A partir de la crisis de gobernabilidad que se visibilizó en México desde el 26 de septiembre de 2014, con la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, se ha desplegado una serie de manifestaciones estéticas e intervenciones en el espacio público, dejando ver un potencial creativo que había permanecido latente –e incluso silente– durante muchos años. La organización de la sociedad civil ha alcanzado a sectores de la población que hasta ahora habían permanecido al margen de cualquier movilización social; importante ha sido la activa participación de la comunidad artística con asambleas y paros de actividades en instituciones que, históricamente, no solían intervenir en actos políticos. Resulta entonces muy acertado, dado el contexto nacional, realizar una revisión de las experiencias de diálogo contemporáneo entre el arte y la política en México, identificando la violencia –ejercida, las más de las veces, desde el Estado mismo–- como uno de los móviles nodales de esta relación.

Fue en la década de 1960 cuando en América Latina la idea de una revolución se tornó casi palpable, y las formas de representación que con esta idea germinaron constituyen un eslabón clave no sólo en la construcción de un relato visual propio de nuestro subcontinente, sino que abonan en la búsqueda de alternativas tanto de creación y producción, como de distribución y circulación, al proponer, más allá del museo, nuevos espacios de exhibición. La construcción simbólica de los procesos sociales es un elemento clave para comprender su desarrollo, no sólo como una respuesta de quienes se oponen a determinado sistema, sino también como una imposición del sistema mismo que penetra proponiendo e imponiendo imaginarios propios que coincidan con su fórmula política y económica. Dominar desde lo cultural es, para los regímenes autoritarios, una ventaja de control necesaria para mantenerse y justificarse en el poder.

Este ensayo busca dar cuenta de algunas categorías que tensan la relación entre arte y política en México, teniendo como protagonistas a los movimientos sociales, el Estado y las instituciones del capital cultural a través de la reflexión sobre la memoria colectiva y la historia. El principal objetivo es discurrir sobre los recientes acontecimientos en México y las formas de representación visual fundadas en la justicia y la memoria que aquellos han suscitado. Todo sitio o monumento emplazado como memoria histórica a la luz de la conciencia pública tiene siempre un propósito, una agenda basada en ideas a ser representadas con la intención de que no se olvide que algo pasó, y que no debe repetirse. Es decir, funciona como un espacio de duelo público orientado al futuro como espacio de reconocimiento público, sin que por ello queden amnistiadas las demandas de verdad y justicia. Se erige en nombre de lo innombrable, huella mnemónica que afronta y no elude el trauma histórico. Algunos otros monumentos orientados también a la memoria futura “intentan alguna forma de retribución, un saldo de cuentas simbólico que facilite la reconciliación sin el perdón”.1 Es el caso de los padres y madres de los niños que fallecieron quemados en una “guardería” en Hermosillo, Sonora; o el de las Madres de Mayo en Argentina y los familiares de “los 43” normalistas de Ayotzinapa. ¿Qué restitución es posible cuando los mismos asesinos encumbrados en el Estado y los diferentes niveles de gobierno y de autoridad se burlan de quienes padecen la injusticia? Si la ley y la justicia no alcanzan ni en sus aspectos más formales e informales: ¿Qué justicia? ¿Hasta qué punto puede representarse el dolor y el sufrimiento de quienes han padecido esta injusticia?

El 2 de abril de 2013, los miembros del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, liderados por Javier Sicilia, lanzaron una campaña para reconvertir la Estela de Luz en un espacio de paz en memoria de las víctimas de la violencia. La propuesta era que en el monumento del Bicentenario de la Independencia se documentaran las vidas perdidas no solamente de la lucha reciente contra el narcotráfico, sino de procesos sociales que también han dejado víctimas como la “guerra sucia” de los años setenta, los feminicidios en Ciudad Juárez, los caídos en Tlatelolco durante el movimiento estudiantil del 68, y los periodistas asesinados y desaparecidos. La propuesta no fue aceptada.

El gobierno de Felipe Calderón había previsto un monumento para las víctimas de la guerra contra la delincuencia organizada; paradójicamente, se trataba de víctimas de una guerra que él comandó. A pesar del rechazo de muchos sectores de la sociedad, de manera particular de las familias de las víctimas, el 5 de abril de 2013, con cuatro meses de retraso, el secretario de Gobernación de la administración siguiente, Miguel Ángel Osorio Chong, inauguró el Memorial de Víctimas a un costado del Campo Marte, en el Bosque de Chapultepec. Que precisamente ahí se rindiera homenaje a los 90 mil muertos y 25 mil desaparecidos que se calculaban desde 2006 a ese entonces suscitó la opinión generalizada de que la intención del expresidente Calderón era “congraciarse con los militares”, más que con las víctimas. El Memorial de las Víctimas contiene 64 placas de acero de gran tamaño en las que no están grabados los nombres de las víctimas, sino frases de personalidades como Martin Luther King, Octavio Paz, Edmund Burke y Rainer Maria Rilke que invitan a la reflexión sobre la justicia, la memoria y la pérdida de seres queridos. Cuenta con iluminación que permite visitarlo de noche y en él se invirtieron 31.2 millones de pesos.

No obstante, la oposición del gobierno a la propuesta de Sicilia, el Movimiento por la Paz con Justicia y la Dignidad ha hecho suyo el monumento al bicentenario de la independencia. De ese modo, en lugar de significar la entrada de México a la sociedad informacional, el monumento ha sido convertido en un espacio de elaboración colectiva del duelo por las muertes y las desapariciones forzadas, y en un lugar simbólico de la lucha por la verdad y la justicia. Su original intención –eufórica celebración de un México supuestamente inserto en la conectividad y la globalización– fue desplazada por la memoria de la violencia y el terror que día con día congrega a las familias de las víctimas y a quienes acompañan sus demandas.

Así, el mundo, “las prácticas y los objetos valiosos se hallan catalogados en un repertorio fijo. Ser culto implica conocer ese repertorio de bienes simbólicos e intervenir correctamente en los rituales que lo reproducen. Por eso las nociones de colección y ritual son claves para deconstruir los vínculos entre cultura y poder”.2 Por consiguiente, la esencia nacional queda fijada entre realidad y representación, ontológicamente. Por repetición y orden calendarizado, incluso en la agenda de gobierno anual, el orden asegura su perpetuación y monotonía. Para el conservadurismo tradicionalista (patrimonialista), “el fin último de la cultura es convertirse en naturaleza. Ser natural como un don”.3 El festejo ritual se inculca como natural, originario y legítimo, se celebra siempre como nunca y nunca –aparentemente– como siempre, a pesar de su repetición y monotonía acrítica y ahistórica. “La excesiva ritualización –con un solo paradigma, usado dogmáticamente– condiciona a sus practicantes para que se comporten de manera uniforme en contextos idénticos, e incapacita para actuar cuando las preguntas son diferentes y los elementos de la acción están articulados de otra manera”.4 Bajo el halo de la tradición se esconden las contradicciones históricas en donde pasado y presente se entrecruzan. Conmemorar se torna compensación para evitar líneas de fuga que pudieran resultar en nuevas significaciones y horizontes de sentido e interpretación distinta sobre lo aparentemente-siempre-lo-mismo. Las imágenes que tenemos de otros pueblos y del propio están asociadas a cómo se nos contó la historia cuando éramos infantes. La escuela es una institución encargada de transmitir conocimientos pero también de socializar los valores culturales de la sociedad que la contiene. No es sorprendente, entonces, que la escuela sea también un lugar privilegiado de transmisión y reproducción de la memoria social.

En su Tesis de filosofía de la historia, Walter Benjamin realizaba una crítica al historicismo (la modalidad historiográfica dominante en su época) desde una perspectiva marxista; se refería al materialismo histórico y en especial a la memoria como una posibilidad de irrupción del pasado en el presente, en aquellos “momentos de peligro”, cuando las circunstancias actuales lo demandasen. Desde entonces, sabemos que historia y memoria son dos discursos, dos prácticas, dos campos que se refieren al pasado, que representan el pasado (lo traen al presente), pero lo hacen de manera distinta. Maurice Halbwachs dice que “la memoria individual puede respaldarse en la memoria colectiva, situarse en ella y confundirse momentáneamente con ella para confirmar determinados recuerdos, precisarlos, e incluso para completar algunas lagunas”.5 Un ejemplo es el  movimiento zapatista, que ha pretendido reconstruir en estos 22  años la memoria colectiva del indigenismo; sin embargo, no olvida que él mismo es parte de cierta narrativa colonial y pretende reescribir la memoria enlazando psíquicamente su historia. Mientras que el gobierno mexicano se esfuerza en insertarse dentro de la globalización, diversas grupos luchan por construir una sociedad multicultural en el seno de un país asediado por su herencia colonial . La memoria colectiva se conecta en las luchas, en las guerras libradas para romper con las hegemonías; y hoy, aunque no quieran, son esos los rumbos a seguir para superar la marginación que viven indígenas, mestizos, blancos, negros, migrantes, porque los contextos marginan y los marginados se encuentran y resignifican el presente. Se trata de una cadena de eventos traumáticos que muchas veces se guardan en el inconsciente y/o en lo más profundo del ámbito cultural, por lo que su repetición y reproducción quedan aseguradas acríticamente entre las generaciones de ayer y las de mañana. La posibilidad de una verdadera recuperación de la identidad y la libertad, de lograr una nación más equitativa, justa y democrática, pasa precisamente por los usos públicos de la memoria y la historia.

Los estudios sobre la memoria que se refieren a los regímenes totalitarios, las dictaduras e incluso los órdenes democráticos aluden a la manipulación o al abuso de los posibles significados del pasado, incluida la imposición de la voluntad de olvido sobre las historias del dolor, el horror y la represión: toda política de la memoria (que pretende recordar, visibilizar algo) implica una política del olvido (desvanecer, invisibilizar algo). Ello nos recuerda la famosa máxima benjaminiana de que “no existe un documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie”, lo que nos exige tratar de recuperar esos pasados de los vencidos, “pasarle a la historia el cepillo a contrapelo”. La memoria colectiva tiene la función de brindar coherencia y sentido de mismidad a un grupo a lo largo del tiempo. La historia es, a su vez, una ciencia que articula los tiempos históricos: se ocupa de estudiar el pasado a partir de sus huellas (documentos), siempre desde un presente, con la intención de estudiarlos y posibilitar la imaginación y construcción de futuros alternativos. La brecha entre espacio de experiencia y horizonte de expectativa se ha estirado de tal manera que parece que viviéramos en un presente permanente, sin ayer y sin mañana: sólo hoy. Temporalidades y memorias múltiples, escindidas y yuxtapuestas; representación histórica y coyuntura política; los conflictos y luchas de ayer: ¿cómo los recordamos y cómo influyen en los sucesos de hoy?; poder y saber: ¿quién y cómo cuenta la historia (cómo cambia su discruso a través de los siglos)? Colonialidad: ya acabó el período colonial, pero ¿ya han sido trascendidas sus estructuras simbólicas y discursivas que influyen en lo social?

La memoria, la historia, el resarcimiento histórico de situaciones de injusticia e iniquidad, la experiencia traumática y, a través de todo esto, la redención. Lo anterior se suma a la situación global, la parafernalia mediática que inventa la realidad y hace aparecer continuidad donde sólo pueden existir discontinuidades múltiples. ¿En dónde inscribir la experiencia, el testimonio, el resabio, el recuerdo, el trauma, el litigio, si el orden del tiempo expulsa toda posibilidad no deseada a la continuidad (continuismo) capitalista? Dice Agamben: “Un verdadero materialista histórico no es aquel que persigue a lo largo del tiempo lineal infinito un vacuo espejismo de progreso continuo, sino aquel que en todo momento está en condiciones de detener el tiempo porque conserva el recuerdo de que la patria original del hombre es el placer”.6 Tiempo y nación, escritura e historia, narración y memoria, son todos discursos propios o correlatos de la temporalidad propia de la Modernidad, sin los cuales el pensamiento en el tiempo difícilmente podría operar. A decir de Bhabha,

 

la unidad política de la nación consiste en un desplazamiento continuo de la angustia causada por la irredimible pluralidad de su espacio moderno; lo que equivale a decir que la territorialidad moderna de la nación se ha transformado en la temporalidad arcaica y atávica del Tradicionalismo. La diferencia de espacio retorna como la Identidad consigo misma del tiempo, volviendo Tradición al Territorio, y volviendo Uno al Pueblo.7

 

Los diferentes procesos de colonialismo y las formas contemporáneas de poscolonialismo imperantes en gran parte del mundo son a menudo ejemplo de naciones integradas de manera incompleta, ajenas a sí mismas, en situación de orfandad irrecuperable y de total irrealizabilidad nacional; incluso de Estados fallidos. No obstante,  estas naciones están aparentemente unidas por los planes del capitalismo mundial y los intereses geopolíticos internacionales cuyas decisiones –salvo en raras ocasiones– se deciden muy lejos de donde podrían resolverse los problemas locales. Un ejemplo de ello es También la lluvia,8 película de Icíar Bollaín en la que podemos ver cómo los indígenas de Bolivia parecen ser los mismos de antes de lograr la independencia nacional, pues sus condiciones de vida actuales son iguales o peores que entonces; la única diferencia parece ser su atuendo actual. Dice Rufer: “En las zonas colonizadas el tiempo era esa relación intersubjetiva que combinaba órdenes simbólicos de la comunidad, el trabajo y la reproducción. Estos órdenes fueron cooptados de manera peculiar por la modernidad colonial, y entrelazados con los tiempos del capital, la colonia, el desarrollo y el progreso”.9 El cuestionamiento de los grandes metarrelatos de la modernidad –entre ellos el del “progreso”– es uno de los efectos que logra en el espectador esta película. Nuestros recuerdos y olvidos siempre hacen referencia a un lugar: la casa de la infancia, el barrio, la ciudad, etc. Los recuerdos tienen un lugar, un escenario de fondo. Cuando volvemos a determinados lugares que habitamos en el pasado y luego dejamos por cierto tiempo, nuestra memoria se activa. Para Said,

 

[l]a invención de la tradición fue una práctica muy empleada por las autoridades como un instrumento para gobernar sociedades de masas cuando los límites de pequeñas unidades sociales como las villas o familia eran disueltas y las autoridades necesitaban encontrar otras formas de conectar grandes contingentes humanos entre sí. La invención de la tradición es un método para usar la memoria colectiva selectivamente para manipular momentos claves del pasado nacional, suprimiendo otros, haciendo aparecer otros de una manera tal que resulten más funcionales a las autoridades en cuestión.10

 

Ejemplos de esto se tienen en vastedad; algunos podrían ser las tan citadas novelas de Joseph Conrad, Rudyard Kipling y muchos otros representantes de las culturas británica y francesa, cuya invención de la tradición –y, la consecuente deformación y ocultación de la “verdad” histórica– es sobresalientemente notoria. Al respecto, dice Pierre Nora:

 

La curiosidad por los lugares donde se cristaliza y se refugia la memoria está ligada a este momento particular de nuestra historia. Momento en el que la conciencia de la ruptura con el pasado se confunde con el sentimiento de una memoria desgarrada; pero en el que el desgarramiento despierta aún bastante memoria para que pueda plantearse el problema de su encarnación. El sentimiento de continuidad se vuelve residual a los lugares. Hay lugares de memoria porque no hay más medios de memoria.11

 

La violencia con la cual los imperios europeos irrumpieron en los territorios y realidades de las naciones que colonizaron mantenía “un fuerte capital de memoria con un débil capital histórico”.12 ¿Por qué hablar de asignarle un lugar a la memoria o hablar de lugares de memoria?, se pregunta Nora. “Si habitáramos nuestra memoria no tendríamos necesidad de consagrarle lugares. No habría lugares porque no habría memoria llevada por la historia.”13 Si bien la historia y la memoria pueden –y tal vez deben– ser considerados correlatos, no hay que confundirlas pues no son sinónimos.

La memoria es la vida, siempre llevada por grupos vivientes y a este título está, en evolución permanente, abierta a la dialéctica del recuerdo y de la amnesia consciente de sus deformaciones sucesivas, vulnerable a todas las utilizaciones y manipulaciones, susceptible a largas latencias y repentinas revitalizaciones. La historia es la reconstrucción, siempre problemática e incompleta, de lo que ya no es. La memoria es un fenómeno en el que actúa siempre un lazo vivido en presente eterno; la historia, una representación del pasado. Porque es afectiva y mágica, la memoria sólo se acomoda de detalles que la reconfortan; ella se alimenta de recuerdos vagos, globales o flotantes, particulares o simbólicos, sensible a todas las transferencias, pantallas, censuras o proyecciones. La historia, como operación intelectual y laica, utiliza análisis y  discurso crítico. La memoria instala el recuerdo en lo sagrado; la historia lo desaloja, lo procesa. La memoria sorda de cada grupo. A decir de Halbwachs, hay tantas memorias como grupos; que ella es por naturaleza múltiple y desmultiplicable, colectiva, plural e individualizable. La historia, al contrario, pertenece a todos y a nadie, lo que le da vocación universal. La memoria tiene su raíz en lo concreto, en el espacio, el gesto, la imagen y el objeto. La historia sólo se ata a las continuidades temporales, a las evoluciones y a las relaciones entre las cosas. La memoria es un absoluto y la historia sólo conoce lo relativo.14

Por lo anterior, podemos considerar que los lugares de la memoria existen como residuos a ser recuperados, rearticulados, reinterpretados y reescritos, desde sus discursos originales, en la medida de lo posible. Los golpes de memoria, en este sentido, serían prácticas de irrupción en el espacio público, acciones concretas de rememoración crítica, que operan sobre las marcas de memoria oficiales en el espacio urbano, o bien, sobre la amnesia o la indiferencia de la sociedad con respecto a su pasado. Generalmente se trata de actos performativos que buscan romper con la cotidianidad, desnaturalizar el orden social presente, recordar las relaciones entre el pasado y el presente (sugiriendo un futuro distinto). Por eso son golpes, porque son prácticas altamente politizadas. ¿Quiénes han hecho/hacen golpes de memoria? Movimientos sociales, artistas, activistas, intelectuales, académicos preocupados por llevar sus reflexiones más allá de los muros de la academia. “Involucran pequeñas colectividades de trabajadores culturales, activistas movilizando contra-memoriales que capturan imaginaciones, que (re)despiertan una conciencia pública, aunque sea por un momento.”15 Los lenguajes creativos y artísticos son claves en los golpes de memoria.16 En todos estos procesos de elaboración de la memoria colectiva en contextos postraumáticos, el espacio público ha desempeñado un papel central, constituyéndose en una arena de batalla por la definición del sentido del pasado, así como para visibilizar reivindicaciones políticas y exigencias de verdad, justicia y reparación.17 En muchos casos, los propios Estados acometen el “deber de memoria” a través de la construcción de monumentos, memoriales o museos/lugares de memoria, así como de conmemoraciones; en otros, son los movimientos sociales, las organizaciones de víctimas y otros sectores de la sociedad civil los que ponen en marcha acciones de memoria en el espacio público. Aquí, el papel de los artistas y el uso de la imagen (en diferentes modalidades y soportes) han sido imprescindibles, en un despliegue urbano que ha combinado la manifestación política tradicional con nuevos lenguajes, prácticas y performances.18 Estos nuevos lenguajes, prácticas y performances –a los cuales Katherine Hite da el nombre de “memoriales”– se diferencian de las políticas de memoria monumentalizadoras y permanentes propuestas desde el Estado, irrumpen en la cotidianidad de la ciudad y generan (demandan) reflexión y, en algunos casos, acción por parte de los ciudadanos:

 

Los memoriales tienen el poder de, literalmente, hacer visible una conciencia social, de afirmar un mensaje, de catalizar una conversación necesaria […] pueden despertar, retar, y movilizar a sus observadores, en algunas instancias en una relación dialógica con los que realizan el memorial, en otras a través de una contemplación deliberativa del memorial […] pueden convertirse en medios para la acción; pueden poseer poder transformativo.19

 

¿Puede la estética ser un mecanismo de politización? En su ensayo El autor como productor, Benjamin sostiene que “la tendencia de una obra sólo puede ser acertada cuando es también literariamente acertada. Es decir, que la tendencia política correcta incluye una tendencia literaria […] La tendencia política correcta implica la calidad literaria de una obra porque incluye su tendencia literaria”.20 Así, se pregunta, “¿cuál es la posición de una obra con respecto a las relaciones de producción de la época? ¿Cuál es su posición dentro de ellas?”.21 Lo anterior apunta directamente hacia la técnica literaria de las obras. De acuerdo con la época de producción de las obras literarias, encontraremos algunas que predominan sobre otras, pero sobre todo descubriremos una suerte de fusión entre sus formas; algunas tendrán una mayor vigencia que otras. Esto variará según diversos factores, como los medios de difusión existentes, los aparatos y medios de producción y reproducción técnica, los condicionamientos sociales, económicos y políticos de los autores y los posibles “lectores” en cuestión, y, claro, el régimen político imperante. Es decir, todo aquello que esté relacionado con la censura, la apertura y la libertad de pensamiento y expresión en general. Importa también en manos de quién se encuentren los medios citados, que sin duda habrán de actuar como posibles intermediarios entre el autor y el “lector” potencial. Benjamin apostaba por una Neue Sachlichkeit (nueva objetividad), la cual debe ser revolucionaria al menos en lo que se refiere a los ámbitos político y estético; y debe usar los medios técnicos de producción de manera creativa e innovadora, pues de otra manera se estará actuando –incluso si se pretende hacerlo de manera revolucionaria– al servicio del statu quo. La pregunta a contestar será entonces: “¿a quién sirvió esta técnica”.22 Y agrega, “sus productos deben poseer, además y antes de su carácter de creaciones, una función organizadora. Y sus posibilidades de ser utilizada como elemento organizador no deben limitarse de ninguna manera al plano propagandístico. La tendencia por sí sola no es suficiente”.23 Es así que el autor o escritor [creador] debe saber también –simultáneamente– organizarse. Creación y organización deben aflorar conjuntamente y evitar en la medida de lo posible intermediación alguna; también debe ser capaz de orientar e instruir: “Un autor que no enseña nada a los escritores, no enseña a nadie […] El carácter de modelo de la producción es determinante, es capaz de guiar a otros productores hacia la producción y de poner a su disposición una aparato mejorado”.24

Me parece importante retomar la función activa dentro del entorno social que Benjamin confiere al creador y el empoderamiento colectivo e individual poniendo acento en la importancia de la articulación de la producción artística con los movimientos sociales ubicados en un contexto sociopolítico específico. Benjamin, en El autor como productor, nos propone una premisa: lo político en el arte, no hay que buscarlo sólo en su resultado formal –es decir, no sólo en el objeto artístico concluido como tal–, sino en su modo de producción, en sus modos/formas de hacer. Para este pensador, el énfasis se debe poner en que las formas creativas que se articulan y acompañan a los procesos de transformación social, se desarrollen en el espacio público, porque éste permite un “modo de hacer” más inclusivo y colaborativo, de modo que puedan llegar a terminar siendo apropiados por la misma colectividad, más allá de sus creadores. De ahí lo político en sus intervenciones. Las expresiones estéticas en tiempos de la violencia de Estado nos permiten hacer una lectura reflexiva del escenario propio.25

 

1 Susana Torre, “Ciudad, memoria y espacio público. El caso de los monumentos a los detenidos y los desaparecidos”, Memoria y Sociedad, vol. 10, núm. 20, enero-junio de 2006, p. 19.

2 Nestor García Canclini, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, México, Grijalbo/Conaculta, 1990, p. 152.

3 Ibid., p. 154.

4 Ibid., p. 155.

5 Maurice Halbwachs, La memoria colectiva, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2004, p. 54.

6 Véase Giorgio Agamben, Infancia e historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2007.

7 Homi Bhabha, “DisemiNación: el tiempo, el relato y los márgenes de la nación moderna”, en H. Bhabha, El lugar de la cultura, Buenos Aires, Manantial, 2002, p. 185. Véanse también Rita Segato, “El color de la cárcel en América Latina. Apuestas sobre la colonialidad de la justicia en un continente en deconstrucción”, Nueva Sociedad, núm. 28, marzo-abril de 2007; Aníbal Quijano, “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”, en La colonialidad del poder. Eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Buenos Aires, Clacso, 2000.

8 Icíar Bollaín (dir.), También la lluvia. Morena Films, 2010. Consultado el 15 de mayo de 2016 en: https://vimeo.com/117866303

9 Mario Rufer, “La temporalidad como política: nación, formas de pasado y perspectivas poscoloniales”, Memoria y sociedad, núm. 28, 2010, p. 15.

10 Edward Said, Landscape and Power, Chicago, The University of Chicago Press, 2012, pp. 244-245.

11 Pierre Nora, “Entre memoria e historia: la problemática de los lugares”, en P. Nora, Los lugares de la memoria, París, Gallimard, 1984, p. 1.

12 Idem.

13 Ibid., p. 2.

14 Ibid., pp. 2-3.

15 Katherine Hite, Politics and the Art of Commemoration. Memorials to Struggle in Latin America and Spain, Londres, Routledge, 2012, p. 17.

16 Véanse “El colectivo. Golpe de memoria”, consultado el 30 de junio de 2016 en http://hemisphericinstitute.org/hemi/en/el-colectivo-intro y “Errata o el lugar del arte en lo político”, consultado el 30 de junio de 2016 en http://hemisphericinstitute.org/hemi/en/el-colectivo-intro

17 Susana Torre, “Ciudad, memoria y espacio público. El caso del monumento a los detenidos y desaparecidos”, pp. 17-24; y Estela Schindel, “Inscribir el pasado en el presente: memoria y espacio urbano”, en Política y Cultura, núm. 31, 2009, pp. 65-87.

18 Véanse Elli Jelin y Ana Longoni (comps.), Escrituras, imágenes y escenarios ante la represión, Madrid, Siglo XXI, 2003; Diana Taylor, The Archive and the Repertoire: Performing Cultural Memory in the Americas, Durham, Duke University Press, 2003.

19 Katherine Hite, Politics and the Art of Commemoration. Memorials to Struggle in Latin America and Spain, Londres, Routledge, 2012, pp. 6-7.

20 Véase Walter Benjamin, El autor como productor, España, Casimiro Libros, 2015.

21 Ibid.

22 Ibid.

23 Ibid.

24 Ibid.

25 Véase “Instalan antimonumento contra la impunidad por Ayotzinapa”, consultado el 10 de julio de 2016  en  http://www.jornada.unam.mx/2015/04/27/politica/004n1pol