Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir.

Julio Cortázar

 

 

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en The Restlessness of Human Existence de Bacon. Iba a la Biblioteca Central, a la sección de arte, y me sentaba a mirarlo por horas en el primer libro que lo había encontrado. Observaba la expresión perdida, las cuencas con los ojos marchitos y, sobre todo, contemplaba el grito. Ahora, soy yo el que está gritando.

 

La suerte me llevó a la pintura en físico, cuando uno de los tantos museos de la ciudad promocionó la estadía del cuadro como su último logro cultural. Yo no tardé en comprar mi boleto y, sin darme cuenta, ya estaba en el museo, en los pasillos de óleos donde se podía observar las naturalezas muertas y sus frutas ácidas, como los cuadros impresionistas cuya luz era un caleidoscopio que no me interesaba descubrir, pero cuando encontré The Restlessness of Human Existence me quedé una hora viéndolo. Salí incapaz de hacer otra cosa.

 

En la Biblioteca Central consulté diferentes diccionarios de Historia del Arte. La obra que tanto había cautivado mi atención pertenecía a una colección de obsesiones de la misma humanidad. Las facciones desdibujadas y los gritos, como calcomanías, constituían el estado superior de nuestra mente. También encontré notas de periódicos relacionadas con la obra. Leí todas las que pude. Entre las más recientes estaba la llegada del cuadro a la ciudad y la amplia recepción que tuvo. Aunque estas noticias no me parecieron sustanciales, mi curiosidad me decía que había algo más. Así que comencé a revisar cada reseña y crítica que pudiese estar relacionada con la obra.

 

Al poco tiempo de iniciar la búsqueda, mis esfuerzos empezaron a ser incomprendidos. El horario de la biblioteca se volvía pequeño, finito, y los relojes no paraban de gritar su hora de cierre. Mis esfuerzos fueron remunerados cuando hallé el primer recorte. Estaba doblado en cuatro partes y descansaba sobre un librero. Fue una suerte que lo haya encontrado. Si no fuera porque durante esa semana sentía una presión sobre mi cuello, como si alguien tratase de colgarme en algún sitio, no hubiera alzado la mirada y descubierto ese trozo de papel que asomaba por uno de los bordes del librero.

 

Empezaba de la manera más convencional: “The Restlessness of Human Existence, la primera obra de Bacon en atravesar el pacífico, arribó el 11 de octubre de 1932 a puertos americanos”. Un nudo se amarró en lo más hondo de mi estómago. Había invertido más tiempo del que tenía para acabar leyendo algo que hubiera podido encontrar en cualquier biografía o catálogo de Bacon, pero algo en mí decidió que necesitaba continuar leyendo, por lo menos hasta terminar la noticia, y proseguí. En uno de los fragmentos posteriores encontré que en el barco donde viajaba la pintura había sucedido lo siguiente: “Lamentablemente, en el barco no se encontró a ningún miembro de la tripulación. Tampoco pasajeros, a excepción de un hombre cuyo testimonio no pudo ser registrado, porque se había tragado su lengua”.

 

Después de aquellos renglones, la noticia continuó con la descripción del hombre: “un propietario de tierras en el norte del país que, en palabras de sus conocidos, era una persona alegre, incapaz de haberse automutilado”. Las siguientes líneas se habían vuelto borrosas. Tal vez por el polvo o la tristeza con la que terminaba la noticia: “Antes de poder sacarlo del barco, el hombre se lanzó por la borda. Un grito acompañó su muerte”.

 

Y como si el deceso de aquel hombre me hubiese abierto los ojos, comencé a ver recortes donde ya había buscado. Desde el anciano que se cortaba la garganta frente a The Restlessness of Human Existence en París, hasta la del muchacho de diecisiete años que se colgó responsabilizando a la obra. También apareció una lista de desaparecidos bajo circunstancias similares, como la aparente desaparición de una mujer después de ver la pintura en Madrid o el improbable caso de un niño que a los pocos días de ver la pintura se había sumergido en un lago, sin salir de nuevo.

 

Luego estaban los rumores, las sospechas y la eterna pregunta de que si todas esas personas habían muerto por culpa del cuadro. Yo ni siquiera me atreví a responder. Suficiente era pensar en los cuerpos en interminable reposo, en la cara del niño ablandada por la humedad de su muerte o el paseo de la mujer que nunca tuvo un fin. Tal vez si me hubiera esforzado por escarbar en el silencio que en esos momentos me rodeaba, podría haber escuchado los pasos mojados que el niño arrastraba al salir del lago o la mosca azul que en esos instantes se había posado sobre mi mano, como el mal agüero que persigue a los cadáveres cuando no se les sepulta bien.

 

También volví a repasar las reproducciones del cuadro en algunos de los libros que ya había consultado antes, pero al rememorar la pintura en físico, todas las ilustraciones en papel pasaban a ser falsificaciones que mis ojos ya no toleraban. Si en un principio The Restlessness of Human Existence había llamado mi atención por ser una combinación de placeres y oscuridad, ahora representaba mi fascinación por el caos que el orden podía crear en mi vida.

 

Después de aquella impresión, ya no quise consultar más obras especializadas. Al día siguiente, volví al museo. El guardián de la pintura sonrió perplejo al verme otra vez. Coloqué mis pies lo más cerca posible de la línea de seguridad que rodeaba la obra y me puse a mirarla. La pintura, una vez más, me observaba inserta en los mezquinos bordes de su marco, con una sonrisa que se desdibujaba entre los colores púrpura y la sangre de un rostro que podía estar descompuesto y que aún no había logrado distinguir. Con los dedos temblando y sudor frío resbalando por mi nuca, decidí que había llegado el momento de concentrar la mirada en uno de los rincones de la obra. Un campo oscuro se sembró en mis ojos y con la poca luz que atravesaba en la penumbra logré discernir el cuello de un hombre que se abría como una granada y el vaivén de un cuerpo colgando; escuché la voz de una mujer que se despedía por última vez y los pasos de un niño que se ahogaba en la muerte. Incapaz de volver la vista a otro lado, concentré la mirada en cada una de esas sombras, cuyo vacío me resultaba tan familiar, para solo descubrir que cada una era el grito del hombre en el barco, el murmullo de un anciano, mientras imaginaba su infancia; el destello de una navaja, antes de hundirse en una vena y las lágrimas de un extraño, al recordarse demente.

 

La que más me obsesionó de ese cúmulo de imágenes fue el rostro que, por primera vez, había encontrado; el delgadísimo halo negro que rodeaba mis ojos y los perforaba como un alfiler en lo que antes había sido una bola de carne y ahora emulaba una estatuilla corroída por el tiempo. Y es que ahora podía jurar que aquel rostro a veces se movía a la derecha o a la izquierda, como una impresión permeada por el miedo o la incertidumbre que me producía estar aquí adentro, entre tanta oscuridad y silencio. Solo escucho los murmullos, las lamentaciones que si bien en una pintura pueden resultar interesantes, para mis oídos no son más que el sentimiento que pude haber postergado otro día más.

 

Primero fueron las facciones desdibujadas y los gritos lo que me fascinó de The Restlessness of Human Existence. Creía que el vilo entre la muerte y la vida era lo único conmovedor a lo que un artista podía llegar y, de alguna manera, no soy el único en pesar de ese modo. Al estar al otro lado, puedo darme cuenta de que tanto el anciano de la garganta cortada, como el que se balancea en el rincón, pensaban igual que yo. Incluso la mujer que siempre se despide en una pirueta de melancolía y hastío, me recuerda esas noches en las que solo pensaba en la pintura y trataba de emular su silencio, pero después supe que es muy distinto venerar lo que consideramos extraño a realmente quererlo, o al menos así me lo aseguró el hombre del barco, mientras volvía a caerse desde la borda. No es lo mismo observar un hombre cortarse la garganta en una pintura que en carne y hueso, si es que todavía lo soy. Tampoco resulta sublime ver un cuerpo balanceándose en lo más alto de una habitación; ni siquiera la despedida de una mujer, sabiendo que será última vez que la vean. Todo ese conjunto de experiencias, esas series de apariciones que sobre un papel pueden pasar por sutiles o elegantes, aquí las vivo con un rostro descarnado, con las manos atrapadas en él, un encuadre que encierra el grito dentro de otro grito, mientras del otro lado, sigo viendo el cuadro.

 

Tratar de imaginarme fuera de aquí es un error. Lo supe antes de esto, antes de quedarme atrapado en el cuadro. Tuve la certeza mientras ojeaba los diccionarios de Historia de Arte, cuando mi vista registraba las réplicas en miniatura de la pintura y cuando escuché al hombre gritar, mientras caía desde la borda. Era como ver postales de un destino próximo o de un lugar en el que ya se había estado. Cualquier intento de disuadirme hubiera sido en vano. Si fuerzo los recuerdos, de niño era una pintura en movimiento. Cada paso o gesto se secaba en alguna superficie que una mano había pintado.

 

Pensar en mi caso como un acto de Dios o venganza ancestral tampoco tiene mucho sentido. Tal vez esto ya había sucedido antes, en alguna galería de Nueva York o en la habitación de un coleccionista de arte. De todas maneras, al principio me sorprendí musitando palabras de consuelo, oraciones que apenas podía recordar de mi otra vida, cuando ni siquiera me consideraba un creyente de ningún tipo. También cerraba los ojos, con la intención de convencerme de que solo era un sueño, pero aunque los cerrara, permanecían abiertos ante una oscuridad que muy poco tenía de ensoñación. El hombre continuaba desgajándose la garganta, el muchacho balanceándose en la parte más alta de la habitación y la mujer despidiéndose por última vez.

 

Únicamente me queda esperar, observar la serie de imágenes tortuosas, los hombres y mujeres que vuelven su cara hacia mí. Otro suicidio, otra muerte y agonía. Ahora, más que nunca, hubiera deseado perderme en esos pasillos de óleos y la luz de los cuadros impresionistas, pero eso no iba a suceder. Ya dentro del cuadro, lo único que se puede hacer es gritar.