El hombre y todas sus invenciones ocupan un espacio; sin embargo, la poesía ha sido expulsada del concepto de polis que, en última instancia, es la representación del espacio que ocupamos. ¿Por qué habría de ser expulsada? Porque fue acusada, por Platón, de ser falsa, de alejar tres veces de la realidad a aquel que la ejerce.

Una mentira puede decir la verdad. Esta es una paradoja de la literatura que atenta contra cualquier tipo de lógica. Platón afirmaba que la poesía es un engaño, una actividad que aleja al hombre de la verdad: “Da la impresión de que todas las obras de esa índole son la perdición del espíritu de quienes las escuchan, cuando no poseen, como antídoto, el saber acerca de cómo son”.1 Lo cierto es, sin embargo, que en las obras poéticas encontramos conocimiento y verdad. Tomando una postura antropológica, se podría decir que la poesía, al ser una actividad puramente humana, no nos es ajena y, por lo tanto, nos dice algo sobre nosotros.

No obstante, Platón, en el libro x de La República, expulsó a los poetas de la polis, condenando así a la literatura a buscar constantemente la permanencia y a asumir una actitud persecutoria y perseguida a la vez. El pensador trató de expulsar la parte dionisiaca del lenguaje, proponiendo la idea de la verdad como fin supremo y último. Sin embargo, permanecen las preguntas: ¿en dónde queda esa parte?, ¿a dónde va? El cuestionamiento aún es vigente, al parecer. El poeta ha sido reducido a un imitador, por lo tanto, a un engañador, a un hombre mentiroso que no ha de ser escuchado ni leído, cuya obra no puede ser tomada como conocimiento. Existe un rechazo deliberado a lo imitativo.

Parece entonces que estamos razonablemente de acuerdo en que el imitador no conoce nada digno de mención respecto a aquello que imita. La imitación es, pues, como un juego que no debe ser tomado en serio. Y los que se abocan a la poesía trágica, sea en yambos o en metro épico, son todos imitadores como los que más.2

Desde aquel momento la poesía –la literatura– ha adquirido una actitud de lucha, de resistencia, en su búsqueda de permanencia. Sin embargo, no es una lucha en contra del lenguaje como representación racional, tampoco es una lucha contra la filosofía que la expulsó. La poesía puede ser salvada si se comprueba que es justa, afirma Platón. Pero, ¿en qué medida puede comprobarse que algo que en principio es falso también sea justo? Si, en términos platónicos, todo aquello que es bueno es también bello y verdadero, entonces aquello que es falso no podrá ser nada de lo anterior y tampoco podrá tener la justicia como virtud. Este sentido de no-pertenencia, de extrañeza en el mundo, puede verse reflejada en la obra poética de León Felipe, más precisamente en el poema ¡Qué lástima!

León Camino Galicia de la Rosa, conocido como León Felipe, nació el 11 de abril de 1884 en España. Se licenció como farmacéutico y recorrió el país junto a una compañía de teatro. Fue encarcelado durante tres años, acusado de desfalco; tuvo un matrimonio fallido con la peruana Irene Lambarri, con quien residió en Barcelona; su estilo de vida lo llevó a tener problemas económicos en 1919, cuando iniciaba su obra poética.

Viajó a México en 1922, invitado por el pensador mexicano Alfonso Reyes, quien lo ayudó a introducirse en el ambiente intelectual del país. Durante su estancia, trabajó como bibliotecario en Veracruz. Regresó a su país antes de que iniciara la guerra civil española y vivió como militante republicano hasta 1938, año en el que se exilió definitivamente a México, donde permaneció hasta su muerte, ocurrida en 1968.

En su poema, Leon Felipe retrata la situación en la que se encuentra la poesía tras su expulsión. Es, de hecho, una suerte de extrañeza ante la polis, pero también es una búsqueda de identidad y de permanencia. Lo anterior se hace evidente en los primeros versos de la obra.

 

¡Qué lástima

que yo no pueda cantar a la usanza

de este tiempo lo mismo que los poetas que hoy cantan!

¡Qué lástima

que yo no pueda entonar con una voz engolada

esas brillantes romanzas

a las glorias de la patria!

¡Qué lástima

que yo no tenga una patria!

 

Estos versos demuestran, pues, no únicamente el sentir de León Felipe ante su exilio, sino también la imposibilidad de la poesía por encontrar un lugar en el espacio. No es casualidad que León Felipe se haya exiliado durante la guerra civil, como tampoco lo es que a las pocas semanas del inicio del conflicto Federico García Lorca fuera asesinado. Si ya Platón dijo que la poesía es imitativa y, por lo tanto, se encuentra lejos de la verdad,3 entonces uno se pregunta: ¿por qué expulsar a la poesía?,  ¿por qué matar al poeta?

En todo caso, parece que no se expulsa ni se mata un engaño, sino más bien una verdad que no se adecúa a su tiempo y a su espacio. En este sentido, la literatura se ha encargado de ocultar esa verdad, dándole así oportunidad al lector de convertirse en intérprete y de des-ocultar la verdad a través de un ejercicio hermenéutico.

Entonces, cuando León Felipe afirma:

¡y soy un paria

que apenas tiene una capa…

venga, forzado, a cantar cosas de poca importancia!4

 

tal vez podamos encontrar algo de verdad en los versos, y ver también a la literatura como un paria, fuera del sistema del lenguaje apolíneo, obligado a ocuparse no de la verdad sino de la exaltación de las pasiones del hombre. El exilio de León Felipe a México y su poema ¡Qué lástima! son otro ejemplo de la expulsión de los poetas por parte de Platón. Y es que a lo largo del poema se puede observar la dinámica del perseguido y del perseguidor, una dialéctica entre el sentido de pertenencia y la experiencia de perder aquello que no le pertenece. Tal es el caso de la niña que aparece en este poema:

 

¡Oh, esa niña! Hace un alto en mi ventana

siempre y se queda a los cristales pegada

como si fuera una estampa.

¡Qué gracia

tiene su cara

en el cristal aplastada

con la barbilla sumida y la naricilla chata!

Yo me río mucho mirándola

y la digo que es una niña muy guapa…

Ella entonces me llama

¡tonto!, y se marcha.

¡Pobre niña! Ya no pasa

por esta calle tan ancha

caminando hacia la escuela de muy mala gana,

ni se para

en mi ventana,

ni se queda a los cristales pegada

como si fuera una estampa.

Que un día se puso mala,

muy mala,

y otro día doblaron por ella a muerto las campanas.

 

En este sentido, la figura de la niña es de suma importancia porque se presenta como testigo ante el poeta y ante la poesía es decir, aquel que se ve seducido por el arte y decide contemplar con inocencia lo que no conoce. Y, por otro lado, la poesía también seduce al testigo apelando a las emociones de éste, lo cual puede tener dos desenlaces posibles: en el primero, el testigo se deja seducir; en el segundo, decide huir. León Felipe no únicamente ahuyenta a la niña, sino que la mata. Asesinar al testigo es denotar la condición de la poesía, ya no sólo en términos de su carácter persecutorio, sino también solitario, ensimismado. Bajo esta línea es necesario hacer énfasis en la condición del poeta, encerrado y a la vez expulsado. Ante el exilio de la polis, del concepto de espacio al que ya no pertenece, decide crearse su propio espacio, definiendo así un nuevo carácter, uno encarcelado al que sólo pocos pueden acceder. Tal vez haga falta tener la inocencia de una niña para adentrarse en el nuevo espacio que se ha creado la poesía, o tal vez sea hora de reincorporar la poesía a la polis, de acercar el arte a lo cotidiano. En todo caso, ¡qué lástima que la poesía no tenga un espacio!

 

 

1 Platón, Diálogos. IV. República, trad. Conrado Eggers Lan, Madrid, Gredos, 1968, p. 595b.

2 Ibid., p. 602b.

3 Ibid., p.  598b.

4 León Felipe. ¡Qué lástima!