El mismo chiste aparece cada dos o tres semanas en mi muro de Facebook: en 1980, se aseguraba que en 2020 habría coches voladores, y lo único que hay, llegadas estas fechas, son autos último modelo que no pasan la verificación (o plumas Bic que se secan, señales de Internet que se cortan, socavones y memes porque el Cruz Azul sigue sin ganar nada, y ya perdió hasta el estadio…). Lo mismo que se le reprocha al futuro vuelto presente, en general, se le puede reprochar al presente vuelto pasado, en particular: a la política, a la economía y, por qué no, a la literatura.

Al igual que muchos otros, nuestro tiempo tiene algo de bipolar: vivimos, simultáneamente, con el convencimiento de que no pasa nada y de que nunca antes los cambios habían sido tan rápidos. Nos sentimos tan siglo XXI, solo para darnos cuenta de que, hasta ahora, este siglo no ha sido más que una larga cruda del siglo más corto de la historia (1917-1989). Vivimos el triunfo indiscutible del liberalismo, mientras vemos cómo se multiplican las nostalgias populistas; los economistas repiten que la humanidad nunca había sido tan próspera e insinúan que la renta universal no tardará en llegar, para después enredarse en las explicaciones de por qué la economía europea no logra recuperarse y la latinoamericana se enfila hacia el estancamiento; la esperanza de vida nunca había sido tan alta, y sigue envejeciendo, al tiempo que, semana sí y semana no, los científicos alertan que hasta el alimento más insípido y los pasatiempos más monótonos son nocivos para la salud; nunca había habido menos guerra, pero pocas veces, también, la violencia había ocasionado tanta histeria.

Lo único emocionante y lo único realmente novedoso son los gadgets, pero los megapixeles o la memoria del celular no alcanzan a sustituir el espectáculo de la historia: tenemos la tecnología, pero dudamos de si hay algo digno de fotografiar o de guardar, y quizás por eso fotografiamos y guardamos todo. Hace treinta años, todavía la mitad del mundo creía que se podía cambiar el mundo, y estaba segura de que lo lograría, mientras la otra mitad temía el avance totalitario de los utópicos. Esa dinámica paranoide dio por resultado una de las mejores creaciones de la humanidad, el estado de bienestar, que a veces parece que se tambalea y a veces que se fortalece. Hoy, hasta el futuro luce descolorido: ni llegará el día en que todos seremos iguales y la justicia comunista reinará en todos los rincones del orbe (en el mejor de los casos, y ojalá así sea, las clases medias bajas predominarán en un mundo paradójicamente cada vez más desigual); ni desaparecerá espectacularmente el planeta por una inminente guerra atómica (en el peor de los casos, y ojalá así no sea, desapareceremos poco a poco, al ritmo con el que se elevan los océanos).

En resumen, es posible afirmar que no pasa nada porque ya todo pasó, en especial, ese siglo plagado, como ningún otro, de sueños y pesadillas; y que, aunque algo aburrido, el presente, siendo sinceros y hasta nuevo aviso, tampoco está tan mal. Vivimos en una (in)felicidad razonable. Que vivamos tiempos poco emocionantes es una bendición para nosotros, pues la espectacularidad de la historia es catastrófica y una maldición para la literatura. A quienes les interesa la literatura contemporánea les resulta inevitable preguntarse, entonces, cómo escribir en un mundo así.

La respuesta, evidentemente, está en las saturadas mesas de novedades: tentativas no faltan. No obstante, parecería que no hay nada nuevo que contar, aunque uno de los requisitos de lo auténticamente novedoso sea pasar desapercibido. La literatura contemporánea se parece mucho al mundo que narra y desde el que narra: es correcta y poco emocionante. Y cuando parece despertar de su plácida decadencia, lo suele hacer con gestos nostálgicos, sin importar si viene disfrazada de vanguardismo o de clasicismo; de hecho, su mayor atrevimiento, muchas veces, es el simple exabrupto o el supuesto virtuosismo, más cerca de la mercadotecnia que, respectivamente, de la insolencia o de la perfección.

Si la política latinoamericana contemporánea es aburrida frente a la pasional del siglo pasado (con sus cientos de miles de muertos), lo mismo puede decirse de la novela latinoamericana: lo que la Revolución cubana representó para una, el Boom lo fue para la otra, y se sabe que se necesitaron y se aprovecharon mutuamente. Visto ya con algo de perspectiva, resulta evidente que ese movimiento literario, que de hecho no lo fue y que, en sus inicios, más bien nombró a un grupo de cinco amigos ambiciosos y parranderos (García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes y el que el lector quiera agregar entre Donoso, Cabrera Infante, Roa Bastos e incluso el español Juan Goytisolo), fue una edad dorada de la lengua, solo comparable al Siglo de Oro, aunque en prosa (en todas sus acepciones). Y cuando digo Boom me refiero también a sus herederos (Bolaño apagando la luz en 1998 con Los detective salvajes), a los que no fueron invitados a la fiesta (Saer, Di Benedetto, Ibargüengoitia, Ribeyro) y, sobre todo, a sus predecesores (Borges, Carpentier, Rulfo, Lezama Lima, Onetti). Siguiendo con la analogía entre política y novela, si a la subversión comunista y a las sanguinarias dictaduras militares siguió una democracia imperfecta, la reacción a la prolífica genialidad del Boom fue, es, el pasmo y la cautela.

Pasmo y cautela que, por supuesto, han sido también fecundas, tan fecundas que se leen mejor, en este tiempo, que los últimos libros de los dueños de esa época sepultada, los Vargas Llosa, los Fuentes y los García Márquez que más parecían, en este siglo, deambular como fantasmas locuaces sin nada que decir. En cambio, los nuevos escritores se topaban con una realidad inédita: eran ya herederos de una tradición propia y genial, aún languideciente, y habitantes de una realidad quizás gris, pero, en la mayoría de los casos, cómoda. Lo primero que había que evitar eran los excesos retóricos del Boom, tanto los referidos a la escritura misma, como los respectivos a sus intenciones y alcances. El barroco de los cubanos sería impensable en estos tiempos; había que acotar la imaginación fantástica y abominar del realismo mágico (en última instancia, acudir a la ciencia ficción), pero también desconfiar del realismo totalizador de Vargas Llosa y, como prueba de modestia o de cosmopolitismo mal entendido, había que olvidarse de esas novelas que pretendían mostrar la identidad de una región o explicar la historia de un país (con la certeza de que las identidades no existen y que la historia es arbitraria).

Surgió así el primer movimiento literario del siglo, McOndo, que básicamente pretendía distanciarse de los delirios historicistas y más folclóricos del Boom, para reivindicar una literatura de historias individuales, escritas en una lengua eficaz (ese adjetivo tan querido por los neoliberales), en la que el énfasis se concentrara en la narración, más que en el estilo. La influencia del movimiento fue mayor de la que sus protagonistas imaginaron, y algunos siguen escribiendo excelentes novelas, como Missing, del chileno Alberto Fuguet. Del manifiesto de McOndo, mezclado con la cuentística estadounidense de Carver & Cheever, surge la versión latinoamericana de la que seguramente es la estética predominante hoy en día, el minimalismo, que encuentra sus mejores momentos en el también chileno Alejandro Zambra o en el boliviano Rodrigo Hasbún. La reivindicación de la experiencia personal sobre la histórica ha dado lugar a nuevos subgéneros, como la literatura de duelo, en la que el autor cuenta la muerte de un ser querido, como Piedad Bonnett en Lo que no tiene nombre o Julián Herbert en Canción de tumba, y a otros movimientos similares, como el Crack mexicano.

Bien puede verse a McOndo y al minimalismo como un paradójico gesto de libertad, o como un paso atrás frente al salto al vacío que representó el Boom en sus momentos más arriesgados. Preferir la cotidianidad frente a la gesta, el equilibrio frente al estruendo, la mesura frente al exceso y la narración frente al alarde verbal es una opción válida, pero no la única. Hay quienes prefieren, ya desde la distancia, contar el infierno político de América Latina durante la segunda mitad del siglo pasado, aquel que Bolaño llamó “nuestras guerras floridas”.

Ahí donde hubo horror político, hay un novelista que reflexiona sobre él; tal es el caso del salvadoreño Castellanos Moya, del argentino Martín Kohan o del peruano Santiago Roncagliolo. Además de ser necesarias para intentar entender ese horror tan cercano en el tiempo, muchas de esas novelas se cuentan entre las mejor escritas en Latinoamérica en lo que llevamos del siglo. No sucede lo mismo con los innumerables libros que narran el horror presente, el de la delincuencia. Quizás por ser escritas mientras ocurren los hechos, la mayoría de esas novelas se acercan más al reportaje morboso o al simple y escabroso recuento de atrocidades. Hay excepciones, claro, como Los ejércitos, del colombiano Evelio Rosero, o El cojo bueno, del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa.

Por último, están los escritores para los que la literatura, ante todo, sigue siendo forma y juego. Conscientes de que, hasta que suceda, ya no es posible crear nada nuevo, reivindican la vanguardia, ya sea experimentando con el proceso de creación, como César Aira; reflexionando sobre la relación entre la literatura y otras artes, como Mario Bellatin; llevando la escritura hasta excesos formales al límite de la legibilidad, como Daniel Sada; u olvidándose de que los géneros literarios existen o, más bien, respetándolos al pie de la letra, para mezclarlos, como Ricardo Piglia.

En todo caso, sea cual sea la actitud que el novelista latinoamericano contemporáneo adopte frente a la escritura, parece imposible salir del laberinto que todavía representa el siglo xx. Como reacción y negación, como tema o como continuación de sus experimentos formales más arriesgados, el Boom y el horror político latinoamericano (el tiempo en que tan convenientemente se desarrolló) siguen proyectando su sombra, alargada y espesa, sobre la literatura contemporánea, inevitablemente anacrónica.

Toda gran novela, de Guerra y paz a La marcha Radetzky, narra la destrucción de un mundo, y la novela latinoamericana, de Pedro Páramo a Cien años de soledad, no es la excepción; basta recordar que la primera concluye con un desmoronamiento y, la segunda, con un huracán. El siglo XX, testigo vanidoso de sus infiernos, escribió magistralmente sobre ellos, con la superstición de enterrarlos. A falta de mejor cosa que hacer, la novela latinoamericana contemporánea se contenta con resucitarlos o con exigir el derecho de narrar entretenidamente sobre lo anodino, sobre nuestro tiempo, sobre nosotros. Ya vendrá la gran novela que muestre, contra nuestro optimismo sustentado con alfileres, que nuestra época también, lentamente y a su manera, se resquebraja y cae.