Una lectura de Nuevo amor

 

Para E., porque, en la Tizapán, hablamos de estos versos

 

Aunque ociosa, debe formularse, para comenzar, una pregunta: ¿quién fue Salvador Novo? A esta pregunta han respondido no pocos críticos, pero entre las opiniones que aún se recuerdan sobre el asunto, descuellan dos: por una parte, la de Octavio Paz; por otra, la de Carlos Monsiváis. Para éste, Novo fue el homosexual temerario, el agitador cultural, que, al defender su derecho a la diferencia como Wilde, aun en contra de su insolidaria voluntad, ganó la libertad para los otros hijos de Sodoma; para aquél, ese hombre amoral y sin ideas que atacó a los débiles y agasajó a los poderosos, que escribió con caca y a quien sólo salvan los epigramas contra sí mismo. Lo cierto es que, entre ambos extremos, Novo fue, a pesar o de las diatribas estridentistas o del vejamen gráfico de los muralistas, el escritor mayormente dispuesto a dialogar, tanto en su poesía –no obstante su brevedad–,1 cuanto en sus ensayos y hasta en sus reseñas más fatuas, con la literatura moderna, que, en los años veinte del siglo pasado, tuvo su esplendor. De entre los Contemporáneos, ha escrito Christopher Domínguez, “fue el más ávido y el más informado; aunque no le interesó ejercer la crítica literaria y como ensayista le faltó la sensibilidad de Xavier Villaurrutia y la pasión por la ideas que caracterizaron a Jorge Cuesta, Novo fue, sin discusión, el moderno”.2 Novo, en efecto, no se conformó con la lectura de la nueva novela francesa o de la Revista de Occidente, pues sabemos que su conocimiento de la poesía vanguardista, en particular la anglosajona, llegó a ser enciclopédico. Al poeta que, en sus paseos por México, acompañó a Paul Morand y John Dos Passos, que tradujo a Ezra Pound y a Robert Frost, no le fueron ajenos Joseph Conrad, Marcel Proust o José Moreno Villa, como lo prueba una lectura incluso desatenta de la compulsiva enumeración de novedades que consta en su columna de El universal ilustrado de 1929.

La comodidad con la que Novo transitaba por entre las contradicciones que paralizaron a espíritus menos sofisticados que el suyo, a inteligencias menos atléticas que la suya, se atreve en su poesía. En XX poemas, Espejo y Nuevo amor, no se aprecia el influjo de ninguno de los entonces maestros de lengua española, como Enrique González Martínez –“cuya influencia sufrimos todos por los veintes”–3 o Juan Ramón Jiménez. Habiendo hecho escuela en la meticulosa, votiva, lectura de E. E. Cummings o de H. D., es decir Hilda Doolitle, Novo jamás dependió notoriamente de ellos. No es casual, por tanto, que Nuevo amor se haya traducido, casi de inmediato, al inglés y al francés.4

Aunque es cierto que en su libro acaso más personal y literario, Salvador Novo. Lo marginal en el centro, Monsiváis ha demostrado cómo la provocación satírica convirtió a Novo en el escritor homosexual que ganó, en un país apenas moderno luego de los estertores revolucionarios, la batalla que Oscar Wilde, su maestro, perdió en los tribunales de la Inglaterra del esteticismo, al haber logrado domesticar a sus enemigos, obligándolos a ser, durante décadas, clientes de su ingenio, no fue sino en un solo poemario, donde cantó, con opaca belleza, del amor que no se atreve a decir su nombre.

Es fama que Nuevo amor –publicado, en 1933, después de no haber dado ningún otro texto a la imprenta desde la aparición, en 1925, de XX poemas – se tiene por el poemario de la madurez, en cuya fortaleza estética, ha escrito Novo, “culmina mi inspiración. Cuanto pude sentir y expresar, está dicho y sentido en esos poemas” (AP, p. 5). Es una honda lamentación por la certidumbre de que el amor, desde su origen, no es sino la imagen de quien, en el pasado, ocupaba el espacio que ahora está vacío, ya esculpida en el recuerdo, ya presentida en la entrega de otro cuerpo. Por ello, quizá, han desaparecido, entre sus versos, la frivolidad, los dones satíricos. A diferencia de Espejo, donde, publicado simultáneamente, se ensayaba una biografía, en Nuevo amor el poema se concibe como el espacio en que la experiencia vital y la representación literaria se corresponden sin otro vínculo que la inmediatez, como el poeta lo asegura en la célebre entrevista con Carballo: “Entraña el acorde (que no el acuerdo) de la vida con su expresión artística. Estos poemas son la experiencia fresca, mediata, directa de lo que están expresando: no son reconstrucciones de estados de ánimo ni de vivencias”,5 lo cual no significa que carezcan, como podría creerse, del artificio retórico, es decir que no sean el producto del sentimiento filtrado por la inteligencia, característica en la poesía de la generación a la que el poeta pertenece.

Un amigo con café, 2016. José Pablo Loyola García

Un amigo con café, 2016. José Pablo Loyola García

Al ser el focus del poemario la evocación del amor como lo ausente, debe reconocerse que en ninguno de los poemas se atreve un rasgo gramatical que indique el género del objeto amoroso; revele que se trata, en el canto del poeta, de un amor entre dos del mismo sexo. No obstante, Monsiváis, que, para su análisis del poemario, suele privilegiar el elemento extraliterario de la biografía del escritor, reconoce los motivos de la obra en la marginalidad tanto social, cuanto afectiva, que Novo padeció por su orientación sexual, condenada en el México nacido de la Revolución. En el ensayo que dedica al poeta en Amor perdido, observa: “la desolación de Nuevo amor propone una explicación social: si el amor se atreve a decir su nombre, se hallará asilado, incomunicado sin remedio […]. El punto de partida podría ser el doloroso registro de la opresión social de los homosexuales [piensa en el poema final “Elegía”, que, sin embargo, no se unió a los otros sino hasta la edición de 1948] que va hacia la constancia del acto amoroso marginal como fundación y despoblamiento de la individualidad”.6 En una de las conferencias que, en agosto del 2001, dictó en la Cátedra Alfonso Reyes, regresa al asunto, al tratar de la poesía mexicana del siglo pasado, con palabras semejantes: “Novo es precoz y muy brillante, y pasa de los juegos de artificio de XX poemas a la sinceridad evocativa de Espejo y luego a la marginalidad (sicológica, más que sexual; del proyecto de vida a largo plazo más que del comportamiento). En Nuevo amor […] la condición amorosa se invoca como lo siempre ausente y se presenta a la luz de las opresiones de un gay de 1933, ávido de la plenitud que cancelan los prejuicios dominantes y dueño del patetismo que pretende el hálito de la tragedia”.7 E insiste nuevamente sobre la materia, en el examen que dedica por entero al poemario, Novoamor, donde, de manera semejante a los otros cometarios, apunta lo siguiente: “En Nuevo amor, la disidencia sexual explica el lenguaje (no tan) cifrado, las insistencias, la desolación, e incuso un hálito de falso y verdadero patetismo, el dolor de no haber evitado el «vacío interno» que no es sino la somatización del rechazo social, la confesión elevada al rango de expiación […]. La condición marginal es un fracaso previo, es la épica del incumplimiento, es la tristeza inabarcable de contemplar desde el resentimiento los días felices que jamás se han vivido […]. Novo acata una exigencia de la época: al no ser admisibles las relaciones amorosas entre «anormales», quien las desborde literariamente necesita consignar el despeñadero. Ya en marcha el espíritu desdichado, Novo expresa en los poemas lo que reprime socialmente: la emotividad y el erotismo específico, y también la inmersión en la desdicha […]. En Nuevo amor, el impulso estético es un exorcismo literario y es la humanización plena del proscrito”.8

Nadie ignora que Novo era homosexual. Basta leer los sonetos semiclandestinos que hace circular después 1955, en los cuales cantaba su amor por los iguales, o su novela, aunque inconclusa, La estatua sal, donde cuenta detalladamente su vida amorosa, pero sin ceder un solo momento a la vulgaridad. Empero, en Nuevo amor, los poemas, en sí mismos, podrían leerse tanto como Monsiváis lo ha hecho, cuanto como un canto desolado por la pérdida del amor, cuyo protagonista podría ser un hombre o un mujer que se lamenta por la evanescencia de su objeto amoroso, el cual podría ser también o un hombre o una mujer. Aunque podría pensarse, no sostengo que –contrario o a la gazmoñería o al pudor de algunos críticos como Peter Roster, que, en su estudio sobre la ironía en la poesía de Novo, siempre se refiere como “la amada” al destinatario del poemario–,9 debe omitirse la consideración de las circunstancias biográficas del autor, sino que los poemas impiden una lectura de Nuevo amor como la confesión de un homosexual mexicano de 1933, que se abisma en la imposibilidad de la feliz permanencia amorosa con su amado, aunque la posición que ocupan en la obra, además de su tomo confesional, podría sugerir su lectura como una secuencia que retrata las vicisitudes de una relación.

En su análisis, ¿qué omitieron tanto Roster, cuanto Monsiváis? Los epígrafes que, como el umbral del poemario, antecedieron los poemas en la primera edición del ’33, aunque uno de ellos desaparecerá en las ediciones posteriores (vid. DEM, p. 38). Como paratexto, el epígrafe, de entre las funciones que desempeña, permite al autor precisar indirectamente la significación del texto, pero también que el receptor formule un hipótesis acerca de su contenido. Retomados de la lírica de Shakespeare, los dos epígrafes que aparecen al inicio de Nuevo amor sugieren, por tanto, que éste dimana del canto del amante al amado. El primero corresponde a los dos versos iniciales del soneto XXXI: “Thy bosom is endeared with all hearts / Which I by lacking have supposed dead”; el segundo, al pareado final del celebérrimo soneto XVIII: “So long as man can breathe, or eyes can see, / So long lives this, and this gives life to thee”,10 es decir a la primera de las dos partes en que la crítica suele agrupar los 154 sonetos del isabelino, en la cual el objeto del canto es un hermoso joven rubio, a diferencia del objeto en la otra parte, del 127 en adelante, donde se canta a una dark laidy, lo cual permite a Novo, como lo ha notado Stanton,111 “una implícita apropiación homosexual sin tener que renunciar a la ambigüedad sexual del destinatario o la destinataria”, como el dramaturgo isabelino lo apostrofa en el XX soneto. Con la inclusión de estas referencias, Novo revela, como se ha advertido líneas arriba, que los poemas, aunque confesionales, son el producto del artificio literario, ya que Nuevo amor, mediante los versos de que se apropia, se remonta a la tradición que Petrarca había fundado, la del cancionero. Por tanto, el poemario de Novo debe leerse como si fuera un continuum poético, a lo largo del cual puede reconocerse el testimonio de quien padece los efectos del amor. Empero, la innovación de la obra de Novo es el tratamiento del amor perdido, la evanescencia de la identidad, es decir la confusión en la representación del objeto por el canto, entre el amante y el amado, a tal grado que resulta imposible distinguir al uno del otro.

En consecuencia, el recuento de la pérdida del objeto amoroso coincidiría con los seis primeros poemas de los once que informan la obra desde la edición definitiva del’ 48 –en la cual se incluye, como ya se ha dicho, “Elegía”–, que carecen, sin embargo, de título, y al cual pueden agregarse, para completar la serie, otros dos de los cinco poemas titulados que restan, “Glosa incompleta en tres tiempos sobre un tema de amor” y “Breve romance de ausencia”. Agrupados de esta manera, sin embargo, dos poemas quedan asilados de la serie: “Poema” y “Poema interrumpido”, lo cual rechazaría la idea de la obra como un todo. Por ello, me parece más apropiada una lectura que agrupe los poemas según los temas contenidos en los epígrafes del isabelino. Para ello, debe recordarse el contexto en el que originalmente se encontraban.

Los versos iniciales del soneto XXXI sugieren una suerte de simultaneismo en la fruición del amado por el amante, ya que éste proyecta todas las experiencias pasadas sobre aquél, redivivas ahora en su compañía, lo cual provoca que en la representación del amado habiten los espectros de los varios amores del pasado. Comparten el topos, a mi parecer, tanto los poemas que inician “Tú, yo mismo, seco como un viento derrotado”, “Junto a tu cuerpo totalmente entregado al mío”, “Hoy no lució la estrella de tus ojos”, cuanto los que se titulan “Glosa incompleta…” y “Breve romance de ausencia”. El pareado final del soneto XVIII retoma uno de los tópicos más caros a la lírica del Occidente, cuyos orígenes se remontan, cuando menos, a los poetas de Roma:12 en la corrupción a que todo en el mundo está condenado, el poeta puede, con sus versos, inmortalizar el objeto de su canto, derrotando al tiempo. El principio comporta necesariamente la recreación del objeto en la representación del amado mediante los versos del poeta. Por ello, lo que sobrevive al tiempo no es sino la imagen que el poeta, ya desde el presente, ya desde el pasado, ha ideado del amado, la cual, empero, es inmaterial, lo cual significa que el recuerdo del amado es una invención, como la Lesbia de Catulo o la Cintia de Propercio, aunque en los sonetos del isabelino se omita el nombre del amado, de lo cual Novo se sirve medularmente en su poemario. Con la capacidad que el poeta posee para inmortalizar al que alaban sus versos contenida en el referente, dialogan, a mi parecer, tanto el poema que comienza “Al poema confío la pena de perderte”, cuanto a los que se titulan “Poema” y “Poema interrumpido”, en los cuales, como Novo lo decía a Carballo, se conjugan claramente la experiencia vital y el testimonio literario.

Empero, en el poemario de Novo no se celebra la felicidad del amor realizado, ya que, como ha observado Stanton, “su centro obsesivo es el instante de la pérdida, el momento en el cual la conciencia percibe el advenimiento inaplazable de la soledad y del vacío”,13 como se revela en el poema inaugural (AP, p. 145). Poblado de imágenes mortuorias, como la crucifixión, la cripta, el embalsamamiento, el ahorcamiento, el envenenamiento, la electrocución, los sudarios, el poema puede dividirse en las tres oraciones de que se compone. En la primera, se atreve la certidumbre (“la breve luz de la conciencia”) de que el amor del poeta y de quien lo acompaña, en la “renovada muerte de la noche”, es un “crimen” –acaso porque es el encuentro de los iguales–, cuya penitencia, al haberlo cometido, no son sino los “adioses irremediables”, el “embalsamar el futuro”, el “dar vueltas como un tigre de circo / inmediato a una libertad inasible”: nunca poder vivir sin “nuestros disfraces”; en la segunda, se prolonga la idea de que al fracaso, al cual está destinado el amor, no sigue sino la muerte, que no puede rechazarse, ya que es un hecho: “Todos hemos ido llegando a nuestras tumbas / a buena hora, a la hora debida, / en ambulancias de cómodo precio / o bien de suicidio natural y premeditado”; en la tercera, el poeta renuncia a la ilusión de la permanencia con el compañero, al reconocer que el amor está ineluctablemente condenado a la separación: “Y yo no puedo seguir trazando un / escenario perfecto / en que la luna habría de jugar un papel importante, / porque en estos momentos / hay trenes por encima de toda la tierra / que lanzan unos dolorosos suspiros / y que parten”. Se anuncia aquí la idea que nutre todo el poemario: el malestar a causa de los otros, cuya moral señala y margina al diferente, como el poeta canta en “Elegía” (AP, pp. 156-157):

 

Los que tenemos unas manos que no nos pertenecen,

grotescas para la caricia, inútiles para el taller o la azada,

largas y fláccidas como una flor privada de simiente

o como un reptil que entrega su veneno

porque no tiene nada más que ofrecer.

Los que tenemos una mirada culpable y amarga

por donde mira la muerte no lograda del mundo

y fulge una sonrisa que se congela frente a las estatuas desnudas

porque no podrá nunca cerrarse sobre los anillos de oro

ni entregarse como una antorcha sobre los horizontes del tiempo

en una noche cuya aurora es solamente este mediodía

que nos flagela la carne por instantes arrancados a la eternidad.

Los que hemos rodado por los siglos como una roca desprendida del Génesis

sobre la hierba o entre la maleza en desenfrenada carrera

para no detenernos nunca ni volver a ser lo que fuimos

mientras los hombres van trabajosamente ascendiendo

y brotan otras manos de sus manos para torcer el rumbo de los vientos

o para tiernamente enlazarse.

Los que vestimos cuerpos como trajes envejecidos

a quienes basta el hurto o la limosna de una migaja que es

todo el pan y la única hostia

hemos llegado al litoral de los siglos que pesan sobre

nuestros corazones angustiados,

y no veremos nunca con nuestros ojos limpios

otro día que este día en que toda la música del universo

se cifra en una voz que no escucha nadie entre las palabras vacías

en el sueño sin agua ni palabras en la lengua de la arcilla y del humo.

José Pablo Loyola García

José Pablo Loyola García

Ya he sugerido la confusión de la voz y del objeto a lo largo del poemario, sin embargo ocurre, por primera vez, en el segundo de los poemas (AP, p. 146), cuyo primer verso, al comienzo, lo revela: “Tú, yo mismo […]”. A diferencia del poema inaugural, donde la voz asumía la identidad de la primera persona del plural (“tendernos”, “ocultarnos”), la cual supone el acuerdo de las partes, que, no obstante su complicidad, eran diferentes una de la otra, la voz, en este segundo poema, se reconoce en el espectro –en eso que está ahí sin estarlo– que ahora ocupa el espacio que, en el pasado, habitó el objeto amado, en cuya mirada el amante ya reconocía el origen de la catástrofe, el germen de la irremisible separación: “Ser una transparencia sin objeto / sobre los lagos limpios de tus miradas, / ¡oh, tempestad, diluvio de hace ya mucho tiempo!”. Con su historia, Narciso ha revelado el fundamento de la identidad: el reconocimiento de la imagen del sujeto reflejada en la mirada del Otro. El amor, a su vez, comporta la elección de uno objeto en particular por el sujeto, para reflejarse sólo en él, la cual supone, en la idolatría del amado para con el amante, cuando aquél no puede evitar contemplar a éste, la posibilidad de ser amado y no sólo de amar. Por ello, la existencia se cumplimenta en la mirada del otro que ama finalmente. En el poema, sin embargo, el poeta, que jamás abandonará la categoría del amante, cuando logra columbrar su imagen en la mirada de su acompañante, reconoce, como en los versos trascritos arriba, la nadería de su persona. Desde ese momento, cuando por el mundo vaga en busca del objeto perdido donde reconocerse, aunque sea de esa paupérrima manera, el poeta zozobra en la imposibilidad de la existencia: “fue desde entonces indiferente el mundo e infinito el desierto / y cada nueva noche musgo para el recuerdo de tu abrazo”, consciente de en que el porvenir, como en la intención de Aquiles por asir la sombra de Patroclo (Ilíada, XXIII, vv. 97-100), tan sólo aguarda el fantasma de su amor: “¿cómo en el nuevo día tendré sino tu aliento, / sino tus brazos impalpables entre los míos?”; consciente de que el presente hunde en el pasado ineluctablemente sus raíces: “Lloro porque eres tú para mi duelo / y ya te pertenezco en el pasado”.

Si en el anterior, el poeta trataba de la pérdida del amado, cuya imagen no es sino el remanente de su pretérita compañía, en el cuarto poema de la obra (AP, p. 148) se canta de la certidumbre de la desolación ante el vacío del objeto del deseo, cuya comprobación es el recuerdo.14 Dividido por las tres oraciones que gramaticalmente lo componen, el poema desarrolla el asunto en tres momentos que cronológicamente se suceden. En el primero, cuando finalmente el poeta goza de la entrega total de su objeto a la satisfacción del deseo, en la cual se está, al menos un instante, bajo el imperio del abrazo, en el claro concierto de la voz amada, en el riel de las miradas, sintió, como en una estampida inesperada, “el infinito vacío” del cuerpo ausente del amado. Si Vico, cuando rechazó el cogito cartesiano como el fundamento de la existencia, tenía razón al asegurar que, antes de pensar, el hombre siente, el poeta, en tanto que materia sensible, está condenado a una sola certidumbre acerca del pretérito contacto con su amado desaparecido: la sensación que impide aceptar, como las reminiscencias tras la estela del miembro cercenado, la verdad del páramo doliente del presente. A diferencia de Cavafis,15 donde, en la rediviva, anhelada, experiencia de la “amada sensación”, “el recuerdo del cuerpo despierta / y un viejo deseo recorre la sangre […]; los labios y la piel recuerdan / y sienten las manos como si de nuevo palparan”, Novo reconoce, acuitado, que sólo en la percepción de los sentidos habita el objeto perdido, que renace, para ahondar aún más el duelo de su desaparición, en el contacto con otro amor, que sólo confirma, al compararlo con el primero, la diferencia lapidaria: “Si todos estos años que me falta /como una planta trepadora que se coge del viento / he sentido que llega o que regresa en cada contacto / y ávidamente rasgo todos los día un mensaje que nada contiene sino una fecha / y su nombre se agranda y vibra cada vez más profundamente / porque su voz no era más que para mi oído, / porque cegó mis ojos cuando apartó los suyos / y mi alma es como un gran templo deshabitado”, como puede leerse en la segunda parte. La apertura de la última cláusula mediante la inclusión de un adversativo, niega que uno solo de los rasgos del amado se ha conservado en las ondas de los sentidos. El poeta, como extensión de sí mismo, talla una máscara que sobrepone al abismo de la ausencia, detrás de la cual no hay sino vacío, el hueco espacio del objeto del deseo: “Pero este cuerpo tuyo es un dios extraño / forjado en mis recuerdos, reflejo de mí mismo, / suave de mi tersura, grande por mis deseos, / máscara, / estatua que he erigido a su memoria”. Si acaso hubo, la consciencia demuele nuevamente la esperanza de volver a estar con alguien que no sea el poeta mismo.

Habiendo aceptado como hecho irremediable el abandono, el poeta asume la sempiterna condición del nauta derrotado: “Náufrago de mí mismo, húmedo del abrazo de las ondas, / llego a la arena de tu cuerpo / en que mi propia voz nombra mi nombre” (AP, p. 149), versos que se remontan, por su imagen, al idólatra cantor de Laura, cuando, en el soneto CXXXII del Canzoniere, vislumbraba la aniquilación entre las violentas ondas de su amante estado: “Fra sì contrari vènti in frale barca / mi trovo in alto mar senza governo” (vv. 10-11).16 Como sor Juana en los últimos dos versos de uno de sus más célebres sonetos “de amor y discreción” –“poco importa burlar brazos y pecho / si te labra prisión mi fantasía”–,17 el poeta parece encontrar consuelo en la idea que ha creado del amado ante su ausencia, aunque para ello debe conjurarse, sepultarse, el último residuo sensible del antiguo contacto, como en “Breve romance de ausencia” (AP, p. 155) se revela:

 

Único amor, ya tan mío

que va sazonando el Tiempo

¡qué bien nos sabe la ausencia

cuando nos estorba el cuerpo!

Mis manos te han olvidado

pero mis ojos te vieron

y cuando es amargo el mundo

para mirarte los cierro.

No quiero encontrarte nunca,

que estás conmigo y no quiero

que despedace tu vida

lo que fabrica mi sueño.

Como un día me la diste

viva tu imagen poseo,

que a diario lavan mis ojos

con lágrimas tu recuerdo.

Otro se fue, que no tú,

amor que clama el silencio

si mis brazos y tu boca

con las palabras partieron.

Otro es éste, que no yo,

mudo, conforme y eterno

como este amor, ya tan mío

que irá conmigo muriendo.

 

Despojado el amado de todo rasgo material, el poeta lo arrebata al olvido de los hombres mediante su poesía, como en el modelo shakespeariano. Empero, del amado el poeta no pude sino ofrecer una creación, una imagen que ha inventado. No obstante, en ello radica, si alguna bondad tuviera el gesto de entregar a la poesía las cuitas del amor (“Al poema confío la pena de perderte”, AP, p. 150), el carácter ejemplar de su tragedia, como, a la muerte de los compañeros, en “Poema” (AP, p. 153) se sugiere: “Mientras ruedan los siglos sobre nuestros ojos / otros hombres disecan los cantos que cantamos / y palpan con orgullo los débiles sueños nuestros. / Con firme mano escriben su sueño. / Así nosotros / dejamos nuestro signo sobre la huella antigua”. Empero, entregado una vez más a la autodepredación, Novo acude a la escritura, para confesar, en “Poema interrumpido” –fechado en 1927, es decir, a la edad de veintitrés años– el dolor que padece ante la incontestable verdad de la vejez, que, para un homosexual, impide la obtención hasta de las caricias pasajeras. Por la evidencia del paso irrefrenable de las horas, del impostergable advenimiento de los días, refulgen los vacuos rituales de la vida, ante los cuales no puede sino reconocerse que el infierno, sin duda, son los otros, cuyas infinitas convenciones, para ser uno de ellos, deben acatarse, aunque ello haya comportado para Novo la renuncia a vivir conforme a su deseo:

 

Estos ojos que aprisionan unos cristales

que se fatigan enjaulados

en las líneas de los libros.

Esta boca amarga de humo y de mentira

que se marchita sola, sedienta.

Estas manos que cogen lápices que estrechan

otras pobres manos,

que anudan mi corbata y aseguran mi encierro.

Un poco de oro cuesta la juventud,

el mañana a costa del hoy,

el hoy a costa del ayer,

la bendición a costa del beso,

los saludos a costa de la dicha.

 

 

 

 


1 A propósito, Octavio Paz observaba hacia los años setenta: “La brevedad no siempre es buena; tampoco escribir poemas únicamente durante la juventud. ¿Qué nos habría dejado Whitman si cesa de escribir a los treinta años? En cambio, la obra de juventud de Catulo es suficiente: no pedimos más. Lo mismo sucede con Novo: el erotismo eléctrico, la pasión y el asco, la desesperación lúcida (el casi-cinismo, la casi-piedad), la navaja de la inteligencia (para herir y para herirse), la precocidad y la procacidad, el dandismo y el sentimentalismo, la facilidad y la felicidad de la escritura –una obra breve y una larga resonancia. En diez años Novo recorre y agota todas las direcciones de la poesía moderna. Incansable, después escribe artículos, piezas de teatro, ensayos, sonetos y de vez en cuando regresa de la retórica a la poesía. Pero el arco que va de XX poemas a Never ever se despliega sobre un territorio magnético que no ha perdido ninguno de sus poderes de imantación. Cada aventura es una experiencia de rara intensidad y aún más rara autenticidad. Su obra es variada, no dispersa. La unidad está en la unión de dos intensidades: la de su sensibilidad y la del instante. No instantes de poesía: poesía instantánea” (O. Paz, “Poesía en movimiento”, en Poesía en movimiento. México, 1915-1966 , ed. de O. Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis, Siglo XXI, México, 17ª. ed., 1983, p. 15).

2 Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2005), FCE, México, 2007, p. 374.

3 Salvador Novo, “Prólogo a la antología”, en Antología personal. Poesía, 1915-1974, CONACULTA, México, 1991 (Lecturas Mexicanas. Tercera serie, 37), p. 23. Salvo indicación en contrario, todas las referencias a la poesía de Novo proviene de esta antología; en adelante, AP.

4 Respectivamente, en la trad. de Edna Worthley Underwood, Portland, Maine, The Mosher Press, 1935; en la de Armand Guibert, Tunez, Editions de Mirages, 1937 (Les Cahiers de Barbarie, 16) (Cfr., “Novo, Salvador”, Diccionario de Escritores Mexicanos. Siglo XX. Desde las generaciones del Ateneo y Novelistas de la Revolución hasta nuestros días, UNAM, México, t. VI, 2002, p. 37 ss.; en adelante, DEM).

5 Emmanuel Carballo, Protagonistas de la literatura mexicana, Empresas editoriales, México, 1965, p. 317.

6 Carlos Monsiváis, “Salvador Novo. Los que tenemos unas manos que no nos pertenecen”, en Amor perdido, Era, México, 2ª. ed., 1978, pp. 280-281.

7 C. Monsiváis, “Los Contemporáneos: las soledades en compañía”, en La tradición de las imágenes, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey-FCE, México, 2ª. ed, 2003, pp. 68-69.

8 C. Monsiváis, Novoamor, Tintanueva, México, 2001 (Oscura palabra, 14), pp. 7-8, 10.

9 Cfr., Peter Roster, La ironía como método de análisis literario: la poesía de Salvador Novo, Gredos, Madrid, 1978, pp. 145-174.

10 Se pueden consultar los sonetos originales en William Shakespeare, The sonnets, ed. de Douglas Bush y Alfred Harbage, Penguin Books, Tennessee, 1970, pp. 51, 38.

[11]Anthony Stanton, “Salvador Novo y la poesía moderna”, en Inventores de tradición: ensayos sobre poesía mexicana moderna, Colmex-FCE, México, 1998, p. 165.

12 Si no me equivoco, una de las más antiguas referencias se encuentra en Tibulo (Elegías, I, 4, vv. 65-66): “Quem referent Musae, vivet, dum, robora tellus, / Dum caelum stellas, dum vehet amnis aquas.”

13 A. Stanton, op. cit., p. 165 s.

14 Vid., el comentario in extenso de A. Stanton, op. cit., pp. 168-169.

15 C. P. Cavafis, “Vuelve”, en Poesía completa, ed. y trad. de Pedro Bádenas de la Peña, Alianza, Madrid, 5ª. ed., 2003, p. 118.

16 Francesco Petrarca, Canzoniere, ed. de Ugo Dotti, Feltrinelli, Milano, 4ª. ed., 1999, p. 168.

17 Sor Juana Inés de la Cruz, “Detente, sombra de mi bien esquivo”, en Lírica personal, FCE, México, t. I, 1995, pp. 287-288.