Estamos arrumbados en la parte menos calurosa de la Casa Grande, porque es el único sitio donde cabemos todos y el ventilador funciona. Tío Tomás repite, por quincuagésima primera ocasión, Lydia de Highly Suspect.

—¿Por qué las buenas canciones duran cuatro minutos? —se lamenta, mientras yo me pregunto cuánto más nos va a durar tío Tomás. Está muy viejito y a veces huele como si ya se estuviera fermentando.

Gengis llega corriendo hasta donde estamos y dice: “Hay un pingüino en el congelador”. Tía Claudia salta de su asiento, Tigre deja de mecerse en su caballito de madera, tío Tomás apaga la música y todos miramos a Gengis como miramos a la abuela cuando nos confesó, momentos antes de morir, que era bruja: “Y de las buenas, guaches”.

Todos corremos hacia el refrigerador para comprobar lo que dijo Gengis, porque eso es imposible: los pingüinos no existen y menos en el refrigerador de la Casa Grande. En todo caso, los hay en libros de criaturas mitológicas o de leyendas.

Genserico, rápido como una lanza, es el primero en llegar.

—No hay nada, es otra mentira —anuncia, mientras tía Claudia persigue, cinturón en mano, a Gengis.

Entretanto, todos vuelven a la parte menos calurosa de la Casa Grande. Toman asiento, brindan con cerveza sin motivo alguno, al tiempo que tío Tomás repite Lydia de Highly Suspect y Tigre juega a que es un vaquero. Gengis se interna en la parte más obscura de la Casa Grande, para evitar que tía Claudia lo encuentre, pero alguien debe decirle que la abuela se aparece ahí. Y aunque Gengis se burla de mí porque soy el único en la Casa Grande que no tiene padre, es justo que sepa a lo que se enfrenta.

 

—Gengis, ¿dónde estás? –susurro.

Doy pasos pequeños para evitar tropezarme con algún mueble. A la abuela, aunque está muerta, le gusta cambiar los muebles de lugar.

—¿Gengis? –susurro de nuevo.

El aire comienza a faltarme. Siempre me pasa eso cuando estoy en la parte más obscura de la Casa Grande. Alguien llora quedito.

—Sí hay un pingüino en el congelador —dice Gengis, sumido en algún sitio de la obscuridad— y está chiquito. Cabe en la palma de mi mano. Ven, te enseño —me toma de la mano y me conduce hacia la salida con una familiaridad que me asusta.

—¿No le tienes miedo a la bruja? —pregunto.

Gengis no contesta, moquea. Llegamos hasta el refrigerador. Yo hago guardia y miro hacia donde están todos, porque no quiero que piensen que le creo a Gengis.

—Cierra los ojos —me dice.

Obedezco, aunque sospecho que es otra tomadura de pelo.

—Ya, ábrelos —ordena.

Con ambas manos, Gengis sostiene un pingüino pequeño, no más grande que mi meñique.

—¿Es un pingüino de verdad?

—¿Qué esperabas? ¿Una sirena? —responde el pingüino y Gengis sonríe.

—No, lo lamento, es que no le creímos cuando nos dijo que había visto un pingüino.

Gengis mete el pingüino en el congelador y yo no sé si deba preguntarle cómo lo consiguió. Me dice que el pingüino puede camuflarse cuando tiene miedo y por eso Genserico no lo encontró.

—Además, a Genserico le gusta andar robando —agrega.

—¿Cómo lo conseguiste? —me atrevo a preguntar.

—Jura que no dirás nada.

—No diré nada, te lo juro.

—¡Me lo dio la abuela! —sonríe y echa a correr, alcanza la parte menos calurosa de la Casa Grande, luego el portón y sigue hasta llegar a la calle—. ¡Tengo un pingüino, vengan a verlo! —grita.

Tía Claudia se levanta de su asiento, cinturón en mano, y vas tras Gengis.

—Qué vergüenza —dice su mamá—. Salió como su padre.

Gengis es muy mentiroso. En la escuela dice que sus papás son empresarios y en vacaciones se van a pasear a Europa central, pero su mamá vende discos piratas en el tianguis y su papá es taxista, y Gengis no se llama Gengis, así le gusta que le digan desde que le presté un libro de historia. Le gusta llamar la atención, aunque admito que lo del pingüino es verdad, yo lo vi.

Abro el congelador y ahí está el pingüino sonriendo como si me esperara.

—¿No tienes miedo? —le pregunto.

—¿De ti? —ríe socarronamente—. No le temo a los traidores.

—¿Perdón?

—Vas a traicionar a Gengis y a mí me vas a matar por treinta monedas de plata.

—Con que sí es real el pingüino —dice Genserico.

No me percaté de su presencia.

—¡Mamá, mamá! —grita—. ¡Hay un pingüino en el congelador!

—Gracias, animal —me dice el pingüino.

Todos echan a correr hacia donde estoy. Al mismo tiempo, Gengis encabeza un grupo de vecino curiosos. Detrás de ellos viene tía Claudia con un semblante raro.

Gengis se adelanta al grupo, echa a correr, empuja a Genserico y toma cuidadosamente al pingüino. Todos miran asombrados.

—Es real —alguien dice y todos asienten, enmudecidos.

—¿Ven? ¡Se los dije! –dice Gengis y su mamá no duda en aplaudirle y comentar a todos que está muy orgullosa de su hijo.

—Mañana podría traer a los del periódico —comenta un vecino que es periodista.

—Yo sabía que mi hijo sería famoso —dice la mamá de Gengis.

—Yo podría traer un pastel para celebrar —ofrece una vecina.

—Yo las cervezas —secunda otro.

—Sabía que llegaría muy lejos —agrega la mamá de Gengis.

—Yo pongo el conjunto —tercia uno más.

Se llevan en hombros a Gengis hasta la parte menos calurosa de la Casa Grande, mientras discuten los detalles de la celebración.

Romano, celosa de la atención que recibe su hermano, se acerca y me dice:

—Si le robas el pingüino te dejo que me beses y me toques donde tú quieras.

—¡Ya está la cena! –grita Benita y Romano sale disparada, porque todos corren a ocupar su lugar en la mesa.

Como no alcancé sitio, me toca comer parado, mientras que a Gengis le ceden el asiento principal y doble rebanada de pay de limón. Me mira burlonamente. La rebanada de pay que me correspondía la tiene él. A mi lado está Romano. Me conoce y sabe que estoy enojado. Me mira, toma mi mano derecha entre las suyas y yo la miro. Sellamos así un pacto. Me voy a vengar de Gengis, porque se siente mucho y aquí no hay suficiente pay de limón para todos. Romano dice que ha terminado de cenar.

—Me voy a mi cuarto —anuncia mientras se interna en la parte más grande y obscura de la Casa Grande. Me guiña un ojo antes de sumergirse en las tinieblas.

—Yo también ya terminé —digo, aunque más bien debí haber dicho: “Yo también ya terminé… mi vaso de agua, ojetes”.

Gengis está contando la anécdota en la que su equipo de futbol ganó el campeonato del 97 por el penalti que atajó. Su mamá aplaude, todos sonríen y brindan con cerveza. Me adentro en la obscuridad.

—Romano, ¿dónde estás? —susurro y por respuesta recibo un beso apasionado y una mano que maneja con habilidad mi bragueta y el botón de mi pantalón. Mis manos se encuentran con un par de senos grandes; pareciera que Romano cambió de niña a mujer en cuestión de minutos. Nos quitamos la ropa, la penetro con fuerza porque el enojo así lo demanda. Atentando contra su linaje, consumo mi venganza dentro de la hermana de Gengis. Al terminar, Romano me da un beso en la mejilla. Me voy a mi cuarto. Tengo que esperar a que todos duerman.

Tío Tomás ronca, señal inequívoca de que todos duermen. Con sigilo, me dispongo a completar mi venganza contra aquel que se ha burlado de mí más de una vez y que ahora se ha consagrado como el favorito de la Casa Grande. Abro el congelador. El pingüino sonríe.

—Ya te habías tardado —me dice.

—Quiero decirte que esto no es personal —lo agarro y lo llevo hasta el excusado, lo tiro y jalo de la cadena. Regreso a mi cuarto con el sigilo de un ninja.

Gengis está apostado en la puerta de mi cuarto. Tiene la expresión de un loco, está en cuclillas y se abraza como si tuviera mucho frío.

—Soñé que unos ninjas entraban a la Casa Grande y se llevaban el refrigerador con todo y pingüino. Yo les gritaba: “¡No, no se lo lleven! ¡Todavía ni lo empiezo a pagar!” —me dice, nervioso, suda—. Acompáñame a ver, por favor —ruega. El sol está saliendo.

—Seguro está bien —le digo.

—Iré a ver.

—Pues ve —Gengis se va y yo entro a mi habitación.

Me recuesto en mi cama deseando que nadie me moleste. Me duele el cuerpo como si hubiese corrido un maratón. Tocan a mí puerta. Abren. ¿De qué sirven las puerta en la Casa Grande si nadie las va a respetar?

—¿No te gusto? —pregunta Romano.

—¿Qué dices?

—Que si no te gusto, ¿o por qué no me besaste ayer como quedamos? ¿Te dio miedo?

—¿De qué hablas? Ayer te seguí cuando terminaste de cenar, te llamé y me besaste.

—No, estás equivocado. Yo no te besé, te estuve esperando y no llegaste. Si no te gusto pues dilo y no andes inventando historias —dice Romano, llora y sale de mi cuarto, mientras el dolor de mi cuerpo se transforma en asco y el recuerdo de que la abuela se aparece en la parte más grande y obscura de la Casa Grande. De veras quiero vomitar.

Gengis grita que el pingüino ya no está.

—¡Malditos, me lo robaron! –grita.

—¡Nos tienen envidia, cerdos! —secunda su madre, dando voces desaforadas.

Mientras tanto, afuera de la Casa Grande una tambora, una trompeta y un bombo anuncian con alegría al mundo el descubrimiento de una criatura mitológica en un pueblo olvidado por Dios.

Tocan el timbre. Supongo que ya llegaron los periodistas, el pastel y las cervezas. Ha llegado el momento de que Gengis sea famoso.