El libro es la fuga bloqueada. No se sabe qué rumbo tomará el alumno. Pero se sabe de donde no saldrá, del ejercicio de su libertad. Se sabe también que el maestro no tendrá derecho a estar por todas partes, solamente en la puerta. El alumno debe verlo todo por sí mismo, comparar sin cesar y responder siempre a la triple pregunta: ¿Qué ves? ¿Qué piensas? ¿Qué haces? Y así hasta el infinito. Pero este infinito ya no es el secreto del maestro, es el camino del alumno.

Jacques Rancière, El maestro ignorante.

 

Es indudable que el pensamiento contemporáneo se encuentra afectado de manera profunda por las artes y la literatura; y que, en sentido correspondiente, la concepción actual del arte —en su amplia y múltiple diversidad ficcional— está asentada, para bien y para mal, en la filosofía. Dicha relación no solo conecta estas esferas en un mismo y único vínculo, ya que no se trata de una simple línea que los recorre y los une desde una discursividad vertical; se trata más bien de un circuito transversal, donde la influencia es mutua y constante, de modo que podemos hablar del acto de creación como una cierta rarificación del ambiente propio del pensamiento. La cuestión de fondo es: ¿Cómo pensar el acto de creación? ¿Con qué prácticas es que se discursa? ¿Qué vínculos (y de qué tipo) sostiene la ficción con el arte, la filosofía y la literatura, y éstas entre sí? La filosofía francesa ha requerido de las artes para componer la imagen de su pensamiento; la literatura y las artes operan en ella no solo como temas u objetos de estudio, sino como una dis-posición reflexiva para construir las bases de un pensamiento crítico y creador. Incluso muchos de los conceptos articulados por los filósofos franceses (Bataille, Blanchot, Foucault, Deleuze y Guattari, Didi-Huberman, Rancière, etc.) no podrían exponerse sin contar con la influencia que la ficción y las artes han dejado en ellos. El objetivo principal de este ensayo es reflexionar sobre en qué medida y con base en qué procesos teóricos, prácticos, históricos, políticos, etc., la filosofía de nuestros días y la producción artística, entre ellas la ficción, están estrechamente ligadas, a través del sueño, el juego, la vigilia, la razón, el lenguaje y la sin-razón.

 

 

La filosofía imposible de Georges Bataille: arte, erotismo y muerte

 

Georges Bataille es una de las figuras más atípicas en la filosofía francesa del siglo xx.1 Su nombre está asociado a la literatura, al mal, al erotismo, al sueño, a la transgresión y a lo sagrado; es, a todas luces, sinónimo de la oscuridad latente en un pensamiento que se mueve en la periferia de la filosofía: una suerte de místico contemporáneo, un intelectual aburguesado, un escritor inmoral, alguien que se hunde en la vía hacia lo imposible tratando de llevar la palabra ahí donde la vida, la muerte, el arte y la apertura a realidades arcanas se convierten en una prueba de resistencia y de creación al margen de los parámetros sociales de una intelectualidad asentada cómodamente en discursos complacientes, sensatos y que temen adentrarse en los infiernos de la existencia, tan propios estos de la ficción. La idea del erotismo en Bataille es hasta cierto punto reconocida, ya que, en síntesis, mantiene la idea de que el erotismo es la afirmación de la vida hasta en la muerte. ¿Qué es el erotismo hoy y qué la muerte? ¿Puede la filosofía pensar la muerte con justicia; lo pueden el arte o la literatura, y en particular la ficción? O bien, para efectos del ensayo: ¿Qué imagen del arte se gesta en la apuesta filosófica de Bataille?

Para Bataille, la respuesta al deseo erótico es un fin en sí mismo, cuya búsqueda está relacionada con el deseo y frecuentemente contrapuesto a la razón. Por ello, cuando se tienen relaciones sexuales utilitariamente, se hace en oposición al erotismo, el cual es un fin de la vida humana, ya que la sexualidad es origen y principio, planteándole al ser humano un desafío inevitable so pena de enloquecer. “Este enloquecimiento aparece en el orgasmo. ¿Podría yo vivir plenamente este orgasmo sino como una primera impresión de la muerte definitiva? […] La violencia del placer espasmódico se halla en el fondo de mi corazón. Al mismo tiempo, esta violencia es el corazón de la muerte: ¡se abre en mí!”.2 De aquí, Bataille recurre a establecer algunos ejemplos ubicados en la Prehistoria, en donde aduce que las primeras imágenes del hombre, por ejemplo las que aparecen en cavernas del actual territorio francés, tienen el sexo erguido, incluso cuando éstas representan a alguien moribundo o muerto producto de las actividades cotidianas de la caza, sin que ello tenga ningún referente diabólico. Considera Bataille que

 

Si diabólico significa esencialmente la coincidencia de la muerte y el erotismo, si el diablo no es sino nuestra propia locura, si lloramos, si profundos sollozos nos desgarran —o bien si nos domina una risa nerviosa— no podremos dejar de percibir, vinculada al naciente erotismo, la preocupación, la obsesión de la muerte (de la muerte en un sentido trágico, aunque a fin de cuentas, risible).3

 

En las primeras sepulturas es posible ver cómo tanto la muerte como el erotismo se hacen presentes en la intemperie. Los animales, como sabemos, intuyen el peligro y el riesgo, practican el ritual de apareamiento, pero no podemos decir que son conscientes del erotismo ni de la muerte, a diferencia del ser humano. Fue hasta que el hombre comenzó a dar forma a los utensilios de trabajo, a fabricar armas (Homo faber), herramientas y, en general, a trabajar, cuando el hombre se cambió a sí mismo, cuando tomo distancia del animal sin renunciar del todo a su animalidad, o mejor dicho, cuando se convirtió en el animal racional que somos. Una muestra de esta animalidad perdida es que la búsqueda de placer se ve hoy día mayormente como algo malo, como muestra de voluptuosidad. “La voluptuosidad es el resultado previsto del juego erótico. En cambio, el resultado del trabajo es el beneficio, la ganancia: el trabajo enriquece. Si el resultado del erotismo es considerado en la perspectiva del deseo […] es una pérdida que, paradójicamente, responde a la expresión válida de ‘pequeña muerte’”.4 El trabajo —como principal obra humana— antecede en mucho a la obra artística. No fue sino el juego, y no precisamente el trabajo, lo que permitió que el trabajo comenzase a producir obras de arte. Así, podemos preguntarnos: “¿Cuál es finalmente el sentido de las maravillosas pinturas que desordenadamente adornan las cavernas de difícil acceso?”.5

Las pinturas —las de Lascaux, por ejemplo—6 de dichas cuevas son bellas, fascinantes, pero además tal vez pudieran responder en su paradójica inaccesibilidad a una idea de juego, seducción, deseo de éxito y muerte. Los creadores de estas obras estaban humanizando el mundo para nosotros, lo estaban pre-cociendo, dándole un sentido y cierta trascendencia a la existencia. “El hombre de Lascaux […] estaba agobiado por el futuro más incierto y complejo”.7

 

Parados delante de los frescos de Lascaux, ricos hasta el extremo del movimiento de la vida animal, ¿cómo podríamos atribuir a sus creadores una miseria contraria a dicha animación? Si la vida no hubiese llevado a esos hombres a cierto nivel de exuberancia y de goce, no la hubiesen podido representar con tal fuerza y determinación. Pero es claro para el observador que dicha fuerza los agitaba humanamente: esta visión de la animalidad es humana porque la vida que ella encarna está transfigurada; que es bella y por esto mismo soberana, por encima de cualquier imaginable miseria.8

 

¿Coincidirá el nacimiento del Homo sapiens con el nacimiento del arte? Al menos sí podemos afirmar que el nacimiento del primero coincide con el desarrollo del segundo, es decir, se trata del paso del Homo faber al Homo sapiens, de la actividad útil a la actividad lúdica. “El nombre de Lascaux es el símbolo de las eras que supieron del pasaje de la bestia humana al ser separado que somos”.9 El juego y el arte florecieron en un estado social de prohibiciones y en una realidad religiosa o estética (sensible), más que en una basada en la búsqueda del conocimiento.

El arte como juego liberaba de la obligación del trabajo, o el trabajo del arte se realizaba como un juego plagado de ficciones y posibilidades diversas, y así, las prohibiciones existentes hasta entonces iban siendo transgredidas, al igual que la religión, aunque claro, nunca en su totalidad, pues las prohibiciones garantizan la posibilidad de la continuidad de la vida. Asimismo, fue apareciendo la fiesta como fuente de éxtasis, también enfrentada a ciertas prohibiciones y a la angustia, tiempo en el que hombres y dioses coinciden. “Es el estado de transgresión quien controla al deseo, la exigencia de un mundo más profundo, más rico y prodigioso, en una palabra, la exigencia de un mundo sagrado. La transgresión se tradujo siempre en formas prodigiosas: como las formas de la poesía o la música, de la danza, de la tragedia o la pintura”.10 Esta escritura sobre las paredes de la cueva de Lascaux se aproxima al habla sagrada, es decir, al silencio, a lo indecible, a la magia, a Dios. Nos asombra porque es el silencio quien habla desde lo inaccesible y cuando lo desconocido nos interpela, muchas veces con violencia. “Extraña sabiduría, demasiado antigua para Sócrates y también demasiado nueva, de la cual, sin embargo, a pesar de la desazón que obligaba a alejarse de ella, se debe creer que no está excluido, él que solo aceptaba como garante del habla la presencia de un hombre vivo y que sin embargo por eso llegó a morir, a fin de mantener su palabra”.11

Insiste Bataille en que la oscuridad impenetrable es la más alta virtud de todo enigma, pues, en efecto, un enigma de orden primero ha de mostrarse no solo como algo primario y que remonte a los inicios, sino que mantenga vigente su posibilidad de seguir originando. Bataille nos dice que nace el arte hermanado de lo que nuestra especie algún día será. Arte, ficción y hombre tienen aparición en el mismo tiempo y espacio; el tiempo de Lascaux, ese momento del mundo. Hoy, las preguntas que lanzan las imágenes y su silencio nos inquietan, ese silencio nos perturba por lo que arrastra a nuestro pensamiento sin hacer patente la pregunta final por lo divino, pero lo sagrado que ahí reside, en medio del silencio, actual o arcano, es —por todo aquello— un habla muda y forzada, obligada a decirnos a nosotros lo que fuimos de manera imprecisa, pero sigue diciendo algo de lo que somos todavía en esencia: un ser no reducido a lo animal, porque trabaja, ríe, es erótico y está marcado por la finitud; lo que lo distingue de los otros simios es —en este punto— aquello que, siendo trabajo, es igualmente juego; lo que es juego y superándolo se eleva a ser arte; lo que es arte y, por tanto, es afirmación de la vida, y lo que es vida ahí donde solo triunfa la muerte.

Además del Homo faber, habría que retomar aquí, si bien de momento rápidamente, lo dicho por Johan Huizinga en su libro Homo ludens,12 donde el historiador afirma que la bestia que somos, que hemos sido, no podría comprenderse sin el elemento lúdico que atraviesa todas sus acciones y producciones, o sin la dimensión simbólica que permite y hace comprensible nuestros modos de ser, es decir, sin arte no hay lenguaje, ni sin lenguaje puede haber tampoco arte ni literatura, ambos acontecen como esfuerzo y como juego, arte y lenguaje son eróticos porque vinculan a los vivos entre sí y la vida con lo que la trasciende y la cerca: la muerte. Pero, en el fondo, todos los juegos políticos (y publicitarios), estéticos (anestésicos), educativos (o de control y manipulación), etc., quizá más que reducirse al sistema de consignas de cualquier entretenimiento, lo que tienen por misión es hacer evidente el lugar del erotismo como juego en un sentido primario y originario, tanto para los antiguos como para cierta lectura simbólica de nuestra dimensión mítica, es decir, que el hombre juega porque ese es su destino, y quizá sea cierto lo que decían Platón y Sócrates: “el hombre es el juguete de los dioses”. La muerte obtiene sentido precisamente por su facultad por esconderse, por su inaccesibilidad. Lo que será ceniza, solo por ello obtiene sentido, lo que tiene sentido, lo pierde si no es, en la posteridad, ceniza.

La muerte se sostiene, entonces, como aquello a lo que no estamos acostumbrados; no obstante, su insistencia en el pensamiento, nos rehúye. Y nos seguirá siendo opaca, un signo, pues de su experiencia directa nada podemos decir en primera persona, la experimentamos a la distancia, a su espera, sabiendo inevitablemente que el tiempo lejano o pronto, aunque impostergable, de su acontecimiento, nada podrá aclarar, pues su advenimiento significa el fin de toda experiencia posible, final de todo pensamiento imposible. Dice Blanchot que no alcanzaremos nunca a la muerte, estableciendo un paralelismo con Bataille, pues sin alcanzarla nunca nos ha hecho posibles, todo en nosotros está fundado y definido por ella desde tiempos sin memoria, sin embargo, como en todo paralelismo, hay algo irreductible, algo distinto, un acento que no hay en la otra línea:

 

La muerte: no estamos acostumbrados a ella. La muerte, al ser aquello a lo que no estamos acostumbrados, nos acercamos a ella o bien como a lo inhabitual que maravilla, o bien como a lo no-familiar que horroriza. El pensamiento de la muerte no nos ayuda a pensar la muerte, no nos brinda la muerte como algo que hay que pensar. Muerte, pensamiento, tan próximos que, pensando, morimos, si al morir nos permitimos no pensar: todo pensamiento sería mortal; todo pensamiento, último pensamiento.13

 

Blanchot y Bataille coinciden en encontrar en la muerte el acontecimiento crucial que hace nacer al pensamiento, no precisamente a la filosofía, sino a la posibilidad que la antecede, la abstracción simbólica, desplazar un momento hacia la imagen de su fantasmagoría, algo que permita salvar los objetos, los cuerpos, salvarlos de una muerte definitiva y que finalmente la sitúa en un lugar no menos temible: lo imposible. Pero el arte y la literatura, la escritura y la ficción, que en su origen son idénticos, pues no se trata aquí estrictamente de pinturas en el sentido moderno, sino de un habla que ha de perdurar borrando la experiencia originaria, solo obtienen sentido porque existe la muerte que los impulsa a perdurar y resistir. Resistir para afirmar el goce largo o breve que rige las vidas y las muertes, las pequeñas y las de proporciones mayores. El erotismo es la antesala, el arte el escenario, el trasfondo es la desaparición final y absoluta.

De alguna manera, respecto al sentido del mundo en sí mismo, la muerte es absurda, igual que el arte. Las estrellas, siendo el objeto de la representación poética de la admiración ancestral, siguen siendo hoy el objeto del pensamiento en la física, y sin embargo, lo que arte o ciencia, filosofía o poesía descubran, les es indiferente, porque no hay sentido más que ahí donde se descubre que serán ceniza. Esta idea del arte y el juego, en tanto que finalidades no utilitarias, es decir, cuyo fin es su propia re-presentación y no otro producto distinto de sí, puede encontrarse igualmente en reflexiones del discípulo de Heidegger, Hans-Georg Gadamer, quien coincide con Bataille al pensar el origen del arte (donde el origen no es una categoría cronológica sino ontológica) en la equivalencia con el juego y la fiesta, si bien cabe apuntar que Gadamer tiene otros objetivos en mente y lo lleva a cabo con otra ontología a la base.

De una u otra forma, lo relevante de ambas maneras de pensar la pregunta ¿qué es aquello que aparece en la obra de arte?, es que, finalmente, ninguno apunta hacia una respuesta que identifique al arte con la obra de arte, es decir, la materialidad de la pieza, y ni siquiera en tanto que material contenedor de los signos. El arte está en otro punto, se juega más bien en su puesta en escena, en su re-presentación. Solo para desglosar un poco más las ideas, me parece que lo importante se juega, en ambos casos, en algo que excede, que sobrepasa lo meramente material, la relevancia fundamental se decide en un plano simbólico y espiritual, no ajeno al de la ficción (Bataille está más cerca de Gadamer y de Hegel que de Deleuze), si bien aquí cabe mencionar que no es lo simbólico del psicoanálisis de Lacan, pero se le aproxima en tanto que se trata de la posibilidad de producir signos legibles y dominantes. Es decir, Deleuze y Bataille no están jugando la misma noción de arte, para Deleuze siempre hay una resistencia no-simbólica que implica el ámbito indómito de la materia, una potencia de inconsciente que se impregna incluso en los signos y símbolos más estratificados; por su parte, para Bataille, ese exceso simbólico es lo que hace de la muerte, del erotismo y del arte algo próximo —o algo que aproxima— a lo sagrado, a lo inaccesible e imposible, aunque para él, las transiciones y transformaciones simbólicas no son tan aceleradas como para Deleuze. Se estabilizan a través de la liturgia religiosa y del rito sexual. Bataille piensa el erotismo como algo distinto de la reproducción sexual y del apareamiento, y distingue al juego, al arte y al trabajo de los meros instintos de supervivencia que obligan a los animales a buscar aparearse o conseguir alimento. El arte y el juego, al igual que el erotismo, son excesivos, superan lo natural, en esto Bataille es totalmente cercano a Hegel.

Podríamos aventurar la tesis de que eso que está en Lascaux es una suerte de artefacto-heterocrónico que se activa en el tiempo de la fiesta orgiástica donde vida y muerte se reúnen, produciendo un eco-sistema de hibridación que permite el vínculo o la mutua contaminación entre las dimensiones de lo humano y lo no-humano; se trata de un tiempo y de un espacio, un tiempo-espacio de reunión con lo sagrado-oculto. De una u otra forma, hay aquí elementos de un arte invocatoria, una técnica de apertura a lo que hunde y eleva más allá de la vida entre hombres y mujeres. La transgresión tendría que jugarse también en los términos que usamos. Y quizá valga la pena decir que en un sentido estricto, lo que hay en Lascaux no es ni arte, ni escritura, ni religión, ni erotismo, sino un ámbito mixto de todo ello, y si todavía hay una resonancia de ello, es porque ese principio sigue vivo, aunque neutralizado en las bestias que seguimos siendo, aunque ya no seamos, tristemente, esa bestia de Lascaux.

 

 

Maurice Blanchot. Espacios literarios, ¿hacia dónde se dirige la literatura?

 

Afuera del libro y El espacio literario no son textos fáciles, son más bien difíciles, intrincados, por momentos, un tanto circulares. Me parece que sirven de pilar para gran parte —sobre todo en Francia— de la filosofía y la crítica literaria que se escribió después. Literatura, escribir, escritura… no se trata de una apoteosis sobre la lectura, sino sobre la escritura, sobre el oficio de escribir sin sujeto, este último ausente como el yo-fuerte, lector y autor juegan un papel secundario o terciario, lo importante es el texto, la hoja, la letra que se corresponde con una palabra que viene desde la exterioridad a hacerse tiempo como parte del lenguaje en el mundo sin ubicación precisa ni necesaria. Es cierto que, en este sentido, la muerte de Dios se corresponde —pensando en la negatividad que Blanchot maneja magistralmente y de una manera distinta a Hegel— con la muerte del hombre, es decir, tanto del lector, como del autor-escritor… No hay autor, no hay escritor, no hay Dios… Hay lenguaje, lo demás es ausencia o acaso borradura, borradura que se extingue, que se agota. Dice Blanchot “no hay página blanca, pero la primer letra siempre se graba sobre la página blanca, porque una voluntad quiere que la página blanca escrita sea infinita y, para eso, es necesaria la página blanca”.14 La metafísica de la presencia ha jugado un papel central en la historia de Occidente, haciendo pasar como natural a Dios, como fuente originaria del sentido. El logos ha debido experimentar una ruptura, un descentramiento para afrontar la locura después de los acontecimientos lamentables y crímenes de lesa humanidad ocurridos durante el siglo xx, apareciendo la deconstrucción como señal y acto revolucionario, y la escritura como huella o señal de sobrevivencia, convirtiéndose la ausencia y no la presencia en el sentido capaz de guiar a la humanidad en este siglo xxi. Escribir “es pasar del Yo al Él, de modo que lo que me ocurre no le ocurre a nadie, es anónimo porque me concierne, se repite en una dispersión infinita”.15 La escritura “es la práctica de una ausencia, pues la palabra, el lenguaje, la escritura, nunca pueden inscribirse del lado de la presencia”.16 La ausencia del libro trata de un libro vacío, de una ausencia absoluta, de un libro siempre abierto, pues cerrarlo sería volverlo lo Absoluto, equipararlo a Dios. Dice Blanchot: “la ausencia de libro anula toda continuidad de presencia, escribir es producir la ausencia de obra”.17 Es anular la propiedad. Escribir se relaciona, por tanto, con la ausencia de obra. Por ello, la escritura es exterioridad cuya ley ha de ser violada, aún si no ha sido enunciada. Es así como “se habla de la caída definitiva de las fronteras entre poesía y filosofía o crítica. Esa expresión se concibe justamente en un exterior de la razón analítica y el impacto de su imagen única no se va a hacer esperar”.18 De otra manera, cómo podría Orfeo haber respetado la ley de no voltear pasara lo que pasara si quería salir con su amada del Hades, si ya había transgredido la otra ley que le prohibía bajar al Infierno. De hecho, “lo que el mito de Orfeo ilustra es la forma del pensamiento como potencia que nace siempre de un afuera, que no existe todavía, que ha de venir en un instante que supera, sin embargo, cualquier mundo interior”.19 De igual manera, así como Orfeo desea a su amada Eurídice más que a cualquier otra cosa y por ella está dispuesto a rebasar los límites que la ley impone, la escritura está dispuesta para la obra o el libro a producir su ausencia y apertura permanente una vez que se escribe sobre la hoja la primera letra o fonema, asegurando así su ausencia, sin preocuparse Orfeo por el canto ni el escritor por el sujeto, ya no hay sujeto y ni el canto ni la música de Orfeo abriéndose paso en la oscuridad tienen el poder suficiente para cerrar el libro ni para evitar voltear la vista, a pesar de lo que dice lo exterior (la ley). “La noche sagrada encierra a Eurídice, encierra en el canto lo que supera el canto”.20 Afirma Blanchot que “para escribir ya no es necesario escribir. En esta contradicción se sitúa la esencia de la escritura, la dificultad de la experiencia y el salto de la inspiración”.21 Escribir es hacer caso de ese murmullo que nos interpela, tal como aquel ángel le habló a Rilke en su trayecto por el acantilado del Castillo de Duino, en Trieste, que lo llevó a maquinar sus Elegías y sus Sonetos a Orfeo. Un murmullo inagotable como la escritura que se escribe, que ya es escritura inagotable e ininterrumpida. Mismo caso de Hugo von Hoffmansthal en su “Carta a Lord Chandos”, en la que renuncia a seguir escribiendo, en parte porque considera que ha perdido la inspiración suficiente para seguir haciéndolo. Se sentía en gran parte responsable frente al lenguaje y, reconociendo esta responsabilidad frente a la autoridad de este, se sentía cada vez más ajeno al derecho de escribir, derecho que sentía le era negado. A partir de allí, “la obra ya no es inocente”.22

Si en el análisis que hacía Foucault de “Esto no es una pipa”, de Magritte, veíamos que se rompía el vínculo entre la palabra y lo que esta designaba: ¿Sería posible pensar que en El espacio literario, Blanchot muestra cómo se rompe el vínculo entre la palabra y la subjetividad de quien escribe? El que escribe lo hace para borrarse, para desaparecer e ingresar en lo negro de la noche, en lo negro de la mirada de Orfeo, una oscuridad-afuera que oblitera la posesión del sentido. En esta obra, una larga meditación sobre la lectura y sobre la escritura, Blanchot desglosa un camino hacia lo ilegible y hacia lo impersonal, donde lo que queda es desorientación antes que figura. Una desorientación habitada por el retorno, por la repetición incesante de un paso y otro, que se acerca a la muerte que es la creación, y nunca muere. Hay una experiencia de lo intermedio en su pensamiento y, dado que es siempre intersticio, no comienza ni termina, carece de bordes y, por lo tanto, boicotea la posibilidad de definir, distinguir y separar a un sujeto de un objeto, cancela la oposición binaria. La pregunta que trae la obra de Blanchot, la que inquieta y se hace enigma, es ¿hacia dónde se dirige la condición transitoria del entre? ¿Se dirige a algún lugar? ¿Es pura suspensión? ¿Es una forma de exterioridad? ¿Es el espacio literario un espacio de exterioridad? ¿Una exterioridad íntima, quizá? ¿Una ficción o serie de ficciones encadenas e interminables?

 

 

Conclusiones

 

El tiempo es implacable. Es difícil, casi imposible, mantenerse al margen de la producción necesaria para la supervivencia, pero justo por ello, en ocasiones, cabe dejar de incorporar estos tiempos al trabajo y al esfuerzo mismo que exige pensar, crear, actuar o simplemente resistir. Es decir, a veces, casi siempre, pensar requiere de un tiempo particular que no puede ir con el acelerado ritmo de la vida actual. Sabemos que nuestra experiencia está cifrada por el control, de la casa al cuartel, del cuartel al trabajo, del trabajo al hospital, ya no solo el encierro, en todos lados pantallas —aquí mismo hay una o muchas—; pensar no puede hacerse al margen de todo ello, pero eso no significa que deba hacerse siempre al paso imperial, marcial, ese no-ritmo de la marcha de los soldados de la que hablan Deleuze y Guattari: pensar requiere hacer tiempo para el acontecimiento. Parece que decimos las cosas, los argumentos de memoria, ¿no es cierto? Parece que no podemos escapar a la máquina de producción que nuestro cuerpo, el que sea, la cabeza, los ojos, los brazos, las manos sobre el piano, el pincel sobre el lienzo, la mirada sobre el texto, todos ellos, a pesar de resistir, siguen siendo acosados por esta maquinación constante, infatigable del producir sin crear. Crear sin producir, realmente. Podemos ser verdaderamente críticos de nosotros mismos, utilizar el movimiento esquizoide propio de la modernidad: mirarnos como si fuésemos otro, mirarnos como objeto de estudio, diseccionarnos, analizarnos, esto es, criticarnos…

¿Cómo recuperar la voz, nuestra voz, en esa maquinaria infernal de escritura sobre la escritura de la escritura de la escritura de la escritura…? ¿Cómo pensar el presente que somos? No hay más camino para el pensamiento que su puesta en abismo. No hay más camino para la creación que el fracaso y la desesperación. Esos son sus verdaderos caminos, el error y la falsedad, la traición a los padres, a los hermanos y a los amigos, incluso a los enemigos. Traicionar para crear y para creer, porque no hay acto de creación ahí donde no hay un afán por poner un poco de cabeza nuestros pies mismos. Crear es en parte esto, fracasar, porque no hay salida posible y es moverse entre las minas, aunque terminemos todos hechos pedazos, porque quizá ya lo somos. El pensamiento es experiencia, no somos sino eso que repetía Deleuze a partir de Fitzgerald: “toda vida es un proceso de demolición”. El logos es fuego antes que nada.

RossMcCampbell65

1 Sobre el pensamiento de Georges Bataille, véase la entrevista “La Littérature et le mal” [en línea], en <https://youtu.be/LeuffpGl8uE>. [Consulta: 2 de julio, 2016.]

2 Georges Bataille, Las lágrimas de Eros. Barcelona, Tusquets, 1997, pp. 32-33.

3 Ibid., p. 37.

4 Ibid., p. 58.

5 Ibid., p. 60.

6 Vid. Werner Herzog, “La cueva de los sueños olvidados” [en línea], sobre la Cueva de Chauvet, en <https://youtu.be/NfF989-rW04>. [Consulta: 1 de julio, 2016.]

7 Georges Bataille, Lascaux o el nacimiento del arte. Córdoba, Alición, 2003, p. 37.

8 Ibid., p. 35.

9 Ibid., p. 30.

10 Ibid., p. 53.

11 Maurice Blanchot, Una voz venida de otra parte. Madrid, Arena, 2009, p. 44.

12 Vid. Johan Huizinga, Homo ludens. México, Alianza, 2012.

13 Maurice Blanchot, El paso (no) más allá. Barcelona, Paidós, 1994, p. 29.

14 Maurice Blanchot, La ausencia del libro. Buenos Aires, Caldén, 1973, p. 10.

15 Ibid., p. 17.

16 Ibid., pp. 17-18.

17 Ibid., p. 22.

18 Maurice Blanchot, El espacio literario. Madrid, Nacional, 2002, p. 15.

19 Ibid., 12.

20 Ibid., 158.

21 Ibid., 159.

22 Ibid., 168.