Un atardecer en Ibiza o Mallorca. Toda la tarde hemos estado bebiendo; en la terraza del hotel, alguien se ha fatigado de la misma, interminable, canción de Leonard Cohen que le gusta a Jeff, y ha puesto a Ray Charles. Hannah Schygulla baila, moviendo los brazos como Kali, a ritmo de Let’s Go Get Stoned. El humo del tabaco que fuma Eddie en la mesa de atrás se disipa con ligereza en la brisa mediterránea. Jeff bebe whisky, lleva toda la tarde bebiendo. Después, no recuerdo muy bien por qué razón, hay un altercado; se intercambian propósitos, alguien le da un golpe a Jeff, Magdalena Montezuma grita histérica y Ricky se sienta al lado de Jeff, quien está inconsciente sobre el piso, mojando su chamarra negra con el licor que se derrama a chorros. Han puesto en su lugar al amante de Ricky, merecido se lo tiene. Hannah Schygulla ni siquiera lo voltea a ver, don’t lose your cool. El atardecer se convierte en noche, y la cinta se acaba.

Entro a las 5:30 de la tarde al antiguo caserón en la colonia Roma en donde he de hallar a Juliane Lorenz, la última compañera de Rainer Werner Fassbinder. Cruzo el umbral del portón metálico recordando aquella escena de Precaución con una prostituta santa (1970), y la imagen de Hannah Schygulla entregada a su baile cósmico me estremece con vigor. Juliane es una mujer alta, bien arreglada, de unos cincuenta años. Tiene un aire realmente alemán, convocando en su ser gestos nítidos y una desenvoltura sobresaliente. Don’t lose your cool.

Lo primero que hago, después de saludarnos –es la tercera vez que nos hemos visto, pero esta es la primera para mí como reportero especial de Opción– es preguntarle acerca de la distinción, si es que había alguna, entre la vida creativa de Fassbinder, conocido como el enfant terrible del Nuevo Cine Alemán, y su vida privada. Pero ya sé lo que me va a contestar porque toda su obra, como epítome de una estética que emerge de lo íntimo para descubrirse en lo universal, lo demuestra.

—Fassbinder nunca hacía diferencias de ese tipo. Era tan abierto de mente, y cuando yo le conocí por primera vez, mi formalidad, producto quizás del medio en el que crecí, se vio transformada. Lo interesante con Fassbinder es que él también era producto de su medio. E insistía mucho en la idea de que se tenía que guardar un cierto orden sin el cual es imposible crear. Él se comportaba siempre con mucho orden, mucha meticulosidad.

El cine europeo, y en particular el alemán y el francés, conoció en los años 1960-1970 una resurrección absoluta, una nueva ola de la cual Fassbinder fue un pionero y un innovador. Entre la tragedia y la ironía, entre la luz y la sombra, el carácter de sus obras es un ejercicio de tensión, sin ambages, frontal.

“Decían que era un rebelde, pero hay que recordar que era la primera vez que en Europa la juventud se proponía salir de la rigidez y cerrazón, y entonces muchas cosas que él hacía eran auténticamente revolucionarias. Pero también podía tener modales fantásticos cuando se lo proponía, y tenía una mente muy precisa y puntual. Si quedábamos de vernos a las 6 de la tarde, o de la mañana, ahí estaba con total puntualidad. Él lo tenía todo en la mente, absolutamente cada cosa, cada cita y reunión, cada diálogo y cada escena de su película, estaban ahí.”

Aprovecho para pensar en una secuencia de El matrimonio de Maria Braun (1979) en la cual Maria le dice a Betty, su amiga de infancia, que cuando es infeliz, la felicidad de los otros es desesperante. Me pregunto si Fassbinder habrá meditado esa escena de principio a fin, o si habrá sido un diálogo improvisado, en el momento, por Hanna Schygulla.

“En su vida privada, se podía dar el chance de ser relajado. Pero en su trabajo era extremadamente serio. Y la vida era su trabajo. No se trata sólo de contar historias, se trata de vivir las historias que uno está contando. Podía llegar a ser muy demandante con sus amistades, especialmente con sus actores. Les mostraba que lo que hacían era importante para la humanidad. Y se hacía preguntas continuamente, por ejemplo, ¿qué significa un matrimonio?, ¿qué significa una amistad? Nunca dejaba de interrogarse.”

Nuestra conversación tiende hacia donde la quiero llevar: la película con la que empecé, minutos atrás, cruzando el umbral del Goethe Institut, y Juliane admite lo maravillada que estaba con esa cinta.

“Yo era muy joven cuando salió esa película, y en aquel entonces sentía gran admiración por Hannah Schygulla, que es la estrella en muchas de sus películas. Y yo le preguntaba a Fassbinder, pues se trata de una cinta sobre sus últimos diez años, si de verdad ella le había hecho todas esas preguntas, si ambos, sentados sobre las rocas de aquella playita en Ischia, habían en verdad tenido una conversación tan inteligente y tan profunda acerca del cine y de la dificultad de la creación. Y él me contestó: ‘Me habría gustado que Hannah me hubiese hecho esa pregunta’”.

Reímos, brevemente. Hablar con Juliane es un poco como hablar con Anne Wiaszemsky, la amante de Jean-Luc Godard en su periodo más revolucionario, poco antes de mayo del 68. Anne confesó en su autobiografía que sentía al principio admiración por Anna Karina, de quien tengo muy presente la imagen de un baile en Vivre sa vie (1962), sensual y libre, si bien menos triste y, paradójicamente, más desesperanzador que el de Hannah Schygulla.

“Pero, en esencia, todos los diálogos los construía Fassbinder. En aquella época todos estábamos tan jóvenes. Era la generación de los sesenta. Atreverse a usar ropa diferente, no usar corbata, a vivir diferentemente, era un gran reto. Y aun así, todos provenían de un medio muy cerrado. Nadie se atrevía a decir abiertamente muchas cosas, a expresarse libremente. La gente siempre dice que Fassbidner era una especie de dictador en sus películas, lo cual era sólo parcialmente cierto. Sí, claro que era muy demandante, pero había que forzar a las personas a sacar lo mejor de ellas mismas. Y Hannah Schygulla era la única que se atrevía a decir algo, a estar en contra. Me acuerdo de ella, muy claramente, en El matrimonio de Maria Braun, cuando estábamos en la mesa de edición, y Hannah –que no creía ser bella ni atractiva– decía: ‘No me gusta, no me veo bien, no soy muy buena’, y Rainer se desquiciaba con ella y me decía: ‘¡¿Qué demonios tengo qué hacer para convertirla en una estrella?!’ Pero eso era normal, en esa época. Y él propiciaba un auténtico despertar en las personas.”

Nuestra conversación se ha encaminado hacia Hannah Schygulla, y le comento a Juliane que verla siempre me produce la misma sensación de atrevimiento e inseguridad, en la línea indiscernible entre lo voluntarioso y lo accidentado, como el poema de José Carlos Becerra que intituló Temblorosa avanza siempre.

“Hannah nunca se veía a sí misma como una mujer bella. Fue Fassbinder quien le hizo darse cuenta de lo realmente hermosa que era. Y así era con todos. Margit Carstensen, que era mucho más compleja de lo que Hannah Schygulla jamás ha sido, me dijo una vez: ‘¿Sabes?, realmente es muy difícil cuando alguien te fabrica completamente, te convierte en una estrella, y tienes que mantener una personalidad armada, y las personas te identifican con eso que creen que eres, pero uno tiene debajo de esa máscara un espectro tan grande de emociones y de aristas…’.

”Y con Irm Hermann realmente fue lo mismo, Fassbinder la tomó y la usó, la hizo quien era, hizo destacar su talento. Así fue con Hannah Schygulla, que tiene una verdadera presencia escénica –se nace con eso, se tiene o no, pero no hay más– y, porque lo tenía, él se inspiraba mucho en ella y, entonces, la hacía brillar más. Ahora, si la ves, sigue siendo muy bella, aunque con varios kilos de más, pero canta, y canta realmente muy bien. En la premier de una retrospectiva que hicimos en Berlín el año pasado, un amigo le dijo a Hannah: ‘Pero señora Schygulla, usted era realmente hermosa, y ahora está tan gorda’. Y ella le mira a los ojos y le dice: ‘Me gusta la comida’. Ella es así ahora, es divertida. No era así al principio. Era muy insegura, y la disciplina que se imponía a sí misma era irreprochable.”

Interrumpo, entre risas, lo que va tendiendo al morbo sobre la vida de una actriz dépassé (tema en el cual Fassbinder basó su cinta Veronika Voss, de 1982) y le hablo a Juliane acerca de una entrevista que publicamos en el número dedicado a la noche en Opción, hace más o menos dos años. Se trataba de una discusión entre Michel Foucault y Werner Schroeter, traducida por primera vez al español, en la cual el pensador y el cineasta discutían sobre el amor y sus posibilidades. Juliane Lorenz trabajó con Werner, un director que, como bien se sabe, es menos conocido aún que Fassbinder.

“Rainer escribió acerca de Werner cuando éste hizo una película llamada Reino di Napoli. Werner hablaba perfectamente alemán, francés, inglés, italiano y español, y Rainer lo adoraba como a un hermano, un hermano más intelectual y más sofisticado. Rainer trabajaba, pero Werner se inventó a sí mismo, hacía ópera y hacía teatro, y se veía siempre como un ser peculiar, con su cabello largo, su sombrero y sus anillos.”

En La muerte de Maria Malibrán, Schroeter introduce a Magdalena Montezuma a la vida de una diva de la ópera del Novecento, sobreponiendo escenas de folklore germánico con Casta diva, en la nieve, avanzada la noche.

“Fassbinder es realmente un gran dramaturgo, que usa el cine, sus ángulos, sus momentos, para detallar tragedias. Werner siempre usa a personajes excéntricos, con una cualidad dramática, poética. Rainer sufría sus obras, las transfiguraba, haciéndolas pasar de la vida misma a la cinta. Sólo así se puede explicar Las lágrimas amargas de Petra von Kant (1972): desde su propia vida.”

Juliane y yo concluimos finalmente sobre el sentido del arte como una metafísica que transmuta lo subjetivo y lo transporta a la esfera de lo sublime. La más pura cristalización stendhaliana nos acompaña y casi escucho en estos momentos a Maria Callas llorando jovialmente, spargi in terra, spargi in terra quella pace che regnar tu fai nel ciel….

Pero hemos pronto de descender al abismo, al preguntarle yo, en mi ambición periodística, sobre la muerte de Rainer, sobre su controversial fin, ocurrido en junio de 1982 a raíz de un coctel de barbitúricos y cocaína. A Juliane no le gusta hablar del tema, pero lo encara, con grandeza.

“Yo lo descubrí muerto. Él era casi mi esposo. No me gusta ese término, esposo. Pero sí fue el amor de mi primera vida. Yo acababa de regresar de París, acababa de terminar la edición de las tomas de Jeanne Moreau, llegué a casa en medio de la noche –su voz se quiebra, un poco, sin drama– y estaba muerto.”

Hay una palabra en francés, le digo a Juliane, para esa manera de morir: poignant. Creo que lo que quiero decir es que la manera en que murió refleja la manera en vivió. Se ha especulado y hablado mucho sobre eso; quizás sea difícil imaginar lo que pasó, no sé cómo preguntarlo, pero… Mi voz se quiebra también. De pronto me siento inquieto incómodo,, como si irrumpiese en medio de un funeral. Poignant. Juliane nota mi incomodidad y la enfrenta con fuerza.

“Yo sé exactamente lo que pasó, y ya he hablado de ello. Hablé de ello en un documental que hice al respecto. La historia es muy sencilla. Hizo 44 películas en 16 años. Era muy difícil hacer todo eso, y tomaba drogas. No era un drogadicto, pero era adicto a la vida y al trabajo. Hubo una época en la que luchó contra ello, y muy fuertemente. Y la gente a su alrededor tomaba drogas también. Él era muy abierto con ello, y se ve en películas como Alemania en otoño (1973) y se ve cómo uno de sus amantes muere. Él vivió esa tristeza, y quizás por eso me buscó a mí, no lo sé. Pero yo lo llevé a otra forma de estar en el mundo. Eso es lo que una chica joven debe hacer.

“Él fumaba muchísimo, claro, aunque no bebía demasiado. Le gustaba la cerveza. Pero durante la última semana, estaba realmente en el hoyo. Sufría en exceso. Tenía un asistente y alguien más que le traían cocaína. Y no se hubiera muerto si todo su sistema no hubiese fallado. Él nunca me hacía partícipe de eso, sabía que yo lo sabía, pero yo siempre le decía que no lo hiciera, no porque fuera moralmente incorrecto, sino porque no lo necesitaba. He ahí el asunto. Fue un accidente, una mala combinación, y lo supe después, porque me llamó su dealer para decirme que la cocaína estaba mal cortada, que no era buena. Yo sólo diría que así es la vida. Y es terrible decir eso. Todos lo temíamos. Su madre, yo, sus amigos, él mismo. Y lo ves, en la cinta; cuando su novio se droga, Rainer le dice: ‘Pensé que querías detenerte’, y él dice: ‘Yo también lo pensaba’. Era una verdadera lucha interior. Pero los últimos cuatro años, cuando estuvimos juntos, estaba casi siempre limpio. Así que fue un muy mal incidente.”

El atardecer cae en la colonia Roma, y por la ventana –una de las amplias, límpidas ventanas del caserón de Río de Janeiro 52– puedo observar el ocaso con displicencia. Le explico a Juliane que contemplo en Fassbinder toda la luz y la oscuridad, todos los extremos, todas las potencias del Ser, claridad y noche, visión y amargura, reunidas. Juliane retoma mi idea, pero le añade un tinte político.

“Hubo incluso una época en la que lo tildaron de antisemita. Todos lo conocían, en la calle la gente lo veía y lo saludaba, era alguien político, amado, odiado. Yo fui acusada una vez de algo que no hice, pero me tomó tiempo demostrar que no lo había hecho. Y aunque yo sabía la verdad, era muy difícil salir de casa. Cuando uno se vuelve célebre, todo lo demás deja de importar. Y la gente no entiende de esas cosas.”

Juliane piensa un poco, y me observa con agudeza. Sabe qué es lo que quiero escuchar.

“Esta tensión entre, por un lado, la creación, la vida intelectual y de la mente; y, por el otro, la vida privada, tener hijos, una familia. Todo eso estaba en él. No hablemos de eso, es muy complicado, pero existía. Y además su vida política. Todas estas dimensiones eran muy reales. Y no lo culpo por tomar drogas. A veces no podía dormir y tomaba pastillas. Yo nunca he hecho eso en mi vida, pero no lo culpo. Yo tuve otra formación, y nací en otra época. Siempre debemos de considerar una vida dentro de su contexto. Acabo de estar en la casa de Trotsky, aquí en México, y al ver cómo murió, no es posible olvidar su contexto, y lo difícil que es ser un creador, o un hombre político. Hace falta fuerza, entereza. Rainer era tan alto como yo, delgado. Engordó un poquito por tomar cerveza y porque le encantaba comer, pero todo lo que había en su alma, era tan delicado.”

Nuestra conversación está por llegar a su fin. Le pregunto, entonces, lo que me habría gustado que me preguntaran a mí, si hubiese tenido el chance de vivir en aquella época: ¿Hay algo que usted extrañe, personalmente, de los años setenta, del cine alemán de esos días, del ambiente artístico de entonces? ¿Cree usted que el cine europeo hoy sea tan bueno como lo fue alguna vez?

“Yo diría que hoy el cine europeo se enfrenta a retos nuevos. Hay más posibilidades para hacer arte, para aprender cine, hay más dinero, más instituciones. Pero ahora hay más problemas en el mundo. Hay refugiados, estamos todos conectados, pero nos matamos mutuamente, es una vida difícil. Hoy supe que hay 20 millones de personas en la Ciudad de México. Y algo así como 120 millones en el país, de los cuales, 50 millones son pobres. ¿Cómo puede suceder algo así? Y eso es algo de lo que estábamos mucho más conscientes en esa época. Estaba la guerra de Vietnam, Estados Unidos oprimiendo a la gente, injusticia por todas partes, pero también mucha contracultura, los Partidos Verdes, las marchas. Y hoy, países que tienden a la democracia, pero de nuevo, ponen en prisión a sus opositores, como Turquía. ¿Y qué es un opositor? ¿De qué lado hay que estar? Es lo mismo que Stalin y Trotsky. La historia se repite, y no aprendemos nada de ella. Eso es todo lo que puedo decir. Y quizás, que ya no soy la luchadora que solía ser, pero lucho por preservar la memoria de Rainer, y la de Werner también. Muchos amigos han muerto a lo largo de los años, y yo siempre fui la jovencita del grupo, pero esa generación, la de Rainer, la de Werner, era una generación que se comprometió mucho, que peleó, que resistió. Y es ese el legado que quiero compartir.”

Al salir del Goethe Institut, dan las ocho. Camino, vagando sin un propósito explícito, por las calles de la Roma, y escucho en mi mente la letra de una canción de Fleetwood Mac que creía olvidada. Oh, yeah, you invent the future that you want to face. La lluvia veraniega de la Ciudad de México se precipita sobre mi cabeza pero no me cubro, y dejo que me abrace. La tristeza de escuchar los preceptos de una generación desvanecida me hace internarme, horas después, en la Cineteca Nacional, para ver La ley del más fuerte, una tragedia inigualable del Fassbinder en su época más personal. Las palabras de Juliane resuenan aún en mi mente cuando salgo de la sala, junto a un joven amigo que abre su paraguas para cubrirnos a ambos del agua torrencial. “¿Qué te ha parecido?, le pregunto. “No lo entiendo. Parece un melodrama barato. ¿Qué importancia tienen esas historias, y para qué tanta sensiblería?”. Minutos después, nos sentamos en una banca. Alguien pone una canción y mi amigo se echa a llorar. “¿Qué tienes?”, le pregunto. “Nada, es que esa era la última canción que cantó Juan Gabriel antes de morir”. Caminamos y, llegados a un páramo, me dice: “Allá siempre huele a marihuana. Vamos”. Y fuimos.