No la muralla china descrita kafkianamente, no una escritura sin reposo, fragmentaria y discontinua, no el nomadismo de una construcción absurda. En todo caso, una mirada intramuros, una filmación de presencias instantáneas, un recorrido óptico (sin palabras) a eso que antes era la polis o, mejor dicho, a dos o tres espacios de la antigua polis, acaso lugares perdidos. Una filmación de incidentes in situ, porque una escritura no podría devolvernos aquella óptica pura, primera mirada de Adán que encuentra un locus verdadero, una voz, un lugar. Él piensa en una serie de imágenes inconexas, una puesta en escena para ser filmada, porque si se escribe, el espacio sólo se prolongaría en la dispersión, como una serpiente de ladrillos que nunca puede amurallar nada ni dar reposo a nada. Si se le escribe se desbordará. El lenguaje no es casa del ser, ya se sabe. El lenguaje del escritor es diáspora, espacio desértico para sacarse los ojos, infinitud arenosa, en donde nos interpela el afuera. Quizá la culpa la tenga Platón, desde aquel lejano día en que expulsó a los locos del destino homérico. Pero el guionista-cineasta sí podrá quedarse a rodar dentro del espacio de los otros, ese espacio aún residual, con vagos recuerdos de lo público. Él piensa en dos o tres territorios de lo sedentario. Piensa en una historia que reflexione sobre el espacio público (absurdo en muchos sentidos) y sobre el poder del fetichismo que poseen ciertos objetos en el espacio compartido. Un monumento, un arco de piedra, un mercado, una fuente. Piensa en dónde poner la cámara, y dónde poner los pies en la tierra, cómo ponerlos. Fenómeno de apropiacionismo y cierta necesidad de inventar nuevos rituales en una sociedad cuyo tejido se ha roto como el espacio. Como aquellos campos de flores o cultivos de maíz convertidos en estacionamientos o planchas de concreto gris, apocalíptico. Piensa en filmar los vagabundeos de dos personajes, exploraciones que giran en torno a la vida de un tal Mateo y de un enfermo mental apodado “El Pachis”. La construcción de ambos personajes problematiza la idea de sanidad y de locura, así como de encierro y libertad. Desde el punto de vista urbano, la ciudad de Puebla, aparentemente anclada en un barroquismo arquitectónico e ideológico, servirá para contar una historia posmoderna que tiene que ver con el sinsentido y con cierta tendencia hacia la deriva. Desde un enfoque existencialista, el personaje de Mateo es una suerte de flâneur (en el sentido que Walter Benjamin le dio al término) que se transformará en aquello que logrará robarle a la ciudad misma en su vagabundeo; y El Pachis, piensa, es la otra cara de la moneda, el eterno hombre invisibilizado y encerrado que logra liberarse mediante el encuentro fortuito y maravilloso de un objeto fetichizado, como si se tratara de un estúpido cuento de hadas en plena era de la muerte de los Grandes Relatos.

Las locaciones tendrán que ser lugares importantes para el espacio público. No sólo por un interés político (de problematizar la idea de lo propio y lo ajeno), sino además porque esos espacios son para él, camarógrafo sin cámara, la dicotomía misma de lo sagrado y lo profano. Piensa en la catedral y en el zócalo de Cholula, lugares rituales donde los personajes se transformarán, o deberán mutar, cambiar de piel, escenificar un trueque. Él cree que esos espacios funcionan como pasos de Damasco, lugares de pasaje, donde ocurre una transformación, una metabolé (desde el punto de vista filosófico y dramático).

La estética del largometraje o el mediometraje (sólo ahora piensa en los pies de celuloide que eso significaría) debe reflejar el abandono en el que se encuentran los espacios públicos (una fuente en Cholula, por ejemplo, o la catedral en el Centro Histórico de Puebla) que han perdido su eficacia y utilidad. Él piensa que esos espacios han experimentado un alejamiento respecto a los intereses a partir de los cuales fueron creados. Filmar es interrogar –o debería ser eso–, tomar una cámara como se toma una pregunta: ¿cómo interactúan los personajes con esas psicogeografías del abandono?, ¿cómo se las apropian?, ¿cómo logran proyectar los personajes sus propias fobias o filias en esos objetos fetiche que se erosionan a la intemperie? Un ángel de metal, coronando el perímetro excluyente de la catedral, funcionará como símbolo de una especie de mutilación, pero también de una sublimación. Ese viejo y oxidado ángel deberá ser, al mismo tiempo, veneno (para Mateo) y medicina a (para El Pachis). Engendra dos personajes en su mente esquizoide, mientras extiende su declaración de guionista, y los piensa como dos derivas encontradas y, simultáneamente, como dos líneas de fuerza que surcan el territorio de la ciudad, donde habrá que poner la cámara y los pies, aunque sea sobre el lodo, los baches y la mierda de los perros. Él piensa en aquellos dos hombres y en una escultura metálica angelical cercenada. No un símbolo de la Angelópolis, sino un símbolo farmacéutico, en el sentido que Derrida le daba al término griego phármakon. Piensa en La farmacia de Platón, pero también en la luz neón que baña las imágenes religiosas acomodadas en los escaparates de las calles del centro de la ciudad. Piensa en particular en una tienda de la calle 2 Sur, en donde vírgenes y santos soportan mal el baño de fotones que les hace verse siniestros y mercantiles, o quizá mercantilmente siniestros, siniestramente mercantiles. Pero también piensa en los tubos de gas neón de los anuncios de las farmacias, que en la madrugada arrojan una intermitencia lumínica similar sobre los charcos mugrosos. Relámpago posnuclear que hace que el asfalto tenga dos o tres boquetes de luz. Habría que filmar todo eso, lo sagrado y lo medicinal, las cruces de madera enjauladas en los sucios escaparates de las tiendas y las cruces verdes adornando las fachadas de las drugstores llenas de ofertas. Rodar farmacéuticamente, la nueva vieja ciudad lo exige.  

El diseño sonoro deberá servir para diferenciar tajantemente el espacio interior (el hospital psiquiátrico o la mente de Mateo, por ejemplo) del espacio exterior, donde abundarán ladridos, campanadas, cuetes, silbatos de carritos de camotes y sirenas de patrullas. Piensa que la influencia fotográfica que servirá de brújula es el trabajo de Nacho López, que juega con la violencia de lo descontextualizado y, a la vez, con el interés etnográfico de lo popular. Desde el punto de vista cinematográfico, piensa en el trabajo de Paul Leduc en Cobrador, o el de Karim Aïnouz en Madame Satã, sintaxis de un deslumbrante sincretismo decadente. La fotografía oscura de Walter Carvalho en Madame Satã, como para entender el tono oscuro que debería tener el largometraje. Qué ganas –piensa él, director aún sin actores que dirigir– de reflejar la locura y la erosión temporal, simbolizada por el ángel oxidado y cercenado de la reja que rodea a la catedral. Los espacios sagrados y de reclusión, como el Hospital Psiquiátrico de Cholula al pie de la pirámide (ahora convertido en quién sabe qué), deberán ser retratados como espacios complejos, llenos de recovecos, barrocos y extraños. Como contrapartida, los rostros de los personajes, sus ojos, serán lumínicos, claramente expresivos, llenos de emociones liberadoras. La historia a filmarse estará basada en un cuento que alguien escribió hace mucho, con el mismo nombre que la historia que él imagina filmar, La fuente de la inopia. Un cuento perdido cuando la ciudad quedó sepultada bajo el barro, la ceniza y el agua, un cuento acaso publicado originalmente en un libro de cuentos llamado Involuciones que nadie leyó. Pero todo eso ya no importa, porque aquel cuento estaba hecho con palabras escritas, y lo que él busca ahora son espacios filmables, que se puedan meter en una cámara que aún no tiene.

El lenguaje del guionista-cineasta es el del chacal que espera paciente a que los árabes se duerman, aquel que olfatea la carne y se acerca al campamento. Cree en el espacio habitable, el de los ojos, finitud arenosa, en donde nos interpela el adentro. Lo que animaba ese cuento involucionado, ahora lo recuerda, era la autopsia de un fenómeno de contracción o de involución en los personajes. Ahora él piensa que si lograra filmar aquello que imagina, no debería ser para contar una historia, aquella vieja historia, sino para destruir la idea, un tanto baladí, de permanente progreso o evolución humana. Mateo y El Pachis, involucionados que nos servirán de espejo. Ambos se desplazarán dificultosamente en un laberinto esquizofrénico con dinámicas sociales propias del siglo xxi y decorados prehispánicos (pirámide de Cholula) o coloniales (catedral de Puebla). Los espacios y los objetos, como símbolos del poder, interactuarán con personajes que, como salmones, marchan en sentido opuesto al de la mayoría de los integrantes de la sociedad platónica, polis aparentemente sana. El ojo que podrá ver este filme es aquel atrapado en una hibridación poscolonial que ha problematizado sus intercambios sociales. Un ojo-cerebro que pueda ver en el barroquismo un signo de locura posmoderna, o bien, en la posmodernidad, una suerte de sanidad barroca. Tanto Mateo como El Pachis, representarán dos líneas de fuerzas que fácilmente se identificarán como componentes del tejido social latinoamericano (el disidente y el encerrado), acaso las únicas dos posibles, en un mundo de acciones que transforman, de escaparatismo y de dosis controladas.