Pensemos en lo que somos ceñidos a la historia mexicana de los años del nuevo milenio: una historia golpeada por la imprenta de violencia que empieza a volverse la vida diaria. Y la cotidianidad, cuando se vuelve tradición, deviene absurdo. No hay que desdeñarlo, el absurdo puede ser muy fértil: Beckett e Ionesco lo toman como fundamento para analizar toda existencia, Cioran lo acaricia, Xavier Velasco se sirve de él para mostrar la vida de un mexicano común en su forma más patética. Pero si sobre la idea de vida igual a absurdo algunos concuerdan, sobre la muerte todos están de acuerdo que no admite la interpretación de la trivialidad. La muerte, tajada de un mundo, es al menos motivo de reflexión sobre un final, cuando no da pie a discusiones infinitas sobre lo que debe ser antes, lo que es, y lo que hay después.


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La obra de Teresa Margolles es una reflexión sobre ese término que no admite el absurdo. Una reflexión sobre la muerte en todos lados. Si el cuerpo es un arma, un refugio, es principio de identidad, Margolles se pregunta ¿qué es el cuerpo inerte? Y ahí está Lengua (2000), que no es más que lo que su título enuncia tomada del cadáver de un joven punk. Pero para hablar de la muerte no es necesario poner al cuerpo enfrente, pues esa no es la única muerte. En 2012 Margolles presentó en el MUAC La promesa, los restos de una casa de Ciudad Juárez que derrumbó, una de las tantas que han sido abandonadas en los últimos años por la inseguridad. Es una pieza que aborda la complejidad de la memoria, que es lo único que queda, pero no el fiel registro de lo que pasó. Incluso declaró que al día siguiente de derrumbar la casa ya había olvidado su aspecto original. La obra vuelve tangible la idea de la historia como una narración, no muy distinta de una novela en la que la autobiografía se combina con la sublimación del pasado y la inclusión arbitraria de lo que nos habría gustado que fuera. La memoria, ese lugar inconmensurable que mide el tiempo por la afección que causan las cosas en el alma, como diría Agustín de Hipona.


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Como retrato de la ola de violencia que empezó en México en 2006, la obra de Teresa Margolles puede verse como una premonición. Desde su trabajo en los noventas en el colectivo SEMEFO, hasta la serie Recados Póstumos (2006), su obra registró esas primeras gotas, señal de un problema mayor que casi nadie vio venir. Ver frases de personas que se suicidaron en cines abandonados, lugares accesibles a niños y adultos por igual, molestó a muchos, pero animó a Margolles: la obra que no impacta, que no revuelve, es como si se hubiese quedado en la bodega. En 2009 decidió usar agua mezclada con sangre de víctimas de asesinatos violentos en México para trapear su espacio en la Bienal de Venecia (¿De qué otra cosa podríamos hablar?). Un frente descalificador surgió casi al día siguiente, muestra de que la obra ya había logrado llamar la atención sobre un hecho al que no se le estaba dando la importancia debida. Margolles parecía decir, por un lado, que gritaría en México, Europa o Marte si era necesario para que nos diéramos cuenta, pero al mismo tiempo develaba una verdad íntima: el miedo a confrontarnos, a ver lo que somos, a los vestigios de nuestra fragilidad.

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En su obra más reciente parece haber un cambio de línea material, no temática. Por ejemplo, La sombra (2016), un arco rectangular de concreto instalado en un parque en Los Ángeles, hecho con los residuos del agua usada para limpiar los lugares en donde fallecieron las víctimas de homicidio del año previo a la inauguración de la obra. Teresa Margolles insistió en la importancia de la sombra que genera, por encima de la estructura, pues esa sombra es de alguna manera todos esos muertos que acompañan a los vivos. Así como el duelo personal por la pérdida de un ser querido, la sociedad vive un duelo luego de un proceso de violencia o se ve forzada a empezar a vivirlo cuando la violencia continúa por mucho tiempo, como en México. En ese proceso es necesario reapropiarse del espacio, porque es ahí donde habitamos, y eso hace Margolles al poner una escultura en un parque que permite que los residentes de la colonia se acuesten a descansar. Recuperar lo que habitamos es, quizá, la única forma de solucionar el problema.