¿Estamos preparados para encontrar?

 

Dicen los psicólogos que lo reprimido siempre retorna, que aquellos monstruos que buscamos ocultar finalmente nos alcanzan. Así los crímenes que se callan, los cuerpos que se entierran y el grito doloroso de quienes sufren en silencio.

De unos años a la fecha México ha acumulado un inventario de fosas, entierros clandestinos y formas irregulares de inhumación de cuerpos, que resultan ser un atentado no sólo contra quienes han sido enterrados de manera indigna, sino también contra todos los que seguimos respirando y podemos correr con la misma suerte, por error, o porque aquí todo es posible.

Si hoy sabemos de la existencia de estas fosas llenas de cuerpos y de fragmentos de ellos es porque los familiares de personas desaparecidas no han parado de buscar a quienes aman y en esa búsqueda han descubierto un país devastado que oculta sus heridas bajo la tierra.

En noviembre de 2011 acompañé a los familiares de personas desaparecidas de Tijuana a explorar uno de los predios donde el llamado “Pozolero” habría disuelto al menos 300 cuerpos en sosa cáustica. Lo que parecía una leyenda de terror se hizo realidad ante nosotros, dejándonos sin aliento. Nunca voy a olvidar el llanto de una madre que no comprendía, que no podía imaginar a su hijo convertido en lo que veían sus ojos.

Cinco años después acompañé a las llamadas “Buscadoras” de El Fuerte, Sinaloa, un grupo de mujeres, la mayoría madres de jóvenes desaparecidos, quienes se reúnen a buscar a sus hijos dos veces a la semana desde noviembre de 2014. Mirna Medina, la fundadora del grupo, dice que no se siente orgullosa de haber localizado ya 58 cuerpos, y regresar 36 de ellos a sus familias; pero que siente un gran alivio cada vez que localiza uno porque renueva la esperanza de que su hijo Roberto siga vivo y porque permite ofrecer un entierro digno a quienes se les ha negado.

Un domingo del mes de marzo, sobre una camioneta destartalada recorrí con las Buscadoras predios solitarios rodeados de cerros desde los cuales, me advirtieron, nos observaban “los malosos”. El primer cuerpo apareció tan sólo unos pasos después de bajar de la camioneta, señalado por un leñador que se había compadecido del dolor de las mujeres, expertas en la descripción del hallazgo: “se trata de un hombre joven, mira la dentadura, muy conservada, campesino, por los huaraches se ve”.

En el mes de abril de 2016 participé de la Primera Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas, una iniciativa que reunió a familiares de diferentes estados de la república en Amatlán de los Reyes, Veracruz, con el propósito de abrir las fosas clandestinas ocultas por la mordaza del miedo que se ha instalado entre los pobladores del norte de Veracruz. La Brigada no sólo logró el hallazgo de más de 17 fosas clandestinas, sino que permitió levantar la voz a decenas de familias que no se habían atrevido a poner una denuncia por el miedo a las represalias de aquellos que, en vez de brindar seguridad, desaparecieron a sus jóvenes y amenazaron a los sobrevivientes.

En Coahuila, Oscar Sánchez-Viesca y Silvia Ortiz, padres de Fanny, una joven de 16 años desaparecida en 2004, se han vuelto expertos en la búsqueda en el desierto. Lamentablemente las formas de exterminio que enfrentan no les han permitido encontrar más que pequeños fragmentos de hueso calcinado entre toneladas de tierra, que deben cribar durante horas y días para rescatar cada pedazo de que lo que antes fuera vida.

La mayoría de estas búsquedas iniciaron después de que los familiares de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en Iguala, salieran a buscar a los jóvenes en el campo y hallaran decenas de fosas clandestinas que revelaban una tragedia mayor. La labor fue continuada por el Comité los Otros Desaparecidos de Iguala, conformado por más de 500 familias, la mayoría de ellas campesinos y campesinas que con palas y picos han logrado encontrar más de 150 fosas desde entonces.

Las fosas en las que se depositan cuerpos de manera criminal por todo el territorio mexicano no sólo son producto de la acción de grupos de la delincuencia. El término “narco-fosa” ha sido rebasado por una realidad mucho más compleja. En mayo de 2016 nos enteramos de la historia de Olíver Wenceslao Navarrete, un joven comerciante de 31 años de edad, que había sido privado de su libertad tres años antes y enterrado por la Fiscalía de Justicia del Estado de Morelos en la fosa común de Tetelcingo en el Municipio de Cuautla, a pesar de que había sido plenamente identificado por su familia en el Servicio Médico Forense unos días después de su muerte.  Gracias a un video grabado por la madre y la tía de Olíver, fuimos testigos de una escena de terror: para inhumar al joven fue necesario desenterrar más de 100 cuerpos que habían sido depositados como “basura” por parte de la Fiscalía del Estado (Robledo et.al, 2016). Dice su madre que Olíver siempre fue un joven fuerte, tanto que pudo sostener esos cuerpos sin sufrir daños y transmitir la necesidad de ser rescatado, así como a quienes lo acompañaron en su destino.

Este hecho fue denunciado por los familiares de personas desaparecidas con el apoyo de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, quienes exigieron al Estado la pronta exhumación de la fosa, para garantizar la identificación de todas aquellas personas que, como Olíver, pudieron haber sido enterradas en el marco de la ilegalidad.

Las fosas de Tetelcingo revelaron una veta más de la tragedia de la desaparición forzada de personas en México: ahora sabemos que es posible que muchas de las personas que buscamos hayan sido inhumadas por las propias autoridades, en un acto de doble desaparición de los cuerpos; termina por impedir el hallazgo y la identificación de quienes están siendo buscados por sus familiares.

No debemos olvidar que los familiares de personas desaparecidas buscan con la esperanza de encontrar con vida a sus seres queridos. Desde el momento mismo de la desaparición se vuelcan a las calles, a recorrer callejones solitarios, lotes baldíos, canales, a infiltrarse en grupos criminales, bares de trata de personas o incluso corporaciones policiacas con tal de saber algo. En los últimos meses los familiares de Coahuila se organizaron para visitar los Ceresos del estado en búsqueda de los desaparecidos con la certeza de que muchos pueden estar en las prisiones. Se han conocido casos de jóvenes secuestrados dentro de los penales, incomunicados de sus familias, privados de su libertad por crímenes que no cometieron. La búsqueda en vida, dicen los familiares que ya son expertos, implica más riesgos que la búsqueda en muerte, porque los obliga a enfrentarse directamente a grupos criminales que se dedican al tráfico de personas, el reclutamiento forzado, el tráfico de sustancias ilegales y la defensa de los poderes económicos y políticos.

El inventario de casos y retos que enfrentan los familiares podría continuar en un acto casi pornográfico de apología del terror. Me detendré aquí para destacar las reflexiones necesarias que debemos considerar como sociedad frente a estos hechos.

Una primera pregunta que debemos hacernos es si estamos preparados para encontrar. Y esta pregunta va dirigida tanto a los familiares de personas desaparecidas como a las autoridades y a la sociedad en general.

Por una parte debemos considerar que la mayoría de quienes buscan y encuentran son mujeres. Cargan en sus espaldas no sólo el sostenimiento moral y material de sus hogares, sino que ahora deben lidiar con situaciones extremas para las que no estaban preparadas, si es que alguien puede estar preparado para algo así.

Ellas vieron salir a sus hijos e hijas llenos y llenas de vida de sus casas y ahora encuentran osamentas, cuerpos envueltos en cobijas y bolsas deterioradas, como una señal de que todo va mal, aunque se sostenga la esperanza de encontrarles con vida.

Las hemos dejado solas en estas búsquedas, que nos corresponden a todos. Búsquedas que deberían tener como propósito esclarecer la verdad sobre lo que nos ha sucedido, castigar a los culpables de atrocidades y restituir a las familias, por fin, un poco de la tranquilidad que les ha sido arrebatada.

El hartazgo y la desesperación han hecho que ellas decidan salir a la búsqueda en acciones que no necesariamente derivan en un carácter reparador de los hallazgos, en tanto no existen las condiciones suficientes para la identificación y la judicialización de los casos.  Sus búsquedas, aunque han sido cuestionadas por banalizar y “brutalizar” la labor forense (Huffschmid, 2015: 198), nos han develado desde la precariedad aquello que había sido negado, haciendo legibles en los miles de restos hallados las violencias extremas presentes en este contexto de economías criminales.

La pregunta ahora debemos hacerla a las autoridades. La respuesta es sencilla; existe suficiente información para demostrar que no están preparadas. La mayoría de cuerpos recuperados por los familiares en búsqueda no han sido identificados. Algunos de ellos acumulan años de espera en los laboratorios estatales y federales por una prueba genética y cuando ésta es posible las opciones de una identificación plena se reducen al mínimo por la inexistencia de bases de datos actualizadas y homologadas entre la federación y las entidades estatales. No digamos el caso de los migrantes desaparecidos, que nos pone frente a un reto mayor y la necesidad urgente de mecanismos de búsqueda transnacional.

Hemos visto cómo las autoridades han sido permisivas y en algunos casos han apoyado las iniciativas ciudadanas de búsqueda en algunos estados de la República. Temo que esta actitud podría revertirse en contra de los buscadores y buscadoras, pero también en contra de todos nosotros. En primer lugar porque existe el riesgo, y ya se demostró en Tetelcingo, de que los familiares sean criminalizados por llevar a cabo estas búsquedas. Y en segundo lugar porque es posible que sus hallazgos sean desechados en el marco del nuevo sistema de justicia penal, que obliga a la preservación de la evidencia y el respeto de la cadena de custodia. ¿Podría considerarse maquiavélico pensar que les conviene que sigamos encontrando de esta manera a sabiendas de que esto no nos llevará a la justicia?

Las experiencias de exhumación en otros lugares del mundo nos pueden dar luces en este sentido. En Guatemala, que sufrió un periodo represivo en los años ochenta con un saldo de más de 100,000 personas asesinadas en masacres colectivas, se llevaron a cabo cerca de 700 exhumaciones entre 1992 y 2006. De éstas sólo siete llegaron a juicio, es decir, 1% del total de exhumaciones realizadas en todo el país (Navarro, 2007).

Susana Navarro (2007), psicóloga social especialista en exhumaciones, explica que gran parte de este fenómeno se debe a la impunidad sostenida a través de los años, que siembra miedo e impotencia entre los familiares de las víctimas. Las autoridades han obstaculizado la investigación penal, han alterado las pruebas, han amenazado a los familiares y sus acompañantes y sostienen formas de corrupción que impiden confiar en la institucionalidad y promover la vía judicial. En México no estamos muy lejos de esta realidad.

El dilema de fondo gira en torno al concepto mismo de justicia. ¿Justicia para qué y para quién? Para los familiares lo primero es encontrar. Muchos, incluso dicen renunciar al castigo a los culpables con tal de dar sepultura a los restos de sus seres queridos o encontrarlos con vida.

Lo cierto es que cada hallazgo de una fosa está revelando crímenes atroces. Si como sociedad no tenemos la capacidad de saber lo que sucedió y de castigar a los responsables, estaremos desperdiciando el camino que las exhumaciones abren para alcanzar la justicia, y revirtiendo el proceso de corresponsabilidad compartida sobre estos crímenes.

En Chile, el caso de Viviana Díaz Caro, una de las fundadoras de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, hija de Víctor Díaz López, ex dirigente del Partido Comunista desaparecido en el Régimen Militar de Pinochet, nos sirve, entre muchos otros, como un ejemplo. Setenta y siete militares se encuentran en prisión por la desaparición de su padre y más de 25 años después de la búsqueda Viviana logró recuperar sus restos. Esto le permitió, no sólo a ella, sino a la sociedad chilena comprender la manera en que se ejercen los dispositivos de eliminación a través de la cadena de mando y promover mecanismos de castigo que reviertan la impunidad.

Para lograr estos propósitos de verdad y justicia el paso del tiempo es un enemigo. Así lo ha demostrado el caso de la dictadura franquista en España que se implantó entre 1936 y 1975. Cuatro décadas después de terminada la represión, las autoridades apenas están abriendo espacios institucionales para la recuperación de la memoria histórica, pero los viejos están muriendo y con ellos la posibilidad de recuperar sus testimonios y las pruebas genéticas que permitan la identificación de los miles de cuerpos hallados. Aún después del paso de los años hablar de memoria en España continúa generando conflicto. Memoria, verdad y justicia son procesos con un alto grado de complejidad que requieren organización y resistencia.

Finalmente tenemos que hacernos la pregunta a nosotros mismos: cómo sociedad ¿estamos preparados para encontrar? Los familiares de personas desaparecidas insisten en sus testimonios en la sensación de soledad y rechazo por parte de sus redes más cercanas, vecinos, amigos e incluso familia, y por parte de los ciudadanos que los estigmatizan y rechazan.

Como sostiene Judith Butler (2006), quienes no tienen la posibilidad de representarse, corren mayores riesgos de ser tratados como menos que humanos; por ello el rostro constituye una condición para la humanización y es la presencia del rostro lo que humaniza. Son los familiares los que cargan el rostro de quienes fueron desaparecidos y con ellos el terror de la desaparición. Pararnos frente a su dolor para construir un acto de empatía que humanice todas esas vidas perdidas implica una conciencia crítica pero sobre todo empatía y compasión.

Al preguntarse por qué el amor es importante para la justicia, Martha Nussbaum (2014)  señala que el tipo de engranaje imaginativo que precisa la sociedad es el que se nutre del amor, si comprendemos que todos los principios políticos, tanto los buenos como los malos, requieren para su materialización y su supervivencia de un apoyo emocional. Este proyecto emocional que debemos empezar a construir funcionará únicamente si halla vías para hacer que lo humano pueda inspirar amor e inhiba el rechazo y la vergüenza.

Una segunda pregunta, al menos en el marco que me corresponde como científica social, es sobre el papel de la academia frente a esta tragedia. Luis Fonderbrider,1 fundador del Equipo Argentino de Antropología Forense da cuenta de la indiferencia sistemática de los académicos para atender el tema de la desaparición de personas en la mayoría de los países que ha visitado. Como él, yo no he sentido en carne propia lo que es tener un familiar desaparecido, pero he escuchado durante años testimonios que me señalan la magnitud de la asignatura pendiente que tenemos como académicos para acompañar estos procesos.

En las protestas más recientes en México nos han llamado a pasar “de la indignación a la digna acción”. Como señala Esteban Krotz (2016), para los profesionales de las ciencias sociales, este llamado se traduciría en pasar “de la indignación a la reflexión”. Para ello al menos tres acciones son indispensables. Primero, disponer de información validada y sistematizada, recuperando principalmente las fuentes primarias de información. Segundo, avanzar hacia el reconocimiento de las continuidades y rupturas estructurales que nos permitan construir argumentos probables sobre causas y efectos de lo que nos está pasando. Y tercero, construir un diálogo horizontal con quienes han sido afectados por la violencia en el marco de una ciencia comprometida socialmente, tejiendo metodologías colaborativas que recuperen el valor de las emociones y la implicación de los científicos como sujetos políticos.

En el campo de la búsqueda e identificación de personas desaparecidas los retos son enormes. Frente a ello sólo quisiera mencionar la necesidad urgente de que se sigan desarrollando estrategias de colaboración con las víctimas en el ánimo de generar bases de datos confiables, capacitar recursos humanos preparados para enfrentar estos retos, y promover la participación de peritos independientes, que hagan posible el esclarecimiento de los hechos y el acceso a la justicia.

Los verdaderos protagonistas de esta lucha son los familiares de personas desaparecidas, ellos nos recuerdan que nadie está a salvo y que nos corresponde a todos actuar. Ya permitimos que se impusiera la impunidad sobre los crímenes de la guerra sucia y permitimos que volvieran a repetirse hechos similares y aún más dramáticos. Estamos a tiempo de revertir esta historia.

 

Referencias:

Butler, Judith, Vida precaria, El poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós, 2002.

Huffschmid, Anne, “Huesos y humanidad. Antropología forense y su poder constituyente antes la desaparición forzada”, Athenea Digital, N. 135 (3), 2015, pp. 195-214.

Krotz, Esteban, “Qué hacer como científicos sociales ante atrocidades como Tlataya y Ayotzinapa?”. Blog comecso. (2016, 10 de febrero). Disponible en:  http://www.comecso.com/?p=6683

Navarro, Susana, “¿Por qué las exhumaciones no conducen a procesos de justicia en Guatemala? Datos y reflexiones desde una perspectiva psicosocial”, Revista Cejil, N.3, 2007, pp. 90-99.

Nussbaum, Martha C., Emociones políticas, ¿Por qué el amor es importante para la justicia? Buenos Aires: Paidós, 2014.

Robledo, Carolina, Lilia Escorcia, May-ek Querales y Glendi García, “Violencia e ilegalidad en las fosas de Tetelcingo: Interpretaciones desde la antropología”, Resiliencia, N.3., (2016, septiembre 7). Disponible en: http://www.revistaresiliencia.org/tetelcingo/interpretacionesantropologia/

 

1 Video: mesa redonda “Desaparecidos. La búsqueda de los desaparecidos”, Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Disponible en: http://www.cccb.org/es/multimedia/videos/desaparecidos-la-busqueda-de-los-desaparecidos/212185