De la sexualidad comprada al erotismo inventado en Pan, Eros y Psique de Octavio Paz: una vanguardia erótico-social estructuralmente conservadora (Fourier) frente al pánico sexual posmoderno elementalmente mediatizado (Sade, Freud)

 

 

To the little red-haired girl, from Charlie Brown.

El amor es un signo de nuestra miseria.

Simone Weil

Filemón y Baucis no pidieron la inmortalidad

ni quisieron ir más allá de la condición humana:

la aceptaron, se sometieron al tiempo.

Octavio Paz

Salvador Solís Castro, Psique, aguafuerte, aguatinta y acuarela sobre papel, 27cm x 16cm.

Salvador Solís Castro, Psique, aguafuerte, aguatinta y acuarela sobre papel, 27cm x 16cm.

En el presente texto ensayamos el binomio sexualidad/erotismo afrontado por Octavio Paz en su libro: Pan, Eros y Psique. No lo hacemos de forma arbitraria y/o caótica, sino con una dirección preestablecida: resaltar el carácter vanguardista de la propuesta del autor en un marco referencial estructuralmente comercializado y elementalmente no erótico. En primera instancia, se reflexiona en torno al fenómeno erótico como metáfora de la sexualidad humana y, en segundo término, como función social. En tercera instancia se aborda la imposibilidad de aprehensión epistémico-ontológica tanto del marqués de Sade como de Freud y “compañía” ante el fenómeno erótico. Se discute también la propuesta erótico-social de Fourier y, finalmente, el carácter ontológico de la erótica paziana en tanto que vanguardia. Partimos del supuesto que refiere a la importancia de repensar la sexualidad humana, sobre todo ante la comercialización globalizada de una seudoidentidad variada, fundada en el intercambio crematístico de simulacros ontológicos. Sea como fuere, en las dilucidaciones pazianas en torno a Pan, Eros y Psique encontramos una cabal y frontal propuesta ante el enorme reto del siglo que empieza

 

El erotismo como metáfora de la sexualidad

La colosal jornada entre la sexualidad y el erotismo se presenta como una plataforma sólida al trazar los movimientos del segundo de estos acontecimientos. El erotismo, aquella vivencia plenamente humana y, permisiblemente, tan sólo humana, contiene una tensión susceptible de modulación. Entre la lengua y el paladar, el hombre se torna humo. Inhalación y exhalación de un humor que deviene transformación. El humano posee anhelo de humano, un apetito más cercano al ansia que al deseo. Hambre ontológica, tensión y distensión en la urdimbre del ser, nudos, vueltas, puntos y suturas del verbo vuelto carne: lenguaje transpirado. Al excretar palabras desde el lagrimal de nuestro cuerpo, nos buscamos en otro; al relamerlas, encontramos en otro aquello que de alguna forma se torna unidad: conciliación. “Acariciar es reconciliarnos.”1 Letras que se convierten en lágrimas, lágrimas que se convierten en cuerdas, cuerdas que se tornan redes, redes que atrapan chispas de mar. El erotismo como metáfora de la sexualidad.

 

La palabra como implica tanto la distancia entre los términos hombre y león, como la voluntad de abolirlos. La palabra como es el juego erótico, la cifra del erotismo. Sólo que es una metáfora irreversible: el hombre es león, el león no es hombre. El erotismo es sexual, la sexualidad no es erotismo (p. 47).

 

El hombre que juega a ser león, “águila”, “pulpo”, “cenzontle”, corteja lo humano, no desde el auxilio fiero sino desde una mutación corpóreo-lingüística. Esta cifra del erotismo, qué duda cabe, es calada por la locución, no obstante al volverse caricia, arroja una luz personal al cuerpo. Ya no es una bestia que siente sino un ser que imagina al sentir. No hay forma alguna en que la mera sexualidad ponga un pie en el recinto del erotismo. Al confrontar la sexualidad como una idea general y simple ante el erotismo como una imagen singular y compleja, Octavio Paz es capaz de condenar al mutismo a todos aquellos difamadores del Amor. Sade, Freud y algunos de los llamados “posmodernos” serán taciturnos sordomudos ante el rostro de Eros.

Ahora bien, si el primer movimiento del erotismo es trazado a partir de esta radical distancia con la elementalidad de la sexualidad, las relaciones aparecen bajo un marco cultural, y más puntualmente: un cuadro de extensión social. El erotismo como función social es una de las ideas rectoras del pensamiento de Paz. “Freno y espuela de la sexualidad, su finalidad es doble: irrigar el cuerpo social sin exponerlo a los riesgos destructores de la inundación. El erotismo es una función social” (p. 44). Dicha finalidad bifronte va más allá de la idea para tornarse Είκών (imagen); el cauce del Ρύσεως (río, cauce, corriente), sus vericuetos, espiras, estanques y cascadas modelan una de las facetas, no menos escurridizas, de los impulsos prehumanos (el prefijo resulta justificado, dada la distinción antes abordada). Tanto la sequía como la inundación son, al interior de esta especie de marco social, amenazantes y, por instantes, aborrecibles. La canalización, consecuencia inmediata del dar cuenta históricamente, se nos ofrece como uno de los resortes de dicha función social. Las cercanías con la sublimación escolástica saltan a la vista; no obstante, las distancias son puntuales y por momentos tajantes, debido al carácter icónico del cuerpo para el poeta frente al carácter simbólico en la tradición medieval.

Maremotos insulares, diluvios babilónicos y sequías esteparias dejan sus estigmas en la carne de la historia sexual. Hasta la fecha brillan por su ausencia las historias cabales de estas marcas; los intentos psicoanalíticos no son sino ingenuas formas de la zoología. No obstante, el registro “matemático” del marqués de Sade llama la atención por sus anclajes filosóficos y sus despliegues contraejemplares. Las relaciones “paradójicas” de la espasmódica pareja placer-dolor son asumidas, por fin, en la aburrida prosa de Sade. Uno de los misceláneos rostros de la sensación es capturado en una máscara de yeso y tela, savia y decadencia: rictus disuelto.

 

La supresión de la dualidad creación-destrucción, mejor dicho: su fusión en un movimiento que las abraza sin suprimirlas, es algo más que una visión filosófica de la naturaleza. Heráclito, los estoicos, Lucrecio y muchos otros habían pensado lo mismo. Nadie, sin embargo, había aplicado con el rigor de Sade esta idea al mundo de las sensaciones (p. 57).

 

Vida y muerte, sus relaciones –y, en este caso, algunas secuelas corporales como el placer y el dolor– son asumidas desde una plataforma que da cabida a una unificación que ocurre lejos del feudo de la equivalencia. Se ha dado un paso más. Al hablar de poder vital, hablamos a su vez de poder mortal; en el marco de las sensaciones, hablar de placer es a la vez un decir de dolor. La corporalidad se presenta bajo este espectro dual. Podemos palpar en el registro de la máscara de yeso, las venas hinchadas por el furor vital, así como las cicatrices y tejidos extintos.

Hasta aquí el suelo firme en Sade. Ya que al abrazar a la sexualidad como aquella especie de “luz ciega” que ilumina sin ver, es cegado a su vez por el determinismo natural tan alabado por los nobles caballeros de Darwin. Al negar la palabra como una fuente comunicativa, en aras de suprimir la condición corporal del otro, Sade traiciona su primer afán de investigación sensual. “Sade niega al lenguaje, a los sentidos y a las sensaciones. ¿Qué nos ofrece a cambio? Una negación. Más bien: una idea de la negación. A cambio de la vida nos propone una filosofía” (p. 58). Filosofía un tanto obtusa, diríamos ahora, si tomamos en cuenta el presupuesto sensualista del marqués. Al exaltar los sentidos para luego desbancarlos e intentar sustituirlos por la violencia, sus intentos por acercarse a los despliegues eróticos mueren en la mazmorra de la palabra fracaso. El afán de posesión del otro es ya un fracaso erótico. En Paz no se trata, pues, de una prefigurada “impenetrabilidad” del otro, sino de una radical inconmensurabilidad ontológica en el otro. No hay forma de poseerle ya que no hay forma alguna de que aquello otro despliegue completamente su “oculto” infinito, ya que es oculto e infinito incluso para sí mismo.

Extravío erótico: sadismo, el sustantivo se vuelve una forma de ser; ser sádico refiere a una de las facetas corporales de dicho fracaso. El libertino que busca en la cantidad el infinito no puede más que replegarse en los laberintos crípticos de la dominación. “Como en la paradoja de Bertrand Russell, hay un momento para el libertino en que el conjunto es más pequeño que los conjuntos que contiene” (p. 64), y los calabozos subterráneos –válgasenos la expresión satirizando los sub y los in de los extravíos psicológicos– no son más que sombras de la reproducción en tanto sexualidad como un espejo. Ante el espejo fulgura la espada. Frente a la reproducción, el hambre de ruptura. El hombre que constantemente quiere salir de sí, ante el duplicado se vulnera en afán de representatividad (Είκάςτικος) y, radicalmente, de recepción. “El erotismo es algo más que violencias y laceraciones. Más exactamente: algo distinto. El erotismo pertenece al dominio de lo imaginario, como la fiesta, la representación, el rito” (p. 68).

De esta forma, el Είκών, el convivio y el juego se nos presentan como piedras de toque del acontecer erótico. Ante el simple recubrimiento de la bestialidad con la idea tautológica de la reproducción, el maestro Paz sostiene el estandarte del lenguaje y sus variadas formas corporales. Letras que se convierten en lágrimas, lágrimas que se vuelven en cuerdas, cuerdas que tornan redes, acuerdos que atrapan chispas de unidad. El erotismo como metáfora de la sexualidad nos confronta a una dilatación pre y poslingüística: acontecer y función social, hidráulica de la marea comunitaria, astronáutica de la atracción y repulsión de seres infatigablemente fuera de sí.

 

Contra el pánico sexual civilizado: Fourier

Una masa convulsiva de arrebatos e inercias: caos civilizado. Mecanismo de músculos y cables, sistema operativo de excrecencias y distorsiones, la civilización actual arroja su rastro de retrocesos al consolidarse como paradigma del estancamiento del “fluir” erótico. Es menester no confundir la hidráulica de la erótica con los drenajes de la civilización global; es más, se hace necesaria una disección tajante. Las maromas del desagüe, las natas de la cloaca y los hartazgos en la alcantarilla no son más que consecuencias comerciales del ahínco civilizado, jamás del afán de canalización gozosa. Por un lado, obtenemos un procedimiento ejecutivo y en algunos momentos hasta burocrático del placer; un intento de empacar y desechar lo que permanentemente está goteando. En cumplimiento del deber civilizado, es guardado, entubado y conjuntado todo aquello que no es susceptible de ser guardado, ni entubado ni conjuntado. Por el otro lado, tenemos las inquebrantables espiras de la ola, las iconoclastas curvas de la catarata y el meditado canal de riego. No es casual, pues, que Fourier gravitase su idea de sociedad en la agricultura, contraponiéndola radicalmente a la de civilización. “Si queremos tener una idea de la situación contemporánea, nada mejor que comparar la realidad que vivimos con las visiones de Fourier. La experiencia es vertiginosa y repulsiva: náuseas ante la civilización y sus desastres” (p. 75).

Salvador Solís Castro, Pan, aguafuerte, aguatinta y acuarela sobre papel, 27cm x 16cm.

Salvador Solís Castro, Pan, aguafuerte, aguatinta y acuarela sobre papel, 27cm x 16cm.

Al cribar las aproximaciones de Paz al fenómeno erótico por el tamiz de Fourier, podemos distinguir una especificación en la idea de “función social”. Lo social, en este caso, no responde al pensamiento civilizado, y la función tampoco responde a su funcionalidad, stricto sensu pragmática funcional, sino más bien a una canalización en Fourier y colectividad en Paz. Al ir más allá de lo bestial, a partir de su metáfora y, a la vez, ir más allá de lo civilizado a partir de una vertiente compuesta, la imagen erótica ronda los recintos de la Άρμονία. La proximidad entre lo bestial y lo civilizado por momentos los torna equivalentes; al modelar el rostro de Eros, ninguno de los dos patrocinios resulta permisible. En la erótica, tanto la naturalidad como la legalidad son una suntuosidad que sólo los indigentes de imaginación pueden darse.

Lo normal aparece como una de las formas de dominación, dado que al postular la norma las relaciones están supeditadas a una especie de sistema de equivalencias regulativo: la naturalidad y la legalidad son ambas formas de la normalización. Sin embargo, las formas del deseo, que pueden ser comunitarias y en ocasiones hasta comunes, no son susceptibles de normatividad, dado la autonomía y la exclusividad de las maneras y concreciones en las cuales se manifiesta y realiza. A esta extraordinaria y personal característica en la concreción del deseo se le ha tildado de perversión. La depravación es configurada a partir de estas dos formas supuestas de la normalidad: lo natural y lo civilizado. Esta situación, por lo menos desde la erótica, no sólo es absurda sino completamente irreal. Si “Fourier afirma, en cambio, que todas las pasiones, sin excluir a las que él llama ‘manías’ y nosotros perversiones y desviaciones, son notas del teclado de la atracción universal” (p. 76), se debe precisamente a la imagen de un mundo amoroso contrapuesta a la idea de un mundo civilizado. La única perversión real es pretender normar en una implosión concretamente extraordinaria y elementalmente extranormal. Nada más bestial que lo civilizado.

Pensar que el deseo responde a una norma fija y universal es ingenuo, pues, como sucede en la mayoría de los casos, la cosa va más a fondo. La necesidad de ser, aquella “hambre de ser” que está en resonancia directa con el otro, se presenta cambiante e íntima, acompañada y personal. Ahora diríamos que dicha sed de ser con el otro, ni es apagada ni satisfecha sino sustancialmente proyectada. “Trátese del sexo o del gusto, el placer deja de ser la satisfacción de una necesidad para convertirse en una experiencia en la que el deseo simultáneamente nos revela lo que somos y nos invita a ir más allá de nosotros mismos para ser otros” (p. 81).

Vivencia compartida que es común y colectiva, mas nunca determinada. Sed ontológica que es proyectada por la sed del otro, que también es un otro que desea salir de sí. He aquí la estrecha cercanía que nuestro autor localiza entre la erótica y la gastronomía; tanto los enlaces y alianzas de esencias y aromas como loa de entidades y emociones son tensados por los mismos nervios de la atracción. Atracción amorosa que desgarra, fibra por fibra, la separación. Si concedemos que “[e]l otro nombre de pureza es separación” (p. 85), la erótica no se despliega en el campo aséptico del puritano sino en la maleza combinatoria del ecléctico. Las mezclas sutiles de los ingredientes en una combinatoria exhaustiva más que en una mixtura elemental hacen sucumbir la necesidad ante la delectación.

La obcecación por la pureza de los elementos en algunas prácticas alimenticias es una de las consecuencias del naturalismo civilizado que pretende el retorno a un origen inmaculado y, por tanto, inexistente. La reforma erótico-alimenticia esbozada por Fourier se aleja de estas intenciones inclementes, para dar pie a una auténtica era de la abundancia. Frente a la bandera del consumismo –mínima variedad y máximo consumo–, se contrapone la idea de máxima variedad y mínimo consumo. Análogamente, el erotismo en Άρμονία (armonía), en tanto derecho a la belleza, presupone una variedad y la concreción de la misma en un sinfín de formas reguladas precisamente por una pasión variable. “La pasión mariposeante, el amor por el cambio y la variedad, es uno de los principios rectores del sistema de Fourier: la verdadera condenación no consiste en trabajar sino en hacer siempre las mismas cosas” (p. 90).

Salvador Solís Castro, Eros, aguafuerte, aguatinta y acuarela sobre papel, 27cm x 16cm.

Salvador Solís Castro, Eros, aguafuerte, aguatinta y acuarela sobre papel, 27cm x 16cm.

De esta forma, el trabajo amoroso es uno de los despliegues del acontecer erótico, no un desecho que ha de ser acumulado, sino un acontecer comunitario que responda a las vicisitudes de lo bello. Desde esta plataforma, la repetición aparece como uno de los ejes que regulan las inercias del civilizado, impidiendo su inserción real en el estrato social, pentagrama de la contingencia. La escasez de festividad y ritualidad en los circuitos laborales de nuestro tiempo enmarcan, sólo para resaltar la exactitud de la visión fourieriana. Nuestro autor no sólo señala sino que puntualiza la pertinencia de dicha visión con respecto al fenómeno erótico y su incidencia en lo social.

La “función social” ahora se ve matizada tanto por el humo como por el paladar que la cata. La erótica y la gastronomía –y, después de Fourier, hasta la astronomía– son para Paz movimientos de una distensión armónica del diverso ir y venir comunitario, y primordialmente del flujo y reflujo de la pleamar social. De esta manera, comunión y convivio no sólo resultan análogos sino corresponsales eróticos; lengua y paladar en consonancia sensual, en cuanto reconocimiento y concreción de formas imaginativas, devienen raíz del árbol de consumación amorosa. Los fuertes alcances culturales de este devenir se consolidan en pautas históricas o, más precisamente, en eras sociales. De ahí que “[e]n otras civilizaciones los movimientos erotizantes llegaron a tener un carácter realmente popular: el taoísmo sexual en China, el tantrismo en la India, Nepal y Tíbet” (p. 91), y resultan excelentes ejemplos que el poeta pone en consideración no sólo para desahuciar a los difamadores del Amor sino elementalmente para comprender y, en su caso, aprehender la erótica como una función social cargada de sentido y compromiso colectivo regularmente no mediado por el comercio y necesariamente no natural.

Para el poeta, el rito y el convivio han amputado ambos los nudos naturales con el alfanje del lenguaje sólo para fundirle en la fragua de la carne. Lo normal en dicha fragua resulta irreal, lo variado, ideal, y lo compuesto, elemental. La agricultura, la gastronomía y la astronomía son las claves del acercamiento de Fourier a la caldera, la abolición total de la represión, su alejamiento, y el repudio a la civilización, su cebo. Si “[e]l rito religioso y la ceremonia erótica son, ante todo y sobre todo, representaciones” (p. 94), estamos pisando el campo de batalla del Είκών. Las imágenes son las brasas siempre cambiantes del ardor erótico, y sus estigmas corporales, bocanadas de concordia.

 

Más allá del pánico sexual: hacia una vanguardia erótico-social

A partir del Είκών, la endopatía (Einfühlung) despliega sus cauces religioso-poéticos. A estas alturas podemos comprender que dichas representaciones están delineadas por lo Είκάςτικος, en el primer sentido abordado. Al colocar la presencia como eje rotatorio no simbólico sino vivencial, los vasos comunicantes del erotismo emanan y riegan las fronteras religiosas. La consolidación del acontecer imaginativo en los aleteos de lo erótico, así como el devenir translingüístico de la presencia, arrojan luz sobre los contornos del pensamiento del poeta. El erotismo se torna así en una experiencia conspiradora.

Colinda con la religión y con la poesía por la función cardinal y subversiva de la imaginación. En las tres experiencias, la realidad real se vuelve imagen y, a su vez, las imágenes encarnan (p. 95).

El Είκών, como médula de la imaginación, en su forma conspiradora, se presenta no sólo centro sino eje giratorio tanto de la religión y la poesía como de la erótica; las fronteras de cada uno de estos acontecimientos son movibles. El ímpetu de estos movimientos es conferido por la rotación de dicho eje, rotación extrínseca proyectada hacia la carne. Esta forma de corporalidad fecundada por el nexo de las extensiones lingüísticas e icónicas deviene a su vez en proyección y retorna de nueva cuenta, ahora transfigurada y radicalmente trascendida, al centro de alguna de las experiencias.

Tres movimientos: lingüístico, imaginativo, corporal. La endopatía (Einfühlung), en tanto erotismo como la negación del espejo bestial-civilizado, atraviesa por estos tres momentos; travesía pasional y estrictamente trascendente, en cuanto proyección constante a través de sí pero perpetuamente fuera de sí. Entiéndase la trascendencia no en sí misma –como se podría rastrear desde Hegel–, sino en sí fuera de sí misma, a partir de estos tres movimientos que no son escalonados ni jerarquizados; más bien, son correlaciones interdependientes necesariamente no simétricas y regularmente aleatorias. Ejes rotatorios impulsados por la urgencia de otro; una especie de fuerza centrífuga que se proyecta extrínsecamente hacia lo distinto a partir de su misma fuerza dinámica. Ahora bien, aquella repulsión del sí mismo responde a una atracción del fuera de sí mismo, generalmente llamada otro. “El otro es nuestro doble, el otro es el fantasma inventado por nuestro deseo. Nuestro doble es otro y ese otro por ser siempre y para siempre otro, nos niega: está más allá, jamás logramos poseerlo del todo, perpetuamente ajeno” (p. 95).

Este otro está próximo; este otro, que es casi un prójimo, matiza su identidad con el velo del deseo; “fantasma” sí, pero más que “inventado” es imaginado. Imaginamos amorosamente el rostro del otro, que a su vez nos modela con barro icónico. La semejanza deja de ser equivalencia; este doble no es un reflejo sino una proyección, no visual sino vivencial, no simbólica sino icónica, no eidética sino corporal. La negación en este caso no es contraposición simétrica sino una especie de holograma recursivo de identidades variables. De esta forma, Octavio Paz talla con caricias los contornos de la proyección del otro hermético, no como frontera inalcanzable sino como compañero ilimitado; el abrazo erótico como abrazo de inconmensurabilidad es consecuencia, no de la posesión, sino de la aprehensión y, primordialmente, de la aceptación del “otro como otro”.

Si somos consecuentes con la línea de pensamiento del poeta, podremos afirmar que deseamos constantemente al otro y lo Otro en tanto personajes eróticos; entender, desde la plataforma de la endopatía (Einfühlung), la sexualidad animal (prácticas, “danzas”, “ritos” y otras singularidades) como una cercanía (puente colgante) con el erotismo humano, en contraposición al determinismo natural identitario de la sociedad de consumo y, finalmente, aseverar la noción de “objeto erótico” como una absoluta contradicción; desde la plataforma erótica, la noción de posesión es ridícula. Contra el narcótico de la identidad sexual comprada en el mercado posmoderno de la “diversidad”: baños de luz erótica y refugio en las pasiones. Ante la pureza como un afán hegemónico de separación, la gastronomía y la erótica –alquimias frente al comercio– se nos presentan impregnadas de inconmensurabilidad. Ahora bien, este carácter nos acerca a la experiencia del enigma; el abismo se presenta y hay que enfrentarlo, el umbral se entreabre y no hay más opción que dar aquel “salto mortal” tan enaltecido por el viejo teólogo de Copenhague. La primera frontera está salvada; el salto de lo bestial a lo humano es una de las reglas del juego erótico, pero parece que el poeta nos amonesta: ¡No es suficiente ser un desertor del reino animal, todavía hay un salto más: el ontológico! El deseo como fuente creadora y fundamentalmente imaginativa nos pone al borde de lo humano. “Nacidas de la misma zona psíquica, las dos experiencias se bifurcan; entre el misterio religioso y el misterio amoroso hay una frontera y esa frontera es de orden ontológico, quiero decir, es una raya infranqueable que divide dos modos del ser: el divino y el humano” (p. 96).

Frontera ontológica que no da cuenta de aduanas y pasaportes, sino de traducciones, trueques y analogías. Otra forma de ser, más allá de lo humano (que no nos escuche Lévinas) sólo a partir de lo humano, que confiere un contraste y a partir del enigma un claroscuro al retablo de Eros. Parece que estas partes de fondo oscuro, médula icónica de los pintores románticos, requiebran una luminosidad que lucha por emerger de la superficie erótica: el ser algo que no se es. En esta penumbra ontológica nuestro deseo se proyecta constantemente; deseamos a cada instante, en el enigma, ser otros y la experiencia se cristaliza si emerge el contacto: la caricia.

A partir de la repulsión de Octavio Paz hacia las turbaciones psicologicistas, podemos deducir que al hablar de “zonas psíquicas” estamos más en el territorio del alma platónica o del anima aristotélica, que de los acontecimientos neurológicos, conductistas, funcionales, prescriptivos y evolucionistas de los bastardos de Freud (incluido, por supuesto, Foucault); actividades anímicas y despliegues del espíritu más que meras “pulsiones” electroquímicas mentales. Espectros personales no susceptibles de normalización, formas de ser comunes proyectadas a la ilusión de la variedad. Precisamente de ahí que “[e]n Occidente, desde Platón, el amor ha sido inseparable de la noción de persona” (p. 97), dado el carácter de inconmensurabilidad antes abordado y presupuesta la transmutación.

Es permisible rastrear un dinamismo triádico en el pensamiento del poeta: de la sexualidad a la erótica, de la erótica al amor. Movimientos no de incidencia sino de coincidencia que marcan un Ρυθμός (ritmo) en las proyecciones del deseo de salir siempre de sí. En el amor, la colectividad de la erótica se desvanece y aparece una implosión ontológica más radical, no sólo de onticidades contrarias sino de tiempos y espacios sustancialmente Είκάςτικος. Si “[e]l amor no sólo mezcla la materia y el espíritu, la carne y el alma, sino las dos formas del tiempo: la eternidad y el ahora” (p. 97), es debido a esta forma de implosión ontológico-temporal. Formas de ser que coinciden en su deseo de proyección y en su experiencia de concreción.

La mutación frente a la procreación, la transfiguración frente a la reproducción y, finalmente, la concreción de unidad frente a la dispersión del deseo, regulan el modelo tripartita del poeta. El segundo de los movimientos se consolida a partir de una especie de unicidad inconmensurable; tanto la persona que ama como la persona amada participan de este acontecer. Tal parece que es precisamente aquí donde el poeta toma distancia de Fourier y su propuesta de colectividad o sociabilidad “amorosa”. Esto, como hemos visto, pertenece a la función social del erotismo; en cambio, el tercer momento es afrontado desde la plataforma de la intimidad sólo para dar mayor gravedad al astro del Amor. “Además y sobre todo: el amor es individual; nadie ama, con amor amoroso, a una colectividad o a un grupo sino a una persona única. El erotismo, en cambio, es social: por eso la forma más antigua y general del erotismo es la ceremonia colectiva, la orgía o la bacanal” (p. 98).

El retablo tríptico de Eros apunta así a direcciones y confines matizados y tamizados por el enigma necesariamente inventado y, además, por la religión elementalmente no comprada; amor amoroso, que preludia la llama doble, en tanto umbral poético amoroso. Sea como fuere, este momento tan sólo está sugerido en Pan, Eros y Psique. Eros, en el centro, nos recuerda que la colectividad es uno de sus territorios, y la sociabilidad armónica, una de sus tareas; ambos aspectos yacen empolvados en el mausoleo de la diversidad comercial actual. “Ahora el sexo se ha vuelto predicador público y su discurso es un llamado a la lucha: hace del placer un deber. Un puritanismo al revés. La industria convierte al erotismo en un negocio; la política, en una opinión” (p. 99). Doxa impía que amputa las alas del atado erótico sólo para mercadear con los rictus falsos y las carnes amoratadas de las pobres almas atrapadas por una falsa identidad comprada. Momentáneo triunfo de la separación que desagua sus indigestiones en los marcos del seudoderecho ontológico identitario normativo del comercio global. Nada más lejano a las coreografías sugeridas por Octavio Paz.

Dado que los proyectos de canalización amorosa de los ríos de fuego devienen tareas épicas, como encontrar caminos de concordia en la central de abastos de podredumbre, el propósito del maestro resulta loable. Los tres momentos del peregrinar del poeta pueden ser modelados a partir de las imágenes griegas que titulan el texto. Primer momento: el sexual (bestial-civilizado). Una sardónica sonrisa nos devuelve un rostro dotado de astas, abrigado por vello montañés, zancas de macho cabrío y pezuñas bífidas. Mitad bestia, mitad hombre, Pan seduce a jovencitas y jovencitos alelados a partir de los alamares sonoros de su flauta; la permisividad y diversidad “civilizada” de esta especie de musicalidad sólo responde a la mitad inferior de su ser: las dos notas son una sola. Segundo momento: el erótico (humano). Frecuentemente relacionado con la cosmogonía órfica, de rostro aniñado más bien andrógino e imponentes alas, Eros deja de pisar el mundo terrestre para volar en el éter; intermediario entre los hombres y los dioses, Eros dirige las fuerzas contrarias con ayuda de su gemelo Anteros, tanto las imágenes de lo “normal” como de lo “anormal” están dotadas de alas: las dos notas son una sola. Tercer momento: el amoroso (religioso). Ahora las alas de la armonía social son de mariposa, la Psyché del poeta se acerca más a la imagen de Itzpapálotl que a la Psique de Apuleyo, en tanto que implosión de imágenes contrarias; esta mariposa de obsidiana, que es luz en sí misma, si se acerca a la fuente de su amor, si acerca su luz a su amado, no sólo le ahuyentará sino le confundirá. Pan, Eros y Psique: imágenes centrífugas de la propuesta vanguardista de Octavio Paz.

1 Octavio Paz, Ideas y costumbres ii, Obras completas, vol. 10, edición del autor, México, Círculo de lectores/fce, 2006, p. 58.