La episteme de la modernidad, aquella en la que el hombre es contemporáneo del espacio en su finitud, parece habernos emancipado, con Joyce y Nietzsche, de la memoria platónica y el relato homérico. Si el lenguaje ha escapado de la curva fundamental –el retorno a Alejandría–, es ahora, entonces, cosa de espacio. El espacio moderno, inaugurado por Galileo, no es sino espacio de emplazamiento: la extensión ha sido sustituida por la localización, por relaciones de proximidad, de des-alejamiento. Vivimos en la época de la yuxtaposición, de lo simultáneo; permanecemos dislocados de todo lugar, huérfanos de una cartografía incompleta. Si otrora la función mítica de la literatura era aquella estructura de repetición que designaba su ser, ahora es “en el espacio donde el lenguaje desde el principio se despliega, se desliza sobre sí mismo, determina sus elecciones, dibuja sus figuras y sus traslaciones.”1 Hemos de recuperarnos, pues, en el lenguaje, y en él, en el lugar.

 

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Habitamos geometrías de concreto y pretendemos dominar la cartografía de nuestra praxis cotidiana, pero el espacio se abre frente al hombre con la angustia de lo indeterminado. El espacio moderno –aquél de Galileo y Newton–  nos extiende cierta conciencia cósmica que hace del espacio objetivo, medible. Lo abre como nuestra última posibilidad de dominio.2 Habitamos fracciones subjetivas de este espacio cósmico objetivo con la esperanza de que la geografía no nos descubra en la intemperie.

 

¿Qué sucedería, empero, si la objetividad del espacio cósmico objetivo resultara ser irremisiblemente el correlato de una subjetividad de una conciencia a la que le resultan extrañas las épocas que precedieron a la edad moderna europea?3

 

Descubriríamos que ni el espacio es en el sujeto, ni el mundo es en el espacio. [El ser-ahí es espacial: “el espacio es, antes bien, “en” el mundo, en tanto que el “ser en el mundo”, constitutivo del “ser-ahí”, ha abierto un espacio.”4 ] ¿Se deja decir todavía su peculiaridad?

 

Se anuncia, de forma vacilante y estrecha en el lenguaje: “intentemos ponernos a la escucha del lenguaje. ¿De qué habla el lenguaje en la palabra “espacio”? En ella habla de espaciar.”5 Espaciar es libre donación de lugares; aporta la localidad que prepara en cada caso un habitar. Acontece bajo la doble forma del emplazamiento: admitir y disponer. “El lugar abre en cada caso una comarca, en cuanto que congrega dentro de ella las cosas en su mutua pertenencia.”6 En el lugar entra en juego el congregar. Si el emplazar recibe su peculiaridad del obrar en los lugares congregantes, “tendríamos que buscar lo peculiar del espaciar en la fundación de la localidad, y pensar a localidad como juego interactivo de lugares […] Tendríamos que aprender a reconocer que las cosas mismas son los lugares y que no se limitan a pertenecer a un lugar.”7 Juego remitido a la copertenencia de las cosas en la vastedad de la comarca:

 

El lugar no se encuentra en un espacio ya dado de antemano, a la manera del espacio de la física y de la técnica. Este espacio se despliega sólo a partir de los lugares de una comarca.8

 

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Escribir, durante siglos, ha estado regido por el tiempo –escribe Foucault. El rigor del tiempo se ejercía más allá del juego sintáctico del relato; radicaba en el espesor mismo de la escritura, atrapada en la curva fundamental del retorno homérico. “Alejandría, que es nuestro lugar de nacimiento, había prescrito este círculo a todo el lenguaje occidental: escribir era retornar, regresar al origen, reiterarse desde el primer momento; era estar de nuevo por la mañana.”9 Al develar tales parentescos, el lenguaje es condenado al espacio como la única posibilidad demasiado tiempo descuidada. Es ahora en el espacio donde el lenguaje se despliega, se desdobla sobre sí mismo. El lenguaje “tejido de espacio, lo suscita, lo adquiere por medio de una abertura originaria y lo entresaca para recuperarlo en sí.”10

 

El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Habitar el lenguaje como condición de ser en comarca; Buan, el hombre es en la medida que habita.11 Para Heidegger, el morar es la esencia del ser-en-el-mundo (“Lleno de mérito, mas poéticamente mora / el hombre sobre la tierra” escribiría Hölderlin). Aprender primero a habitar el lenguaje parecer ser más que un juego etimológico: “Todo este hablar sobre la casa del ser no es ninguna transposición de la imagen de la “casa” al ser. Lo que ocurre es que, partiendo de la esencia del ser, pensada del modo adecuado y conforme a su asunto, un día podremos pensar mejor qué sea “casa” y qué “morar”.”12

 

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Queda por trazar una cartografía de la historia. Pero antes de una exégesis sobre las relaciones espaciales de poder habrá que devolverle al espacio su lugar ontológico, y al ser, su lenguaje.

 

 

1 Foucault, Michel De lenguaje y literatura, trad. Ángel Gabilondo, Paidós, Barcelona, 1996, p. 196

2 Cf. Heidegger, Martin El arte y el espacio, trad. Jesús Adrián Escudero, Herder, Barcelona, 2009, p. 15

3 Ibid. p. 17

4 Heidegger, Martin El ser y el tiempo, trad. José Gaos, Fondo de Cultura Económica, 2012, p. 127. Cf. “Lo circundante del mundo y la espacialidad del ser ahí” § 22-24, pp. 117-128.

5 Heidegger, Martin El arte y el espacio, op. cit., p. 21

6 Ibid. p. 25

7 Ibid. p. 27

8 Ibid.

9 Foucault, Michel De lenguaje y literatura, op. cit., p. 195

10 Ibid. p. 199

11 Cf. Heidegger, Martin “Construir, habitar, pensar”. Conferencias y artículos. Del Serbal, Barcelona, 2001, pp. 109-119

12 Heidegger, Martin Carta sobre el humanismo, trad. Helena Cortés et. al., Alianza Editorial, Madrid, 2006, p. 81º