Y rasguña las piedras,

y rasguña las piedras.

y rasguña las piedras hasta mí.

Sui Generis

 

Suele decirse que los seres humanos somos iguales ante la muerte; de hecho, un proverbio italiano inspirado en el ajedrez apunta que “una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja”. No suelo ser de los que disienten de la sabiduría popular, pero si pienso en el México contemporáneo, me temo que dicha igualdad no se alcanza en la vida y, desgraciadamente, tampoco en la muerte. Fosas clandestinas, cuerpos disueltos en ácido, cadáveres destazados o desollados, restos humanos apilados en húmedas morgues y otros “horrores” cotidianos nos demuestran que la dignidad y el respeto que solía rodear la muerte de una persona han sido profanados en estos años de guerra. Mucho se ha escrito sobre la peculiar relación que tenemos los mexicanos con la muerte –la cual se puede observar, especialmente, al aproximarse el Día de Muertos–; sin embargo, esta relación jocosa, amorosa y atenta ahora convive con un chocante desprecio por la vida que se ha extrapolado a algo que se solía considerar casi sagrado: la muerte.

Para contextualizar esta situación es importante situar la guerra interna no civil1 que vive el país desde 2006 dentro de la partida global conocida como régimen de prohibición de narcóticos. Dicho régimen data de la primera década del siglo xx y su capítulo mexicano existe al menos desde 1940, cuando las autoridades estadounidenses hicieron naufragar el primer intento por despenalizar el consumo de narcóticos que había propuesto la administración de Lázaro Cárdenas. En la década de 1970, gracias a Richard Nixon, adquirió el nombre hollywoodesco de “guerra contra las drogas”, que le hace más honor a los daños sociales que ha causado en decenas de países alrededor del mundo.

Según The Alternative World Drug Report,2 algunos de estos daños son el socavamiento de la economía y el desarrollo de los países productores; deforestación y contaminación de zonas naturales debido a las operaciones de defoliación de cultivos ilícitos; conflictos sociales exacerbados por millonarios gastos en armas legales e ilegales; creación y fortalecimiento de redes de crimen organizado; estigmatización y discriminación de la población productora y consumidora; daños a la salud que se atienden como problemas de seguridad; y graves violaciones a derechos humanos y delitos de alto impacto vinculados al tráfico de drogas.

Estos daños sólo pueden ser entendidos bajo la lógica de la exacerbación del capitalismo, donde hasta los seres humanos son cosificados y, por lo tanto, resultan prescindibles. Para Dawn Palley,3 es importante entender la “guerra contra las drogas” desde el capitalismo, pues sólo de esta manera podemos desmitificar la teoría de que es una pugna entre organizaciones criminales y fuerzas estatales. Según este autor, estamos ante una alianza entre organizaciones criminales multinacionales y “capitalistas legales” que son capaces de hacer cualquier cosa para defender el negocio. Por eso, aunque no existan estudios serios que demuestren la correlación entre homicidios y política de drogas,4 es común ver cómo en los epicentros del prohibicionismo aumentan los índices delictivos, en especial el de homicidios dolosos. Esto ocurrió en México a partir del 2006, pero también está sucediendo en Filipinas,5 donde en apenas siete semanas –desde que Rodrigo Dutarte tomó el poder– han sido cometidos cerca de 2 000 homicidios.

En México, estos asesinatos han sido denominados como “daños colaterales” o “pugnas entre criminales” por lo que no son investigados y quedan sumergidos en la impunidad. Sabemos que, de los 165 220 homicidios dolosos que reporta el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, alrededor de 95% no han sido castigados, por lo que realmente ignoramos qué sucedió en centenas de miles de escenas criminales. La periodista –y buena amiga– Sandra Rodríguez ha creado bases de datos de los homicidios cometidos en Ciudad Juárez para que quede constancia de los mismos y no sean metidos debajo de la alfombra de la impunidad. Para Sandra, el país difícilmente se podrá pacificar si no nos fijamos en los homicidios no resueltos y le exigimos a las autoridades que los esclarezcan. Si esto no sucede, estamos mandando el mensaje de que, en México, matar es como tirar basura en la calle: no tiene consecuencias.

La famosa Muerte de Las mil y una noches –aquella que sorprende al criado del califa en Bagdad y lo espanta tanto que lo hace huir a Samarra, donde lo esperaba esa misma noche– pareciera ser omnipresente en México. Así lo muestran las fotografías del proyecto Tus pasos se perdieron en el paisaje, del culiacanense Fernando Brito, que a primera vista parecen fotos de paisajes hasta que uno advierte que en todas hay por lo menos un cadáver.

 

No hay juicio, no hay estratagemas moralizantes, no hay voluntad de sacudir y vociferar, sólo –lo cual no es poco, sino mucho– el firme instinto de traducir a imagen ese temblor paralizante que acontece cuando vemos un cadáver tirado en el medio del pasto, allende una colina, bordeando un precipicio.6

 

Pero no siempre sucede así; hemos normalizado la muerte hasta niveles preocupantes. Un compañero compartió por Twitter una foto que aún me tiene sobrecogido. La imagen, tomada en Tijuana, mostraba una escena del crimen como las que se ven en las películas, con el cordón policial y un cuerpo cubierto con una sábana. Lo impresionante era que junto al cordón, a escasos metros del cuerpo, se podía observar a dos personas que comían despreocupadamente en un puesto callejero. Lucy Sosa cuenta una historia similar pero ambientada en Ciudad Juárez:

 

Yo ayer mismo lo vi cuando llegue a reportar una masacre y había dos equipos jugando futbol y las familias de los futbolistas estaban comiendo frituras. Yo les preguntaba a los chicos si no tenían miedo, y ellos me decían: “No, pues esto es lo normal en Juárez”. Y yo les dije: “Pero están cerca de una escena del crimen”. Y ellos me decían que sí, que en su colonia siempre había pasado eso y la prioridad era el torneo.7

 

A quienes digan que esto sólo sucede en el “norte” o en lugares alejados de la Ciudad de México, quisiera recordarles que el 19 de octubre del año pasado apareció, bamboleante, un cuerpo pendiendo de un puente en Iztapalapa. Como sé que algunos no consideran la delegación sureña como parte de la “civilización” chilanga, me remito al cadáver que apareció colgando de un árbol en Polanco el 10 de junio de este año, o al cuerpo de una niña de 10 años que fue “enmaletado” y abandonado a la mitad de la colonia Juárez el 23 de marzo de 2015. ¿Qué habrán sentido los que, en su cotidianidad, se encontraron frente a estos cuerpos? Seguro muchos tuvieron pesadillas o se les heló la sangre por el impacto de ver a la muerte a la cara; no obstante, creo que demasiados pasaron de largo –morbosamente– como lo hacen a diario frente a los periódicos de nota roja que se exhiben en los quioscos. No los culpo, a todos nos aterra la muerte violenta, pero cuando ésta se vuelve la norma en vez de la excepción debería hacernos reaccionar y no lo ha hecho.

El primero que tendría que haber reaccionado es el Estado, desde todas sus estructuras y niveles, pero pareciera como si la mayoría de los funcionarios que habitan las altas esferas del poder vivieran anestesiados en una realidad alternativa. Sólo así –o añadiendo el cinismo y la mentira– podemos explicar que desacrediten informes como el que hizo el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (giei) sobre el caso Ayotzinapa o el reporte sobre crímenes de lesa humanidad que publicó recientemente Open Society. Al respecto, recuerdo que después de que un subsecretario de la Secretaría de Relaciones Exteriores (sre) “regañara” de manera pública al relator de la onu contra la tortura, un compañero publicó en su cuenta de Facebook que podía entender que los funcionarios defendieran a su empleador –y su puesto de trabajo–, pero no concebía que estos mismos hombres y mujeres pudieran mentir descaradamente a la vista de evidencias tan claras.

Y sí, podemos considerar que 165 220 homicidios dolosos8 en 10 años hacen evidente que el Estado no puede salvaguardar la vida de sus ciudadanos, sea que vivan en Ciudad Mier, Coatzacoalcos, Cuernavaca o en la clasemediera colonia Narvarte en la Ciudad de México. Para Rocío Magaña,9 los Estados que no logran garantizar la vida de sus ciudadanos tienen una última oportunidad en la gestión de la muerte para reforzar su autoridad y su legitimidad. Desgraciadamente, el Estado mexicano también ha fallado miserablemente en respetar la dignidad de los muertos.

El ejemplo más reciente lo tenemos en Tetelcingo, Morelos, donde autoridades estatales inhumaron de forma clandestina –sobra decir que sin seguir protocolo alguno– al menos 119 cuerpos, entre ellos el de un bebé y dos niñas. La fosa nunca hubiera sido encontrada de no ser por la necedad amorosa de doña María Concepción Hernández, quien en su empeño por encontrar a su hijo Oliver Wenceslao Navarrete Hernández, descubrió el feo secreto de la administración de Graco Ramírez. En vez de pedirle perdón y aclarar el escándalo, María Concepción fue demandada junto con Javier Sicilia y Alejandro Vera, rector de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM), por los delitos de sabotaje, quebrantamiento de sellos y ultrajes a la autoridad; esto, después de que ingresaran a la zona acordonada para dar una conferencia de prensa.

A pesar de la demanda y las amenazas por parte de funcionarios de Morelos, el Programa de Atención a Víctimas de la uaem se las arregló para arrebatarle la pericia a la procuraduría local y empezar un proceso de identificación y evaluación antropológica de restos que puede durar meses. Parte de este proceso se ha adelantado y ha dado lugar a un interesante análisis10 desde la antropología forense y social. Algunas de las conclusiones que arroja el estudio son las siguientes:

 

  • nadie intentó localizar a los familiares de los nueve cuerpos humanos identificados;
  • tampoco se realizaron entrevistas con las decenas de familiares de personas desaparecidas para intentar cotejar los rasgos particulares de sus seres queridos con la información de los cuerpos inhumados;
  • es mas, no se recopiló dicha información (medida de huesos, edad estimada, traumatismos, adn) en los cadáveres que fueron inhumados;
  • asimismo, la gran mayoría de los cadáveres fueron inhumados en posición vertical, lo cual pudo hacer perdedizos los restos óseos;
  • después de inhumar, no se creó un mapa de las dimensiones de la fosa y la disposición de los cuerpos, entre muchas otras fallas.11

Con esto en cuenta, para las investigadoras resulta claro que el entierro irregular ayuda a los órganos delegados del Estado a evadir responsabilidades, enmascara la situación de violencia en la entidad e imposibilita la identificación de los cuerpos inhumados ilegalmente.12 Estas no son conclusiones baladíes ya que no estamos hablando de grupos del crimen organizado sino de instituciones estatales que, al menos en teoría, deberían hacer exactamente lo opuesto: encontrar y castigar a los responsables de los homicidios, atender la situación de violencia en la entidad y hacer todo lo posible por identificar los cuerpos humanos y entregarlos dignamente a sus deudos.

Acciones como las del gobierno de Morelos en Tetelcingo han sido analizadas desde el discurso de derechos humanos e incluso desde las normativas vigentes en materia de salud, pero yo quisiera introducir una categoría diferente que, a mi parecer,  deberíamos utilizar para referirnos a eventos de este tipo: el derecho de los muertos o derechos humanos post mortem. Explico a qué me refiero: hace apenas algunos meses, el cáncer doblegó a la madre de uno de mis mejores amigos; su fallecimiento coincidió con mi visita a Barcelona y pude acompañarlo en el funeral. En casi todas las culturas, los funerales suelen ser la extrapolación –y la quintaesencia– del respeto y el amor que le tuvimos a la persona finada. En el caso de Rosa María, la “despedimos” con la interpretación en violín del célebre poema de Kavafis, Viaje a Ítaca, que hizo famosa Lluís Llach, y con Mediterráneo de Joan Manuel Serrat. Como en toda ceremonia de este tipo, también hubo discursos, abrazos, flores y muchas lágrimas –a las que yo, humildemente, también contribuí.

Para Norman Cantor,13 el concepto detrás de todo lo que hacemos antes y después de los funerales es la dignidad post mortem y puede abarcar infinidad de acciones como embalsamar el cuerpo, vestirlo y maquillarlo para que se vea presentable, la elección del ataúd o el tipo de ceremonia a realizar, la donación de órganos, hasta cumplir los últimos deseos de las personas muertas. Cuando nos enfrentamos a una muerte en nuestro círculo familiar,  la dignidad está pensada en todos los preparativos que se hacen, y el Estado –y las empresas privadas, obviamente– suele facilitar los medios para llevarlos a cabo. Sin embargo, las intervenciones alrededor de la muerte se complejizan cuando estamos ante una tragedia no sólo individual sino colectiva, donde, además de las centenas de miles de homicidios, tenemos una crisis de desaparición de personas.

“¿Dónde están?”, se preguntan todos los días los familiares de decenas de miles de personas. La pedagogía del horror que ha sido practicada por los actores de esta guerra –soldados, sicarios, marinos, paramilitares– y que se ha materializado en cuerpos calcinados, descuartizados, “pozoleados”, desollados, descabezados, violados, nos advierte sobre la posibilidad de que un número indeterminado de ellos yazca en osarios clandestinos repartidos por la geografía nacional. Los macabros hallazgos de los que nos enteramos a cuentagotas en los medios –y, sobre todo, en las redes sociales– proyectan un futuro dantesco.

Según una investigación especial del Observatorio Nacional Ciudadano14 (onc), la Procuraduría General de la República (pgr) afirma que del 1 de diciembre de 2006 al 31 de diciembre de 2014 fueron encontradas 113 fosas clandestinas con 721 osamentas, mientras que la Secretaría de Marina Armada de México (Semar) reporta que de inicios de 2010 a finales de 2014 encontraron 81 fosas con 128 cuerpos, y la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) respondió que del 4 de marzo de 2011 al 17 de febrero de 2014 hallaron 246 fosas clandestinas con 534 cadáveres. Si nos quedamos nada más con estas cifras –sin pensar en el subregistro y en las fosas no encontradas aún–, es claro que la gente que asesinó y enterró no sólo quería esconder sus crímenes sino también negarle a esos muertos la dignidad de la que habla Cantor.

El onc15 ha pedido también información sobre capacidades forenses y la situación es preocupante: para empezar, autoridades de 12 estados de la república no respondieron a las preguntas de la organización; de las que sí lo hicieron, 14 mencionaron que no tienen antropólogos físicos con especialidad forense en sus equipos periciales. A pesar de que el Comité Internacional de la Cruz Roja (cicr) donó el software am/pm (ante mortem – post mortem), sólo tres procuradurías afirman usarlo; y apenas 10 de las entidades consultadas afirmaron tener un registro disgregado de cuerpos identificados y no identificados por sexo.

A veces pareciera que asegurar los derechos humanos post mortem es una cuestión de presupuesto y tecnología. Esto es verdad hasta cierto punto. Por ejemplo, en Bosnia la Comisión Internacional para las Personas Desaparecidas (icmp) fue creada después de la guerra de los Balcanes gracias a un exorbitante capital inicial proveniente de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (otan) y de la administración de Bill Clinton. Este dinero se destinó a protocolos, laboratorios, contratación de personal capacitado, capacidad de cabildeo, todo lo cual, en conjunto, ha logrado una gesta impresionante: identificar a casi 70% de los desaparecidos durante el genocidio de Srebrenica. Pero más allá de las estadísticas, lo que importa es el respeto a los muertos y, por consiguiente, a los vivos.

Lo maravilloso de la dignidad es que no depende necesariamente del dinero. En un caso opuesto, en El Salvador, no tienen la tecnología de la icmp, ni siquiera la de la pgr o de la procuraduría de Veracruz; sin embargo, tienen algo que hace mucha falta en México: humanidad. En El cuarto de los huesos está sobrepoblado, crónica de Daniel Valencia –luego convertida en un maravilloso documental por Marcela Zamora–, se puede conocer a los cuatro profesionales que operan el Instituto de Medicina Legal de San Salvador y uno se queda maravillado con su sensibilidad. En una escena, dos mujeres entran al cuarto y ven un cráneo; le preguntan al médico forense si no será el de su hijo, a lo que él responde: “No, madrecita, ese no es; pero tenga por seguro que si pasa por acá lo identificaremos”.16

Más allá del plagio en la tesis de nuestro presidente o sus múltiples casas y contratos sospechosos con constructoras, deberíamos estar sobrecogidos por el hecho de que haya familiares que estén buscando a sus desaparecidos por sus propios medios, tanto en vida como en muerte. Familiares que siguen pagando el celular de sus seres queridos para que pueda ser rastreado, que se meten a “plazas” controladas por el crimen organizado o que pagan por las sábanas telefónicas en el mercado negro, son la regla más que la excepción. Y desde que fueron desaparecidos los 43 normalistas de Ayotzinapa y se destapó la crisis de desaparición de personas en Iguala, no hemos dejado de saber sobre brigadas de búsqueda independientes compuestas por familiares que remueven la tierra con sus propias manos cuando tienen noticia del rumor más creíble sobre la ubicación de una fosa. Tendríamos que estar escandalizados de que en Sinaloa, Coahuila, Guerrero y Veracruz, los familiares y acompañantes solidarios tengan que estar haciendo un trabajo que le corresponde al Estado, quien no lo hace porque ha dejado de respetar la dignidad que conlleva la muerte, más cuando ésta ha acaecido por las falencias del mismo.

En las reuniones y mesas de trabajo las autoridades siempre piden a los familiares que confíen en ellos, pero por regla general les fallan. Los normalistas van a cumplir dos años de desaparecidos, por ejemplo. Ximena Antillón, acompañante psicosocial y defensora de derechos humanos, afirma que lo que hacen las autoridades es “administrar” la tragedia, burocratizarla para que el paso del tiempo haga mella en los familiares. Afortunadamente, esta gestión no es infalible: primero, porque hay funcionarios públicos comprometidos que luchan dentro del sistema y trabajan con las familias; y segundo, porque los familiares y quienes los acompañan ya identificaron la estrategia y le están dando vuelta. Geopolíticamente hablando, la guerra en México y sus daños sociales son cada vez más visibles. Esto ocasionará que en años venideros veamos una “efecto Bosnia” o un “efecto Colombia”, con decenas de ong y fundaciones dirigiendo sus recursos y proyectos hacia México. Esto tendrá efectos positivos pero también negativos. Será nuestra responsabilidad presionar para que algunos de estos reflectores sean dirigidos hacia los derechos humanos post mortem. Tengo la sensación de que identificar y respetar a los muertos puede ser un buen primer paso para recuperar la dignidad y respetar también a los vivos.

Me surgen varias preguntas al intentar extrapolar el refrán al trágico México contemporáneo: primero, qué pasa cuando la partida es la enésima muestra del fracaso del régimen prohibicionista de drogas; segundo, qué sucede cuando no sólo los peones han sido sacrificados, sino también otras piezas del ajedrez que han caído por millares y han sido denominadas como “daños colaterales” o criminales; tercero, qué sucede cuando no todos los muertos van a dar a cajas, sino yacen por miles en fosas clandestinas, “cocinas” y morgues con olor a formol, esperando a ser llorados. Finalmente, quisiera saber la razón –si es que la hay– por la cual a todos aquellos reyezuelos no les ha bastado el asesinato y han optado por la desaparición y la eliminación de la identidad de seres irremplazables.

 

1 Tomo el concepto de Carlos Illades y Teresa Santiago, Estado de guerra. De la guerra sucia a la narcoguerra, México, Era, 2014.

2 Steve Rolles, George Murkin, Martin Powell, Danny Kushlick y Jane Slater, The Alternative World Drug Report. Counting the Costs of the War on Drugs, Reino Unido, Transform Drug Policy Foundation, 2012.

3 Dawn Palley, Drug War Capitalism, Estados Unidos, AK Press, 2014.

4 Froylán Enciso, Los reclamos de justicia de las víctimas como política de Estado. El daño social de las regulaciones sobre drogas en México, México, Instituto Belisario Domínguez, 2016.

5 Al Jazeera, “Philippines police chief: 1,900 killed in anti-drug war”, 23 de agosto de 2016. Disponible en http://www.aljazeera.com/news/2016/08/philippines-police-chief-1900-killed-anti-drug-war-160823070010316.html

6 Mónica Maristáin, “Fernando Brito, el fotógrafo mexicano que recupera en el paisaje el paso perdido de nuestros muertos”, Sin Embargo, 16 de junio de 2013 Disponible en http://www.sinembargo.mx/16-06-2013/655876

7 Lucy Sosa, “Llegué al lugar de la masacre y estaban jugando fútbol”, en Lolita Bosch (ed.), 45 voces contra la barbarie, México, Océano, 2015, p. 75.

8 Cifras hasta el 20 de junio de 2016 de acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública

9 Rocío Magaña, “Dead bodies. The deadly display of Mexican border politics” en Frances E. Mascia-Lees (ed.), Anthropology of the Body and Embodiment, Reino Unido, Wiley-Blackwell, 2011, pp. 157-172.

10 Carolina Robledo, Lilia Escorcia, May-ek Querales y Glendi García, “Violencia e ilegalidad en las fosas de Tetelcingo” Resiliencia, núm. 3, julio-septiembre de 2016.

11 Ibid., p. 22.

12 Ibid., p. 11.

13 Norman Cantor, After We Die: The Life and Times of a Human Cadaver, Estados Unidos, Georgetown University Press, 2010.

14 Doria del Mar Vélez, Manuel Vélez, et al., Homicidio, una mirada a la violencia en México, México, Observatorio Nacional Ciudadano, 2015.

15 Ibid., pp. 232-234.

16 Daniel Valencia, “El cuarto de los huesos está sobrepoblado”, El Faro, 23 de septiembre de 2013. Disponible en: http://www.especiales.elfaro.net/es/el_cuarto_de_los_huesos/cronica/13368/El-cuarto-de-los-huesos-est%C3%A1-sobrepoblado.htm