué parecidas son nuestras almas, oh amigos míos, delante de esta maravilla, que es igual y entera para cada una de ellas!… ¡De qué manera beben juntas la belleza!

Erixímaco: ¡Toda ella se vuelve danza y se consagra toda al movimiento total!

Fedro: Primeramente, con sus pasos plenos de espíritu, parece borrar de la tierra todo cansancio y toda tontería. Y hace para sí una morada un poco más allá de las cosas, y se diría que se fabrica un nido con sus brazos blancos. Pero en este momento, ¿no parece que teje con los pies un tapiz indefinible de sensaciones?… Ella crece y decrece, entreteje la tierra con la duración… ¡Qué encantadora obra, la labor preciosísima de sus pulgares inteligentes, que atacan, esquivan, atan, desatan, se persiguen, se escapan! ¡Qué hábiles son, qué vivos, estos obreros puros de las delicias del tiempo perdido!… ¡Los pies platican entre sí y disputan como palomas!… ¡El mismo pedazo de suelo los hace pelearse como por una semilla!… ¡Se enfurecen juntos e incluso chocan en el aire!… ¡Por las Musas, jamás pies algunos le han dado a mi boca tanta envidia!

Sócrates: ¡Así pues, tu boca tiene envidia de la volubilidad de esos pies prodigiosos! ¡Quisieras sentirle alas a tus palabras y adornar tu discurso con figuras tan vivas como sus saltos!

Fedro: ¿Yo?

Erixímaco: ¡Lo único que quiere es picotear a las pedestres tortolitas!… Es un efecto de la atención apasionada con que se entrega al espectáculo de la danza. ¿Qué cosa más natural, Sócrates, qué cosa más ingenuamente misteriosa?… Nuestro Fedro está todo embelesado por las puntas y las piruetas deslumbrantes que dan justificado renombre a los pulgares de Athikté; se los come con los ojos, les acerca el rostro; ¡se imagina que siente correr por los labios los ágiles ónices! ―¡No te disculpes, querido Fedro, no seas el más perturbado del mundo!… No has experimentado nada que no sea legítimo y oscuro y, por lo tanto, perfectamente concordante con la maquinaria de los mortales. ¿Acaso no somos una fantasía organizada? Y nuestro sistema viviente, ¿no es una incoherencia que funciona y un desorden que actúa? ―Los acontecimientos, los deseos, las ideas, ¿no se intercambian dentro de nosotros de la manera más necesaria y más incomprensible?… ¡Qué cacofonía de causas y efectos!…

Fedro: Pues has explicado muy bien lo que yo inocentemente sentía.

Sócrates: En verdad, querido Fedro, no te emocionaste sin razón. Entre más la veo, yo también, más maravillas me digo a mí mismo. Me pregunto, ¿cómo logró la naturaleza encerrar en esta niña tan frágil y tan fina semejante monstruo de fuerza y prontitud? Hércules transformado en golondrina, ¿existe ese mito? ―Y ¿cómo una cabeza tan pequeña, y apretada como una piña de pino, puede engendrar infaliblemente esas mil preguntas y respuestas entre los miembros y esas dubitaciones sorprendentes que produce y reproduce, repudiándolas incesantemente, recibiéndolas de la música y de inmediato dándolas a luz?

Erixímaco: ¡Yo, por mi parte, me imagino la potencia de las alas de un insecto, cuya vibración innumerable sostiene indefinidamente la marcha, el peso y el coraje!…

Sócrates: Aquella se debate en la telaraña de nuestra mirada como una mosca atrapada. ¡Pero mi espíritu curioso corre por la tela tras ella y quiere devorar lo que hace!…

Fedro: Querido Sócrates, ¿qué no puedes disfrutar nada sino a ti mismo?

Sócrates: Amigos míos, ¿qué es propiamente la danza?

Erixímaco: ¿No es lo que ahora vemos? ―¿Qué cosa más clara buscas en la danza, que la danza misma?

Fedro: Nuestro Sócrates no cesa hasta que no alcanza el alma de toda cosa: inclusive, ¡el alma del alma!

Sócrates: Pero ¿qué es la danza, y qué pueden decir de los pasos?

Fedro: ¡Ah! ¡Gocemos todavía un poco, ingenuamente, de estos bellos actos!… A la derecha, a la izquierda, hacia atrás, hacia delante, y hacia arriba y hacia abajo, parece ofrecer regalos, perfumes, incienso, besos y su vida misma a todos los puntos de la esfera y a los polos del universo…

Dibuja rosas, lazos, estrellas en movimiento y recintos mágicos… Salta fuera de círculos apenas cerrados… ¡Salta y corre tras fantasmas!… ¡Coge una flor que de inmediato se vuelve una sonrisa!… ¡Ah! ¡Cómo protesta por su existencia con una ligereza inagotable!… Se pierde en medio de los sonidos, se recobra en un hilo… ¡Es la flauta caritativa quien la salva! ¡Ah, melodía!…

Sócrates: Se diría que, ahora, todo a su alrededor son espectros… ¡Los engendra al huir de ellos; pero si, de golpe, se da vuelta, nos parece que se le muestra a los inmortales!…

Fedro: ¿No es ella acaso el alma de los mitos y la escapada por todas las puertas de la vida?

Erixímaco: ¿Crees que ella sepa alguna cosa de esto?, ¿y que se envanezca de engendrar otros prodigios que no sean puntapiés muy altos, y pasos y saltos trenzados que perfeccionó penosamente durante su aprendizaje?

Sócrates: Es verdad que se pueden ver las cosas bajo esa luz indiscutible. ¡Un ojo frío la juzgaría fácilmente como una demente, a esta mujer desarraigada de forma tan extraña, y que se arranca sin cesar de su propia forma, mientras sus miembros vueltos locos parecen disputarse la tierra y el aire, y mientras su cabeza se trastoca, arrastrando por el suelo una cabellera desatada, y una de sus piernas ocupa el lugar de la cabeza, y con el pulgar traza quién sabe qué signos en el polvo!… En suma, ¿para qué todo eso? ―Basta con que el alma se empecine y se niegue, para no concebir más que la rareza y repugnancia de esta agitación ridícula… Pues si tú lo quieres, alma mía, ¡todo esto es ridículo!

Erixímaco: Por lo tanto, según tu humor, ¿puedes comprender o no comprender; encontrar bello algo, o ridículo, a voluntad?

Sócrates: Haría falta que así fuera…

Fedro: ¿Quieres decir, Sócrates, que tu razón considera a la danza como una extranjera, cuyo lenguaje desprecia y cuyas costumbres le resultan inexplicables, sino chocantes, e inclusive, por completo obscenas?

Erixímaco: ¡A veces creo que la razón es la facultad del alma de no entender nada del cuerpo!

Fedro: A mí, Sócrates, la contemplación de la bailarina me hace pensar bastantes cosas y relaciones entre cosas que, sobre la marcha, se adueñan de mi pensamiento, y piensan, de algún modo, en lugar de Fedro. Encuentro en mí claridades que no hubiera obtenido jamás de la sola presencia de mi alma…

Hace un momento, por ejemplo, me pareció que Athikté representaba al amor. ―¿Qué clase de amor? ―¡Ni éste ni aquél; ni alguna miserable aventura! ―Ciertamente, no representaba el personaje de una amante… ¡Nada de imitación, nada de teatro! ¡No, no! ¡Nada de ficción! ¿Para qué fingir, amigos míos, cuando se tiene el movimiento y la medida, que son lo que hay de real en lo real?… ¡Ella era el ser mismo del amor! ―Pero, ¿qué es el amor? ―¿De qué está hecho? ―¿Cómo definirlo y pintarlo? ―Sabemos bien que el alma del amor es la diferencia invencible de los amantes, y que su materia sutil es la identidad de los deseos de ellos. Es necesario entonces que la danza engendre, mediante la sutileza de los trazos, la divinidad de los impulsos y la delicadeza de las puntas estacionarias, a esta criatura universal que no tiene cuerpo ni rostro, pero que tiene dones, luces y destinos, que tiene vida y muerte; y que no es sino vida y muerte, pues el deseo, una vez nacido, no conoce el sueño ni la tregua.

Por eso, sólo la bailarina puede hacerlo visible con sus bellos actos. ¡Toda ella, Sócrates, toda ella era el amor! ¡Era juegos y lágrimas y fingimientos inútiles! Encantos, caídas, ofrendas; y las sorpresas, y los síes, y los noes, y los pasos tristemente perdidos… Celebraba todos los misterios de la ausencia y de la presencia; ¡parecía rozar por momentos catástrofes inefables! Pero ahora, por el favor de Afrodita, mírenla. ¿No es de repente una verdadera ola del mar? ―De pronto más pesada, y de pronto más liviana que su cuerpo, salta, como si tropezara con una roca, y cae suavemente… ¡Es una ola!

Erixímaco: ¡Fedro pretende a toda costa que ella represente alguna cosa!

Fedro: ¿Qué piensas tú, Sócrates?

Sócrates: ¿Si representa alguna cosa?

Fedro: Sí. ¿Crees que representa alguna cosa?

Sócrates: Cosa ninguna, querido Fedro. Y, sin embargo, cualquier cosa, Erixímaco. Tanto el amor como el mar, y la vida misma, y los pensamientos… ¿No sienten ustedes que ella es el acto puro de las metamorfosis?

Fedro: Divino Sócrates, tú sabes qué clase de confianza, simple y singular, he depositado, después de conocerte, en tus luces incomparables: no puedo entenderte sin creerte, ni creerte sin gozar de mí mismo por creerte. Pero que la danza de Athikté no represente nada, y no sea, por sobre toda cosa, una imagen de los arrebatos y las gracias del amor, me parece casi insoportable de escuchar…

Sócrates: ¡Todavía no digo una cosa tan cruel! ―Amigos míos, no he hecho más que preguntarles lo que la danza es; y uno y otro parecen, respectivamente, saberlo; ¡pero es un saber distinto por completo! Uno me dice que la danza no es más que lo que es, y que se reduce a lo que ven nuestros ojos; y el otro procura tenazmente que represente alguna cosa, y, por lo tanto, que la danza no está del todo en ella misma, sino principalmente en nosotros. Por mi parte, amigos míos, ¡mi incertidumbre permanece intacta!… Mis pensamientos son numerosos, ¡cosa que jamás es una buena señal!… Numerosos, confusos, apretados por igual en torno a mí…

Erixímaco: ¡Te quejas de ser rico!

Sócrates: La opulencia inmoviliza. Pero mi deseo es movimiento, Erixímaco… Ahora me haría falta esa potencia ligera que es propia de la abeja, tanto como es el soberano bien de la bailarina… Mi espíritu necesita esa fuerza y ese movimiento concentrado que suspenden al insecto por encima de la multitud de las flores; que lo vuelven árbitro vibrante de la diversidad de sus corolas; que le presentan, como él lo desea, a esta, o a esa, o a aquella rosa un poco más apartada; y que le permiten rozarla, alejarse de ella, o penetrarla… Esa fuerza y movimiento lo alejan súbitamente de la flor que ha terminado de amar, tan pronto como lo vuelven a acercar a ella, si acaso se arrepiente de haber dejado allí un poco de néctar, cuyo recuerdo lo guía y cuya suavidad lo obsesiona durante el resto de su vuelo… O bien, me haría falta, oh Fedro, el sutil desplazamiento de la bailarina que, insinuándose entre mis pensamientos, los despertaría delicadamente, cada cual a su turno, haciéndolos surgir de la sombra de mi alma, y aparecer a la luz de los espíritus de ustedes, en el más feliz de los órdenes posibles.

Fedro: Habla, habla… Veo a la abeja en tu boca, y a la bailarina en tu mirada.

Erixímaco: Habla, ¡oh, Maestro en el divino arte de entregarse a la idea que nace!… ¡Autor siempre feliz de las consecuencias maravillosas de un accidente dialéctico!… ¡Habla! Tira del hilo dorado… ¡Saca de tus ausencias profundas alguna verdad viviente!

Fedro: El azar está contigo… ¡Se transforma imperceptiblemente en sabiduría, a medida que lo persigues con la voz en el laberinto de tu alma!

Sócrates: ¡Pues bien, pretendo ante todo consultar a nuestro médico!

Erixímaco: Lo que tú quieras, querido Sócrates.

Sócrates: Entonces dime, hijo de Acumeno, oh, Terapeuta Erixímaco, tú, para quien las drogas muy amargas y las tenebrosas plantas aromáticas tienen tan pocas virtudes escondidas que nunca las empleas; tú, en fin, que, por poseer, tanto como un hombre de mundo, los secretos todos del arte y la naturaleza, en ningún caso recetas ni recomiendas bálsamos ni bebedizos ni mezclas misteriosas; tú, que, por supuesto, no te fías de los elíxires, ni crees casi nunca en los filtros confidenciales; oh, sanador sin electuarios, oh tú, desdeñoso de todo lo que ―polvos, gotas, resinas, grumos, copos, gemas o cristales― ataca la lengua, abre las fosas nasales, toca los resortes del estornudo o de la náusea, mata o vivifica; dime pues, caro amigo Erixímaco, y el más versado en la materia médica, dime nada menos: conoces, entre tantas sustancias activas y eficaces, y entre los preparados magistrales que tu ciencia considera como armas vanas o detestables, en el arsenal de la farmacopea, ―dime pues, ¿conoces algún remedio específico, o algún cuerpo que sea el antídoto exacto para este mal entre los males, esta ponzoña entre las ponzoñas, este veneno contrario a la naturaleza entera?…

Fedro: ¿Qué veneno?

Sócrates: …El que se llama: ¡hastío de vivir! ―No me refiero, sábelo bien, al hastío pasajero; al hastío por cansancio, o al hastío cuyo germen se conoce, o a aquel cuyos límites se saben; sino al hastío perfecto, al hastío puro, al hastío que no tiene su origen en la desventura o en la enfermedad, y que se adapta a la más feliz de ver de todas las condiciones, ―al hastío, en fin, que no tiene otra sustancia que la vida misma, ni otra causa secundaria que la clarividencia del viviente. Este hastío absoluto no es en sí otra cosa que la vida totalmente desnuda, cuando ella se observa a sí misma con claridad.

Erixímaco: Es muy cierto que, si nuestra alma se purga de toda falsedad, y se priva de toda adición fraudulenta a lo que es, nuestra existencia está amenazada sobre la marcha por una consideración fría, exacta, razonable y moderada de la vida humana, tal como ella es.

Fedro: La vida se ensombrece al contacto con la verdad, como hace el equívoco champiñón al contacto con el aire, cuando se lo aplasta.

Sócrates: Erixímaco, te preguntaba si existe un remedio.

Erixímaco: ¿Para qué curar un mal tan racional? Nada, sin duda, nada hay más mórbido en sí, nada es más enemigo de la naturaleza, que ver las cosas como son. La claridad fría y perfecta es un veneno imposible de combatir. Lo real, en estado puro, detiene instantáneamente el corazón… Una gota basta, de esta linfa glacial, para frenar en el alma los resortes y la palpitación del deseo, exterminar toda esperanza, arruinar a todos los dioses que estaban en nuestra sangre. Las Virtudes y los más nobles colores palidecen con ella, y se devoran poco a poco. El pasado se reduce a unas cuantas cenizas; el futuro, a un pequeño témpano. El alma se aparece ante sí misma como una forma vacía y mensurable. Es así que las cosas tal cual son se reúnen, se limitan y se encadenan de la manera más rigurosa y mortífera… Oh, Sócrates, el universo no puede soportar, un solo instante, ser lo que es. ¡Es raro pensar que el Todo no se baste a sí mismo!… Su pavor a ser lo que es, lo ha hecho crearse y pintarse mil máscaras; no hay otra explicación para la existencia de los mortales. ¿Por qué existen los mortales? ―Su ocupación es conocer. ¿Conocer? ¿Y qué es conocer? ―Es, seguramente, no ser lo que se es. ―¡Por eso los humanos deliran y piensan, introducen en la naturaleza el principio de errores ilimitados y esta miríada de maravillas!…

El desdén, las apariencias, los juegos de las dioptrías del espíritu, agrandan y animan la miserable masa del mundo… La idea hace entrar en lo que es, el germen de lo que no es… Pero al fin, la verdad se declara en ocasiones y estalla en el armonioso sistema de las fantasmagorías y los errores… ¡Todo amenaza con perecer de golpe, y Sócrates en persona me viene a pedir remedio para un caso desesperado de clarividencia y hastío!…

Sócrates: Y bien, Erixímaco, puesto que no hay remedio, puedes decirme, al menos, ¿cuál es el estado más contrario a éste, de puro asco, lucidez homicida e inexorable claridad?

Erixímaco: En primer lugar, todos los delirios no melancólicos.

Sócrates: ¿Y después?

Erixímaco: La ebriedad y esa clase de ilusiones debidas a los vapores embriagantes.

Sócrates: Sí. Pero, ¿no hay formas de embriaguez que no tengan su fuente en el vino?

Erixímaco: Desde luego. ¡El amor, el odio, la codicia, embriagan!… El sentimiento del poder…

Sócrates: Todo eso le da gusto y color a la vida. Pero la oportunidad de odiar, o de amar, o de adquirir bienes enormes, están ligadas a todos los azares de lo real… ¿Acaso no ves, Erixímaco, que, entre todas las formas de embriaguez, la más noble, y la mayor enemiga del gran hastío, es la embriaguez debida a los actos? Nuestros actos, y particularmente aquellos de nuestros actos que ponen en movimiento nuestro cuerpo, nos pueden hacer entrar en un estado extraño y admirable… Es el estado más distante de esa triste condición en que habíamos dejado al observador inmóvil y lúcido que imaginamos hace un momento.

Fedro: Pero ¿si, por algún milagro, éste se encendiera de súbita pasión por la danza?… ¿Si quisiera dejar de ser claro para volverse ligero; y si, además, intentando diferenciarse infinitamente de sí mismo, tratara de convertir su libertad de juicio en libertad de movimiento?

Sócrates: Entonces nos enseñaría de un solo golpe lo que buscamos dilucidar ahora… Pero todavía hay algo que debo preguntarle a Erixímaco.

Erixímaco: Lo que tú quieras, querido Sócrates.

Sócrates: Dime entonces, médico sabio, que has ensanchado en tus periplos y tus estudios la ciencia de todas las cosas vivientes; gran conocedor que eres de las formas y los caprichos naturales; tú, que descuellas en la clasificación de las bestias y las plantas notables (las nocivas y las benignas; las anodinas, las eficaces; las sorprendentes, las horribles, las ridículas; las equívocas; aquellas, en fin, que no existen), ―dime entonces, ¿has oído hablar de esos extraños animales que viven y prosperan dentro de las llamas mismas?

Erixímaco: ¡Desde luego! Su figura y sus costumbres, oh Sócrates, han sido bien estudiadas; aunque su existencia misma ha sido recientemente objeto de algunas disputas. Se los he descrito con mucha frecuencia a mis discípulos; sin embargo, no he tenido ocasión de observarlos jamás con mis propios ojos.

Sócrates: Bueno. ¿No te parece, Erixímaco, y a ti, mi querido Fedro, que esa criatura que vibra allá, y que se agita adorablemente en nuestras miradas, esa ardiente Athikté que se divide y se reúne, que se eleva y se abate, que se abre y se vuelve a cerrar tan prontamente, y que parece pertenecer a constelaciones diferentes a las nuestras, ―tiene el aire de vivir, con toda facilidad, en un elemento comparable al fuego, ―en una esencia muy sutil de música y movimiento, en la que respira una energía inextinguible, en tanto que participa con todo su ser de la pura e inmediata violencia de la felicidad extrema? ―Si comparamos nuestra condición pesada y seria con ese estado de salamandra fulgurante, ¿no les parece que nuestros actos ordinarios, engendrados sucesivamente por nuestras necesidades, y nuestros gestos y movimientos accidentales son como materiales groseros, como una impura materia de duración, ―mientras que esta supremacía de la tensión y este arrobamiento de lo más ágil que se puede sacar de uno mismo tienen las virtudes y los poderes de la llama?, ¿y que las vergüenzas, los hastíos, las necedades y los alimentos monótonos de la existencia se consumen en ella, y hacen brillar ante nuestros ojos lo que hay de divino en una mortal?

Fedro: Admirable Sócrates, ¡mira pronto hasta qué punto dices la verdad!… ¡Mira a la palpitante! ¡Se creería que la danza le sale del cuerpo como una llama!

Sócrates: ¡Oh, Llama!…

―¿Será tal vez tonta esta niña?

¡Oh, Llama!

―Y quién sabe qué supersticiones y pamplinas forman su alma ordinaria.

¡Oh, Llama, no obstante!… ¡Cosa viva y divina!…

Pero, ¿qué es una llama, amigos míos, sino el momento mismo? ―¡Todo lo que hay de excesivo, de alegre y de formidable en el instante mismo!… La llama es el acto de ese momento que sucede entre la tierra y el cielo. Oh, amigos míos, todo lo que pasa del estado grave al estado sutil, pasa por el momento del fuego y de la luz…

Y la llama, ¿no es acaso la forma impalpable y feroz de la más noble destrucción? ―¡Aquello que no sucederá jamás debe suceder de la forma más excelsa que se pueda! ―Como la voz que canta perdidamente, como la llama que canta locamente entre la materia y el éter, ―y gruñe y se precipita furiosa de la materia al éter, ―la gran Danza, oh, amigos míos, ¿no es acaso la liberación del cuerpo entero, poseído por el espíritu de la mentira (y por la música que es una mentira) y ebrio de la negación de la realidad nula? ―¡Vean ese cuerpo, que salta como una llama que reemplaza a otra llama, vean cómo aplasta y pisotea lo que es verdadero! ¡Cómo destruye, con furia y gozo, el lugar mismo en que se encuentra, y cómo se embriaga con el exceso de sus mutaciones!

¡Pero cómo lucha contra el espíritu! ¿No ven que desea competir en rapidez y variedad con su alma? ―¡Está extrañamente celoso de la libertad y ubicuidad que cree que el espíritu posee!…

Sin duda, el objeto único y perpetuo del alma es aquello que no existe: aquello que fue, y que ya no es; ―aquello que será y que aún no es; ―lo posible y lo imposible, ―de eso se ocupa el alma, ¡pero nunca, jamás, de lo que es!

Y el cuerpo, que es lo que es, ¡ya no puede contenerse en la extensión! ―¿Dónde meterse? ―¿Hacia dónde volverse? ―Este Uno quiere jugar a ser Todo. ¡Quiere jugar a la universalidad del alma! ¡Quiere remediar el mal de su identidad con el número de sus actos! Aunque es una cosa, ¡estalla en acontecimientos! ―¡Se desboca! ―Y, tal como el pensamiento excitado toca todas las sustancias, este cuerpo vibra entre los tiempos y los instantes, salva todas las diferencias; y, tal como el espíritu forma simétricamente hipótesis, y ordena y enumera posibilidades, ―¡así este cuerpo ejercita todas sus partes, y se combina a sí mismo, y asume forma tras forma, y se sale incesantemente de sí mismo! Helo aquí, al fin, en un estado comparable al de la llama, en medio de los cambios más activos… Ya no se puede hablar de “movimiento”… Ya no se distinguen sus actos de sus miembros…

Esa mujer que estaba ahí, era devorada por figuras innumerables… Ese cuerpo, con sus estallidos de vigor, me propuso un pensamiento extremado: del mismo modo que le exigimos al alma muchas cosas para las que no está hecha, tal como le exigimos que nos aclare, que profetice, que adivine el porvenir, conjurándola inclusive a que descubra al Dios, ―¡así ese cuerpo quiere llegar a una posesión total de sí mismo y a un punto de gloria sobrenatural!… Pero sucede con él como con el alma, para la cual el Dios y la sabiduría y la profundidad que le exigimos no son ni pueden ser más que momentos, relámpagos, fragmentos de un tiempo extranjero, saltos desesperados fuera de su forma…

Fedro: ¡Pero mírenla, mírenla! Está bailando allá y entrega a las miradas lo que tú intentas decirnos… Hace visible el instante. ¡Ah, cuántas joyas traspasa!… ¡Lanza sus gestos como destellos!… ¡Le roba a la naturaleza actitudes imposibles, bajo los ojos mismos del Tiempo!… Se deja engañar… Atraviesa impunemente el absurdo… ¡Es divina en lo inestable, hace un regalo a nuestras miradas!…

Erixímaco: El instante engendra la forma, y la forma hace visible el instante.

Fedro: ¡Huye de su sombra por los aires!

Sócrates: No la vemos nunca, sino antes de caer…

Erixímaco: Tiene el cuerpo tan relajado y tan bien ligado como una mano ágil… Sólo mi mano puede imitar la entereza y la soltura de su cuerpo entero.

Sócrates: Amigos míos, ¿no se sienten ebrios de sacudidas y como de golpes repetidos cada vez más fuerte, que poco a poco los vuelven parecidos a esos convidados que patalean y no pueden mantener a sus demonios escondidos y en silencio? Por mi parte, me siento invadido por fuerzas extraordinarias… O bien, siento que salen de mí, que no estaba al tanto de contener esas virtudes. En un mundo que suena, resuena y rebota, la intensa fiesta de este cuerpo frente a nuestras almas produce luz y alegría. Todo es más solemne, todo es más ligero, todo es más vivo y más fuerte; todo es posible de otra manera; todo puede recomenzar indefinidamente… Nada se resiste a la alternancia de los sonidos fuertes y los débiles… ¡Toquen, toquen! La materia golpeada y lastimada cadenciosamente; la tierra golpeada; las cuerdas y los tambores muy tensos y fuertemente tocados; las palmas de las manos y los talones golpean fuerte y marcan el compás, forjan alegría y locura; y todas las cosas, en delirio bien ritmado, reinan.

Pero la alegría, que crece y rebota, tiende a desbordar toda mesura, estremece a golpes de ariete las barreras entre los seres. Hombres y mujeres llevan el canto cadenciosamente hasta el tumulto. Todo mundo aplaude y canta a la vez, y algo crece y se eleva… ¡Escucho el estruendo de todas las armas fulgurantes de la vida!… Los platillos aplastan en los oídos todas las voces de pensamientos secretos. Son ruidosos como besos de labios de bronce…

Erixímaco: Athikté, mientras tanto, hace una última figura. Su cuerpo entero se desplaza sobre ese dedo gordo.

Fedro: Su primer dedo, que la sostiene entera, pega en el suelo como el pulgar de la mano en el tambor. Cuánta atención hay en ese dedo; ¡con qué voluntad se mantiene sobre la punta!… Pero ahora gira sobre su propio eje…

Sócrates: Gira sobre su propio eje, ―he aquí que las cosas eternamente ligadas comienzan a separarse. Gira, gira…

Erixímaco: Eso es de verdad como entrar en otro mundo.

Sócrates: Esa es la tentativa suprema… Ella gira, y todo lo visible se aparta de su alma; el vaso entero de su alma se separa al fin de lo más puro; los hombres y las cosas intentan formar en torno a ella un lazo informe y circular…

Véanla… Gira… ¡Un cuerpo, con su simple fuerza y con su acción, es suficientemente poderoso para alterar la naturaleza de las cosas de forma más profunda de lo que el espíritu, en sus especulaciones y sueños, consiguió!

Fedro: Se creería que esto puede durar eternamente.

Sócrates: Ella podría morirse, así…

Erixímaco: Dormirse, quizá, dormirse en un sueño mágico…

Sócrates: Reposaría inmóvil en el centro mismo de su movimiento… Aislada, aislada, similar al eje del mundo…

Fedro: Gira, gira… ¡y se cae!

Sócrates: ¡Se cayó!

Fedro: Está muerta…

Sócrates: ¡Agotó sus últimas fuerzas y el tesoro más escondido de su estructura!

Fedro: ¡Oh, Dioses! Podría morir… Erixímaco, ¡acude!…

Erixímaco: ¡No acostumbro apresurarme en estas circunstancias! Si las cosas han de arreglarse, es preciso que el médico no las perturbe, y que llegue un momento antes de la curación, con el mismo paso que los Dioses.

Sócrates: Sin embrago, hay que ir a ver.

Fedro: ¡Qué pálida está!

Erixímaco: Dejemos actuar al reposo, que la curará de su movimiento.

Fedro: ¿Crees que esté viva?

Erixímaco: Observa ese pequeño seno, que no pide más que vida. Observa cómo palpita levemente, suspendido en el tiempo…

Fedro: Bien que lo veo.

Erixímaco: El pájaro bate un poco sus alas antes de reemprender el vuelo.

Sócrates: Se ve muy contenta.

Fedro: ¿Qué te dijo?

Sócrates: Dijo algo para sí misma.

Erixímaco: Dijo: ¡Qué bien me siento!

Fedro: El pequeño montón de miembros y ropas se agita…

Erixímaco: A ver, pequeña, abre los ojos. ¿Cómo te sientes?

Athikté: No siento nada. No estoy muerta. Y sin embargo, ¡no estoy viva!

Sócrates: ¿De dónde vienes?

Athikté: ¡Refugio, refugio mío, oh, Torbellino! ―Estaba en ti, oh, movimiento, y fuera de todas las cosas…

 

***

José Pablo Loyola García

José Pablo Loyola García