De cómo la condena literaria nos acerca a nuestra desaparición

 

Lo intenté varias veces. Atiborré de comas, quise poner adverbios y me saltaron a la vista cosas vacías, carentes de sentido. Me imaginé a mí como en el tiempo de antes, tecleando o subrayando lo preciso que saliera de la vomitada mental que se me ocurría, pero ni así pude dejar en claro lo que quería proponer para revelarme en la escritura. Al contrario, fui expulsado del mismo lugar expulsado. ¿Dónde me veía ahora que no hallaba cabida en el proceso de la letra, ese en el que tanto me afané un día por comprenderlo y cuando ahora lo empiezo a entender, me patea sin piedad para quedarme en la periferia?

Sin embargo, aquel lugar extraído de toda razón o permanencia lógica resultó ser un eterno vaivén donde no encontraba el dónde ni el cuándo. El motivo de la ausencia del lugar donde se quería desarrollar mi escritura se debía a que “toda posibilidad de lenguaje se encuentra aquí evaporada por la transitividad en que el lenguaje se produce. El desierto es su elemento”.1 Además de estar implicado el problema del lenguaje sedentario, que jamás alcanzaría, resultó que había una carencia de pensamiento ahí donde me encontraba, en el afuera. Cuando Platón nos expulsó por locos habladores, nos condenó a permanecer en la inconstante duda que nos proveía de cantos, pero no de cantantes.

Michel Foucault dijo que la ficción, propia de algunos locos como él, “consiste no en hacer ver lo invisible, sino no obtener más que su irrefutable ausencia”,2 pero si los que queríamos tratar de escribir no podíamos hacer otra cosa que nadar en la misma ausencia, ¿cómo habría de manifestarse la escritura, ahora condenada al afuera? Mediante el otro, el que no era yo. Nos encontramos al jinete Kafka, que apuntaba las ansias de la ciudad lejana, civilizada, por terminar de construir la muralla que nos impediría, para siempre, el acceso a ella. Había también un Hladík-Borges y un Johnny-Cortázar para explicarnos la compleja situación del acto literario como una treta filosófica de unas dimensiones que el lector ordinario difícilmente llegaría a comprender. Hasta que uno intenta volverse un llamado autor y se ve inmerso en una bruma espesa que críticos como Maurice Blanchot —una persona que se vuelve personaje, un hombre “que es escritura”—3 llaman el espacio literario.

Si todos estos personajes —personas que ya fueron en su tiempo— se encontraron en el mismo lugar arenoso que nosotros, fue porque llegaron a él bajo las mismas redes de la atracción, las que nos condenan como el Ulisses frente a las sirenas, que por negligencia se quitó la cera de los oídos y solo escuchó promesas y promesas, de rostros de Eurídices multiformes o del silencio de las sirenas, las que no se ven porque son solo la promesa de Circe. Fue cuando me di cuenta de que me estaba moviendo y el desierto me hundía los pies y me los colocaba en otra parte; por más que gritara y me quejara de la distorsionada sacudida, es cierto que “en cuanto uno quiere oír sus palabras, no consigue oír más que un canto que no es otra cosa que la mortal promesa de un canto futuro”.4

Los que estábamos afuera portábamos una fea túnica por uniforme, que de alguna forma me brindaba alivio, pues hacía volver a mi memoria un símbolo de la patria que no quería olvidar, la patria que me tenía en la colonia penitenciaria y me tatuaba a sangre y ley la letras que escribían mi condena de poeta. Eso era, como lo fue para un tal Zurita que había penado el mismo proceso, el “costo de un régimen particular de lo social que se escribe en el cuerpo de los torturados, lesión que se asume como punto de partida”,5 para comenzar a descubrir lo ajeno a la polis, pero regido bajo leyes del “goteo continuo del lenguaje”.6

Sin embargo, es notorio que la condena la tenían aquellos expulsados, que en su afán de buscar su propia escritura se veían más maldecidos en ella que en las palabras del dictador racional, el que los corrió. La razón principal de permanecer en el doloroso movimiento mencionado es el atractivo deseo de encontrar su origen, pero no tenía y nunca tendría principio, porque conforme avanzaba en la esfera blanca ya había pasado a la negra y así sucesivamente. Mi identidad estaba en duda. Parecía una cosa indudable que aquel que se denomina autor es porque se le adjunta una obra. La relación entre ambos parece obvia, hasta que se plantea la posibilidad de que es justo al revés: que es la obra la que escribe al autor y que a costa de ella se desenvuelve toda la complejidad del discurso escrito, el poético y filosófico, que hoy en día llamamos literatura.

Entre los distintos géneros y calidades de las manifestaciones de este arte, nosotros como espectadores distinguíamos que existe un acto de escribir, pero que no en todos estos actos se genera una verdadera sabiduría, quizá una filosofía. ¿Qué es, entonces, la escritura literaria y cómo se manifiesta tan brillante al lector, quien reconoce un indicio de profundidad? El dilema comenzó a tornarse angustiante, era necesario saber cuál era el verdadero papel del que titulamos autor. En Julio Cortázar, quizá el autor no es más que un Johnny Carter en El perseguidor, “un pobre diablo de inteligencia apenas mediocre, dotado como tanto músico, tanto ajedrecista y tanto poeta, del don de crear cosas estupendas sin tener la menor conciencia (a lo sumo un orgullo de boxeador que se sabe fuerte) de las dimensiones de su obra”. Porque aquel producto que daría vida a mi oficio de escritor era el acto mismo de escribir; entonces, la paradoja cabía sin un origen, dado que la escritura no empieza si no se tiene un escritor ¿Qué complicado estamento es éste que no permite a su creador quedarse en su obra? El espacio literario implica “una retórica de una especie particular, destinada a hacernos oír que hemos entrado en ese espacio cerrado, separado y sagrado”,7 tan hermético, que expulsa a su escritor y lo deja vagar sin concederle el reposo de la finitud, al menos en un tiempo terrenal.

Hladík, por ejemplo, en “El milagro secreto” dio cuenta de este tiempo simbólico que no estaba inserto en la realidad, pero que al mismo tiempo operaba sobre una novela y seguía siendo real. Si el Hladík-Borges pudo terminar su obra en un lapso de dos minutos, es porque el autor está en función de la novela, la obra, la cual manda como titiritero a sus títeres: “[yo] existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más”. Hladík-Borges vivió para ser el autor de una obra; se trata de la manipulación de ésta y la encomienda del autor como un mero ciervo. Este escritor judío que fue fusilado, “no trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía”. ¡Claro que no!, pues trabajaba para la obra, que bien claro tenía su sentido y trama, para la cual Hladík era un esclavo a favor de ella, como lo fue el tiempo, como lo fue el espacio donde se creó.

Nos quemamos en la cicatriz de la espalda, de la piel, una aparente verdad: la escritura nunca fue finitud, porque era una construcción, una constante, ardua y rebuscada construcción que tiene el peligro de llevar el destino de la Muralla China del propio Kafka: “¿Qué defensa puede ofrecer una muralla discontinua? Ninguna, y la Muralla misma está en incesante peligro”. La literatura también peligra, porque es delgada y difusa la línea del horizonte que la separa de la crítica injustificada que la deforma y la pervierte hacia obras de otras categorías.

El espacio literario de Blanchot es aquel acontecer donde el lenguaje se resuelve, se cuenta a sí mismo, y genera este delirio en el escritor —delirio que solo se cura mediante la escritura—. Si el canto de las sirenas no es escuchado por un Ulises que, fascinado por el oído, no está atado al mástil de la escritura, no habría ningún testimonio de esta melodía inspiradora que se queda para la posteridad, para el deleite del lector ¿Será acaso Maurice Blanchot una especie de Circe que viene a contar la manera en cómo asirnos de la literatura para lograr su cometido de absorbernos en su espacio y despojarnos de toda autoría que podamos tener?

El autor, entonces, debería ser el amante mal portado de la reina llamada Literatura —hablando de ella como portadora de una verdad, de una teoría filosófica o de una sabiduría universal de los pueblos— que no haría más que moverse en un círculo aparentemente deformado. Me alejaría de la comarca racional y del centro consagrado de mi obra poética; pues “solo el relato y el movimiento imprevisible del relato proporcionan el espacio donde el punto se vuelve real, poderoso, atrayente”.8 Sin embargo, descubrí que si yo no fluía con esta desobra que es constante construcción, espacio diferente, me quedaría completamente fuera, incluso, de la posibilidad de escribir. Peor aún, encararía la muerte.

Una suerte de ángel se apareció de pronto y me deslumbró la cara y la poesía infinita que cargaba con mi tatuaje en sangre del castigo republicano. Se llamaba Derrida y dijo que “no se trata de bordar, salvo si se considera que saber bordar es saber seguir el hilo dado”.9 La escritura era un tejido, donde había hebras que envolvían a otras. Esto no ha sido más que el paso literario en el mundo y su intento de concentrar una verdad, la cual nada más consigue envolverla en otra hebra cuando más se intenta desenmascarar, desvelar, el velo perpetuo en el que se envuelve. Mientras los condenados más nos acercábamos a ella, más enredada se hacía, y mientras más la consultábamos, nos íbamos envenenando de a poco, pues resultó que el espacio literario donde nos encontrábamos era un fármacon que “empuja o atrae fuera de la ciudad al que no quiso nunca salir de ella, ni siquiera en el último momento, para escapar a la cicuta le hacen salir de sí y le arrastran a un camino que es propiamente de éxodo”.10 Salvaguardados o vagos, de todas maneras íbamos a probar la medicina por la que habíamos optado y sufriríamos las consecuencias de ser un poeta sirenoide que le habla a quien no puede vernos.

Cuando la escritura se presenta evidentemente como un fármacon “es cierto que Platón lo ofrece un poco como un divirtiendo, un fuera-de-la-obra o más bien un postre”,11 como los dulces que ofrecen las señoras del comandante en la colonia penitenciaria y que nos hacen vomitar con la franela poética de la que creemos que es nuestra obra. La frágil hoja que determina las fronteras entre la escritura, los métodos discursivos actuales y antiguos, y la llamada filosofía, no es más que una dosis del fármacon doloroso y artificial que mata al padre dador de vida y despoja de toda probabilidad de cura.

La escritura se volvió huérfana y de ahora en adelante “no tendrá valor más que sí y en la medida en que el rey le preste atención”,12 en que la ley volteo los ojos hacia ella. Mientras no pase esto, la escritura tendría la licencia de hacer con nosotros lo que quiera, “muerto, extinguido u oculto, ese astro resulta más peligroso que nunca”.13Qué es lo que ocurría con tal esperanza, donde deposité las promesas y mi doloroso andar, lo que yo pretendía encontrar y que no hacía más que mantenerme caminando? Resultaba que la escritura era capaz de hacer “pasar a un veneno por un remedio”.14

Fue cuando encontré a Raúl Zurita, con la cara quemada y guiñándome el ojo, quien me dio a probar de ese veneno que le inyectaron una vez, un día, en un país, en un momento, cuando “los intentos del régimen chileno por monologizar el lenguaje debían basarse estrictamente en la eliminación del interlocutor”.15 Plagado su natal Chile de una ideología de tiranía, Zurita y los demás como él fueron dominados por un poder de tiraje fascista, obligado a aniquilar a aquellos que se atrevían a alzar la voz en el banquete político. “El idioma resulta dominado por lo no dicho”16 y todo lo que no dijo Zurita en ciertos versos fue gritado por su cola de sirena, allá en el mar que se abría frente a Chile. Gritaron los despojos del dolor de una persona que se unió con el recuerdo de su tortura y la de muchas más:

 

Entonces se abrió el mar frente a Chile.

Éx. 14: 22

 

Como dos sentimientos que se separan, límpido,

mostrándole al cielo sus abismos.

Éx. 15: 417

 

“No una restauración del pasado, sino su contemporaneidad como devenir”,18 cualquier cicatriz que Zurita hubiera conservado se le veía en su voz trabada, en las palabras rápidas, en la lengua chasqueada, pero no en los versos que ofrecía, que injustamente lo lanzaron a las aguas que él abrazaba para su Chile, porque los vestigios del dolor presenciado en manos militares, que gustosos veían “esa expresión de transfiguración que aparecía en el rostro martirizado”19, justo como en la colonia penitenciaria, quedaron en las aguas:

 

Se separaron así las encabritadas aguas, uno

frente al otro se alzaron los muros de las

olas y entramos entonces por el paso del mar.

Y las olas no nos cubrían.

Éx. 15: 820

 

Las olas no cubrieron ni cubrirán el dolor que Raúl Zurita pasó con los suyos, pero el espacio literario que lo poseyó le dio la cura que de haber sido Sócrates, lo hubiera matado. “Platón tiende a presentar la escritura como un poder oculto y, por consiguiente, sospechoso”21 y nada que fuera sospechoso, leve espina frente a la ley armoniosa, iba a tener la oportunidad de volverse un veneno mortal para cualquiera que entrara en contacto con nosotros, los que ahora gritamos como las voces de Zurita hacia aquella polis que se divierte escuchándonos. “Si por la palabra filosofía sustituimos poesía, entonces tenemos un planteamiento que ayuda a comprender el uso que hace Zurita de las idealidades”,22 esto es, en el espacio literario que ejemplifica el chileno podemos entender esta monumental conexión del fenómeno de lo literario como el entrañable agujero negro del lenguaje, uno que habla por sí mismo, donde “se dirige hacia contenidos que le son previos”.23

En la invención de la palabra, la inmemorial invención del conocimiento transformado en un acto tangible de comunicación entre otros, “el fármacon está comprendido en la estructura del logos. Esta comprensión es un dominio y una decisión”.24 La odisea se tornó al límite, Zurita se desvaneció y solo escuchamos a algún otro loco que decía “ahora Zurita —me largó— ya que de puro verso y desgarro pudiste entrar aquí, en nuestras pesadillas; ¿tú puedes decirme dónde está mi hijo?”,25 y el dolor de mil y un oprimidos más rasgaba las páginas de un poemario, un libro que funcionaba como la coagulación de la sangre que me extirpa de mi escritura.

Escuché decir a Foucault:

 

Entre el narrador y ese compañero indisociable que no le acompaña, a lo largo de esa delgada línea que los separa como separa también el Yo que habla de el Él que él es en su ser hablado, se precipita todo el relato, desplegando un lugar sin lugar que es el afuera de toda palabra y de toda escritura, y que las hace aparecer, las desposee, les impone su ley, y manifiesta en su desarrollo infinito su reverberación de un instante, su fulgurante desaparición.26

En todo compañero del éxodo vislumbré apenas un miligramo de mi obra y no pude acercarme a él, porque se desvaneció como Zurita, dejando un vaho de parkinson y una voz inentendible. El viaje al que nos condenaron lo acompañamos del suero de Derrida, que nos mantuvo alimentando nuestra caminata, pero nos fue chupando el alma y toda carne poética que queríamos guardarnos para nosotros. Nos volvimos viajeros incontenibles. Lo que pasó es que yo ni siquiera podía verme, porque me había vuelto polvo desértico que hincha gargantas y deshidrata corazones.  Si yo no podía encontrar la escritura que buscaba –o la que hubiera quedado como migaja de los restos de mi ser, que ya no era ser, sino un papel inaccesible– era porque de hecho, yo ya ni siquiera existía.

 

RossMcCampbell34 (1)

1 Michel Foucault, El pensamiento del afuera. Trad. de Manuel Arranz Lázaro. Valencia, Pre-Textos, 1997, p. 4.

2 Ibid., p. 7.

3 Norma Angélica Cuevas Velasco, “El espacio poético en la narrativa. De los aportes de Maurice Blanchot a la teoría literaria y de algunas afinidades con la escritura de Salvador Elizondo”, en El silencio de un hombre llamado Maurice Blanchot. México, uam / Juan Pablos, 2006, p. 87.

4 Michel Foucault, op. cit., p. 27.

5 William Rowe, Hacia una poética radical. Ensayos de hermenéutica cultural. México, fce, 2014, p. 316.

6 Michel Foucault, op. cit., p. 36.

7 Maurice Blanchot, El libro que vendrá. Trad. de Pierre de Place. Caracas, Monte Ávila, p. 231.

8 Maurice Blanchot, op. cit., p. 13.

9 Jacques Derrida, La diseminación, Trad. José María Arancibia. España, Fundamentos, 2007, p. 94.

10 Ibid., p. 103.

11 Ibid., p. 107.

12 Ibid., p. 112.

13 Ibid., p. 124.

14 Ibid., p. 145.

15 William Rowe, op. cit., p. 311.

16/sup> Ibid., p. 311.

17 Raúl Zurita, Los países muertos. Santiago de Chile, Ediciones Tácitas, 2006, p. 11.

18 William Rowe, op. cit., p. 319.

19 Ibid.

20 Raúl Zurita, op. cit.

21 Jacques Derrida, op. cit., p. 144.

22 William Rowe, op. cit., p. 331.

23 Michel Foucault, op. cit., p. 38.

24 Jacques Derrida, op. cit., p. 175.

25 Raúl Zurita, Canto a su amor desaparecido, p. 9.

26 Michel Foucault, op. cit., p. 35.