Me imagino un mundo en el que no existe la escritura. El conocimiento es transmitido únicamente de forma oral, haciendo de la nemotecnia una herramienta imprescindible para recordar los datos que nos muestran nuestros maestros, amigos, colegas de trabajo, incluso los que dicta la propia experiencia.

En este lugar imaginario todos somos Simónides, esperamos pacientemente a que suceda un derrumbe para después identificar entre los escombros el cuerpo de cada uno de los invitados. En este mundo ficticio, nadie duda de que la nemotecnia sea el pilar de la educación, sin embargo, esto no soluciona la incertidumbre sobre en qué empeñarse, si en memorizar los datos de manera precisa o en razonar sobre el conocimiento aprendido; incluso sin libros, no hay una respuesta clara para esta cuestión.

Sin escritura, todos llevan una vida normal: se han aprendido de memoria el menú de los restaurantes que visitan, por lo que no leen las cartas; no precisan hacer listas para ir al supermercado, aunque a veces, si pierden la concentración al encontrarse con un conocido, pueden olvidarse de comprar algo. Eso sí, en aquel simulacro de mundo la gente suele aburrirse un poco más cuando hace caca, pero no son todos, pues de seguro algunos han encontrado un pasatiempo para la espera.

Entre semana, la gente no lee por las noches; cuando tienen sueño, se duermen y ya. Todo apunta a una existencia vacía y gris, de no ser por las reuniones que muchos organizan con la intención de contarse historias. Pienso en los poetas de ese universo y de cómo se juntan para decir sus versos ante el público compuesto por amigos, aficionados, familiares y otros poetas. Medito al respecto: seguramente hacen esto sentados alrededor del fuego, mientras son observados por las estrellas, cuentan las obras que han pensado en soledad y se empeñan en competir para saber quién de todos los presentes recita mejor una obra clásica.

Envidio un poco esta práctica. Admito que, incluso en este mundo imaginario, uno se la puede pasar bien, aunque pronto advierto sus propias limitaciones, pues el tiempo y el espacio me encarcelan en el escuchar a mis contemporáneos, llegándome del pasado únicamente aquello que se ha marcado con la etiqueta de la fama popular.

¿Habrá existido alguna persona que pensara distinto a lo que se cuenta en esas narraciones populares? Esa pregunta me taladraría todas las noches si fuera un ciudadano de ese mundo, un misterio, un laberinto del no hay respuesta. En aquel universo paralelo, cada grupo social es una bolsa hermética que saca a relucir su opinión solo en aquellas noches narrativas, desvencijando y reinventando la realidad, tanto como el Estado se los permite. Pienso en la existencia de lugares en los que puede ser contada cualquier cosa, implicando a la vez una menor presencia del Estado, haciendo clara su localización, seguramente cercano a la frontera con otro Estado. Qué curioso, aquí tenemos libros prohibidos, allá rapsodias inefables.

Recorro mentalmente todos los caminos de aquel mundo imaginario y me sorprendo al verificar que todos desembocan en un monumento poco usual, en el cual las paredes podrían interpretarse como un archivo, un ardid posibilitador de la lectura. En el centro, con una letra del tamaño de lo que mide un elefante, dice:

 

Cámara Legislativa. Nadie se encuentra por encima de la Ley.

 

Aquellas letras, efectivamente, podrían ser leídas, pero no han sido grabadas para eso, sino como muestra de la permanencia de las leyes ante cualquier mandatario humano. En ese mundo, ningún rey duda del carácter universal de la legislación, de su vigencia a través de los tiempos y, por lo tanto, de la imposibilidad de alterarlas. Sin embargo, la ley no ha sido escrita para ser leída, pues todos los mandatarios son obligados en su formación a memorizar por completo el contenido de esos kilómetros de pared. Ni siquiera los rapsodas jurídicos consultan al texto, teniendo por costumbre preguntarse entre ellos antes de intentar el bochornoso trabajo de entender en esos trazos el fragmento buscado.

Me veo obligado entonces a preguntar a un habitante imaginario, para saber la razón de la existencia de la palabra escrita en su sociedad, si no es para ser leída. El ciudadano me lo explica y, entonces, comprendo: en su cultura aquello funciona como un tótem, su máximo símbolo civilizatorio. Me cuenta que rememora cómo el rey filósofo logró sacar al pueblo de la oscuridad, guiándolos al exterior de la caverna después de haber transitado solo por primera vez el camino.

Me quedo mirando por horas al techo hasta que logro recapitular todos los sucesos, llego a la conclusión de que aquel rey ha quedado ciego, pues seguramente había sido demasiado repentino el encuentro con la luz la primera vez que salió. Entonces, pienso que ha regresado a la caverna no para salvar al resto, sino para huir de aquella totalidad. Sin embargo, ha sido demasiado tarde, su estadía en el exterior ha sido suficiente para dejarle ciego de por vida. Ha sido el miedo a la soledad lo que ha causado que el rey libere al resto de los esclavos, no el amor a la verdad. Todo ha sido un juego y nadie se ha dado cuenta. Guardo un momento de silencio por los habitantes de ese mundo imaginario.