A la utopía le disparamos a diario. En nuestra vida íntima y pública, siempre aspiramos a lo mejor; y en la vida gregaria, si no contribuimos a ella, siempre la exigimos. Porque aspirar a la perfección es parte de la condición humana, somos utópicos, pero la utopía, como el hombre, se transforma. Si bien Moro nos hizo el favor de bautizarla, hoy no aspiramos a Amaurota, una isla donde hay esclavos.

“Utopía contra utopía”, dice Julia Ramírez Blanco, autora de Utopías artísticas de revuelta, que se publicó en la colección Cuadernos Arte Cátedra en España, en 2014, pero que apenas llegó a las mesas de novedades en México. La utopía a la que aspiramos se rehace a diario, no puede ser de otra forma. En su libro, Ramírez Blanco explora las formas en que muta la utopía a la que aspira la colectividad desde los noventas. Para hacerlo, presta especial atención a su dimensión estética, a cómo las protestas que conscientemente ensayan la utopía reconfiguran simbólicamente la realidad, y cómo dan paso a otros mundos que, aunque transitorios, nos hacen conscientes de que otra forma de vida —una mejor— es posible. Utopías artísticas de revuelta deja claro que la búsqueda de la utopía no es sinónimo de un camino sin riesgos, por el contrario, es uno que requiere compromiso y muchos sacrificios. Sin embargo, aspirar a un mundo sin puntos negros es acaso la única manera de llegar a uno mejor.

Julia Ramírez Blanco hace mucho más que dar cuenta de los procesos artísticos de revuelta y de la utopía como ideología en las últimas décadas. Al reconocer que es el sentido mismo de la vida lo que se pone sobre la mesa en esos movimientos, y que en su esencia está el hombre creador, el hombre que baila y canta para saberse humano, Julia Ramírez Blanco está ensayando —quizá sin darse cuenta— otros mundos, está creando su propia utopía, una artística, y que, por supuesto, incita a la revuelta.

Primero, me gustaría que pudieras ahondar en qué significa la utopía cuando la entendemos como discurso político.

En mi libro Utopías artísticas de revuelta hablo de la utopía como discurso político, en cuanto a la concepción del mundo por el cual lucha o la sociedad ideal a la que aspiraría un movimiento político. La utopía, así, funcionaría como una especie de direccionalidad. En ese sentido, supondría un horizonte inalcanzable que, a su vez, marca prácticas concretas: en el ámbito de los estudios utópicos, suele usarse el término de práctica utópica para referirse a la experimentación comunitaria y a otros intentos de llevar a la realidad los ensueños acerca de un mundo mejor.

A menudo, los movimientos sociales no tienen una dirección programática. Entonces, habría que mirar a sus imaginarios utópicos para comprender su sentido profundo, más allá de las acciones concretas.

Hablas también de un empoderamiento expresivo. ¿Por qué es importante que cualquier persona transforme simbólicamente —cada vez que quiera— su realidad? ¿Es para esto necesario acabar con la figura del autor? Es decir, ¿debemos dejar a un lado las referencias a la obra de alguien para dar paso a las identidades colectivas —como Luther Blisset— o a un arte de todos?

La transformación simbólica es una precondición para la transformación social. Ningún cambio social puede darse sin un cambio cultural.

La creación de mundo sucede en muchos niveles y de muchas maneras, desde la producción colectiva y descentralizada de los elementos estéticos, hasta la cultura especializada unida a la figura del autor. En los contextos insurreccionales, el desbordamiento de la creatividad común adquiere especial importancia. El artivista John Jordan habla de cómo, para él, “una situación revolucionaria es aquella en la que todo el mundo puede perseguir sus pasiones y su creatividad sin coerción alguna”. Sin embargo, a medio plazo y más allá de estos momentos de explosividad política, todas las formas de producción cultural son necesarias para que se produzcan cambios de mentalidad.

Así, es interesante ver las huellas en el arte de las distintas oleadas de movilización. Durante los años noventas, empezaron a insertarse las prácticas de los movimientos sociales dentro del propio museo: un caso temprano fue el surgimiento de la red antirracista Kein Mensch ist Illegal [Ninguna Persona es Ilegal], dentro de la Documenta de Kassel, en 1997, o el proyecto de Las Agencias en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, en 2001, cuando un grupo de activistas estuvo trabajando en el museo para desarrollar elementos que serían usados en manifestaciones. También los artistas “profesionales” acusan la influencia de las estéticas de protesta: creadores como Jeremy Deller o Sharon Hayes trabajan con el formato de la pancarta, y figuras como Nils Norman han integrado las estéticas del movimiento ecologista en su obra. Después de las ocupaciones de espacios públicos de 2010 y 2011, numerosas instituciones artísticas han buscado reflexionar acerca del fenómeno. Un proyecto llamativo fue el del centro berlinés Kunstwerke, que invitó a los colectivos a acampar dentro de su propio espacio. Durante la dOCUMENTA (13), un campamento situó sus tiendas de campaña junto al edificio del Friedericianum, en un asentamiento que se autodenominaba dOccupy.

En tu libro hablas de la crisis de representación, y de esta como una de las causas de las utopías de revuelta y la relevancia que tiene el performance en ellas. Esto habla de un cierto proceso de enajenación: el individuo ya no se siente representado por las instituciones políticas, pero tampoco por las obras de arte que critican, desde las galerías, a esas instituciones. Pero ya señalas tú una contradicción: “el odio neoludita al coche con la tecnofilia de la música electrónica”, lo mismo que la organización a través de redes sociales, donde un algoritmo decide qué información ves. ¿Qué refleja esta contradicción? ¿Luchan las utopías de revuelta contra un tipo de enajenación para caer en otro? ¿Cómo salir de ese bucle?

La crisis de la representación política confluye con la crítica de la crisis de la representación artística en la búsqueda de la expresión directa o de la acción directa. Sin embargo, salir de una contradicción inevitablemente implica el movimiento de pasar de una contradicción a otra: la contradicción es precondición para la vida. Uno de los retos de la acción política es aceptar la contradicción, la inevitable distancia entre la realidad y el deseo. La perfección y la pureza no existen en el mundo real.

Respecto al uso de las redes sociales, el riesgo que entrañan es grande, no solo en cuanto a la alienación y el control de los contenidos, sino también en cuanto a la represión de la disidencia. Por otra parte, hoy son una herramienta central que ofrece enormes posibilidades. En los últimos años, han sido usadas con imaginación y pragmatismo, con grandes resultados organizativos. Internet es una herramienta ambigua, pues funciona como un lugar donde se ejerce el poder y la vigilancia, mientras ofrece posibilidades de subversión. Desde los noventas, se empezó a hablar de medios tácticos y de hacktivismo. Muchos centros sociales okupados y comunidades alternativas trabajan en esta dirección. Como con todo, para ejercer sus posibilidades, son precisos ciertos conocimientos técnicos.

Si la violencia no contradice los objetivos de algunas utopías de revuelta, ¿cómo reconciliar la muerte, el sufrimiento, con la lucha por un mundo mejor? ¿Cómo es que algunas utopías de revuelta afirman implícitamente la superioridad moral sobre los agentes represivos, mientras que otras atacan a la policía? ¿Apuntan estas pruebas de utopía a un estadio más elevado del hombre? ¿A regresar a lo primitivo? ¿A escalar de nivel a través de un retorno a los instintos? ¿Debemos quedarnos con la imagen de un Jano bifronte?

Creo que no se puede reconciliar la posibilidad de la muerte con la lucha por un mundo mejor: ahí hay una ruptura brutal entre los medios y los fines. La violencia, como medio, ha sido utilizada durante la larga historia de las revoluciones y, por supuesto, es una herramienta muy peligrosa. Dentro de los movimientos discutidos en el libro, la violencia es mínima, si la comparamos con esa historia, aunque algunos grupos se dedican voluntariamente a los disturbios. El ataque a la policía, en muchas ocasiones, es un ataque contra personas que simbolizan el orden contra el que se está luchando. La lucha contra los agentes sería el último acto de iconoclasia.

De cualquier modo, las utopías de revuelta existen en un equilibrio muy precario entre el conflicto y la construcción. Cuando la violencia es excesiva, entran en crisis y, normalmente, llegan a un tope. Por eso, la imagen de un Jano bifronte es útil para entender esta simultaneidad y esta convivencia de opuestos.

Siguiendo con esta dualidad, los referentes se sitúan en relación con el pasado y con el futuro. Cuando le preguntaron a Vendana Shiva por las soluciones ante un momento de crisis, respondió que habría que mirar hacia nuestras abuelas. Gran parte del imaginario contracultural tiene que ver con la atracción hacia formas de vida más sencillas, comunidades más pequeñas y existencias más ligadas a la naturaleza. Ello puede entenderse también en relación con la crítica al progreso (capitalista) y la búsqueda de soluciones ecológicas que escapen al mito de la progresión histórica.

En Twyford Down, el primer campamento anticarreteras de Inglaterra, sus habitantes se constituyeron como una tribu y cultivaban ritualidades animistas. En las fiestas anticapitalistas de Reclaim the Streets, el coche se tomó como un símbolo de una sociedad materialista y destructora del medioambiente: proponían, en cambio, las situaciones de gratuidad y celebración. La Acampada de la Puerta del Sol, en 2011, plantó un huerto junto a las fuentes de la plaza y realizó una escenificación enormemente compleja de una vida en comunidad, donde la toma de decisiones se llevaba a cabo a partir de discusiones abiertas a toda la colectividad.

Varias de las ideas clave del pensamiento anacrónico en el que vivimos están en la agenda de las utopías de revuelta. Por ejemplo, la crítica al nacionalismo y la lucha por la libre circulación de las personas. ¿Cómo ayuda aspirar a la perfección (la utopía) a combatir esas ideas —como el nacionalismo a ultranza— que no van con su tiempo (el nuestro)?

Pienso que lo utópico es algo así como la estructura ósea de nuestros ideales, de nuestra manera de de ver el mundo: más allá de las ideologías, las utopías son construcciones sistémicas de la vida en común, sean del signo que sean. Contra la utopía nacionalista, se despliega una utopía de la libre circulación. Utopía contra utopía.

La red Kein Mensch ist Illegal, con sus campañas contra las deportaciones y sus campamentos No Border, situados en los territorios fronterizos, fueron generando un imaginario que está en las raíces de las luchas antirracistas de hoy. La cercanía cronológica hace que haya un contacto personal entre las distintas generaciones, además de una evolución basada en la experiencia.

El arte —escribiste— sueña con “superar la atadura primera que nos impide elevarnos sobre la tierra”. Y para que estas comunidades performativas, que ensayan otros mundos, despeguen, necesitan que sociedades enteras entren en su temporalidad. ¿Por qué una ciudad no sucumbe ante la tentación de vivir de otra forma, aunque sea transitoria? ¿A qué manera de pensar hay que apuntar para estar dispuestos a expresar nuestra realidad en otros términos, para no tener que seguir aceptando el “perder ganando”?

Creo que las ciudades sí que sucumben a la tentación de vivir de una forma diferente: este impulso ha sido regulado tradicionalmente a través de las fiestas, que suponen una subversión temporal del estatus quo. Diversos historiadores han definido las insurrecciones como un tipo particular de fiesta, que plantea la idea de que el orden pueda ser alterado de manera más permanente. Grupos como Reclaim the Streets han explorado este potencial, buscando moverse en la línea que une la revuelta y la celebración. Sin embargo, para lograr ganar, creo que habría que ir más allá del placer. Todo cambio social requiere enormes sacrificios que no todo el mundo está dispuesto a asumir. Ahí estaríamos saliendo del terreno de la utopía, pues el dolor es, por definición, distópico.

Definirse por oposición es peligroso, se corre el riesgo de volverse dependiente de aquello que se critica o se quiere destruir. La disidencia —lo dices en algún punto— se vuelve un fin per se, pero llevar la contra por llevar la contra tampoco lleva a la utopía. ¿Qué sentido tendrían las utopías artísticas de revuelta, y cualquier obra que proteste, en un mundo con mejores condiciones? ¿Qué sentido tienen en un país como Finlandia, por ejemplo?

La disidencia tiene una función dialéctica: al igual que la utopía, plantea una antítesis al estado actual de las cosas, activando la reflexión política.

Ninguna sociedad es perfecta, por lo cual, que haya grupos que planteen una crítica sistemática puede ser algo positivo. En un mundo en mejores condiciones, la protesta también tendría que existir, pues una sociedad es un conjunto de elementos diversos, no siempre confluyentes. Una cultura sin conflicto no puede ser otra cosa que una cultura reprimida.

Las utopías de revuelta buscan una revolución, al tiempo que celebran la vida. Reconocen que el hombre, desde tiempos inmemoriales, está sentado en rededor de una fogata bailando, cantando y contando historias. Esto da otra aura al movimiento, anima a los participantes y hace más llevaderas las situaciones precarias que tienen que soportar. Sin embargo, ¿qué fuerza tiene la celebración de la vida para pedir la renuncia de un dictador? ¿Cómo reconciliar esta celebración con una protesta por la desaparición de jóvenes estudiantes?

No siempre hay alegría, pero su cultivo hace que la dureza de las luchas pueda ser más llevadera y puede ganar adeptos a su causa. Durante el movimiento antiglobalización, se hablaba de la necesidad de “hacer que la revolución sea irresistible”, parafraseando a la escritora Toni Cade Bambara. En relación con esto, podemos recordar el éxito de la campaña por el no a la dictadura de Augusto Pinochet, donde el rechazo al dictador se asimiló con el amor por la vida y con las posibilidades felices de una existencia sin represión.

La alegría y la fiesta son transgresoras, pero también lo digo en el libro: el gozo de la utopía no es suficiente. Para lograr cambios es necesario el trabajo cotidiano, la negociación, el conflicto y la resistencia. Cuanto más duro es un contexto, más difícil parece escenificar utopías, pero la esperanza resulta necesaria para seguir luchando y, sin ella, resulta mucho más difícil la existencia política.

Al leerte, parece claro que las formas convencionales de protesta están agotadas. No solo en su sentido simbólico —la historia no es lineal y no se camina inexorablemente al progreso—, sino en el práctico. Las protestas comunes son fácilmente reprimibles y se muestran cada vez más ineficaces para lograr sus objetivos; menos gente les presta atención, a menos personas impactan. Las utopías de revuelta se erigen, entonces, como una nueva vía. ¿Cómo fomentar este tipo de movimientos? ¿Qué se necesita para que un grupo disidente cree otro mundo al tiempo que grita? ¿Por qué —con excepciones, claro— estos movimientos surgen solo en occidente, especialmente en Europa, y no, digamos, en África?

En realidad, no creo que haya realmente un agotamiento de la protesta tradicional, o al menos no necesariamente. Creo que, en general, tiende a darse una superposición de las formas, donde las nuevas formas de hacer conviven con las anteriores. Las formas de protesta serían una especie de vocabulario que se enriquece con las nuevas enunciaciones. Sin embargo, herramientas como la huelga, el boicot o la formación de sindicatos siguen siendo útiles. Más bien, se trataría de explorar la pertinencia de cada forma según la situación, las fuerzas de las que se dispone, el apoyo social, etc.

No sé si habría que fomentar el activismo creativo o, simplemente, dar a conocer sus estrategias para ampliar el repertorio de la posibilidad política. Libros como Beautiful Trouble [Bella revuelta], editado por Andrew Boyd y Dave Oswald Mitchell, buscan difundir las diversas formas de aproximarse al cambio social utilizando el territorio de lo simbólico.

Dentro de este tipo de casos, la construcción utópica de un movimiento creo que tiene que ver con los sustratos y tradiciones políticas que preceden a la acción concreta: es una especie de detritus que otorga visiones de un mundo mejor compartidas en un imaginario cultural común.

El activismo creativo ofrece la enorme ventaja de necesitar mucho menos violencia para lograr un impacto. Su proliferación y éxito tiene mucho que ver con los medios de comunicación y, por tanto, se vuelven conocidas las acciones que provienen de contextos europeos y norteamericanos. Sin embargo, el uso de la imagen también se da en otros espacios, como demuestra, por ejemplo, el libro de Lina Khatib, Image Politics of the Middle East, sobre el uso político de la imagen en oriente medio. Allí, los canales de la imagen, desde luego, no son los mismos.

El cuerpo es uno de los pilares de las utopías de revuelta. El cuerpo se usa como un arma más en la lucha por un cambio y se reivindica. En España, hay activistas como Diana J. Torres, que buscan llevar al extremo el uso del cuerpo como elemento de confrontación. ¿Por qué es tan importante reivindicar el cuerpo? ¿Cómo fortalece el uso del cuerpo los movimientos artísticos de protesta?

El cuerpo es un significante muy básico, muy intuitivo. Su uso tiene que ver con la virtualización de las sociedades contemporáneas. Pero también es, en cierto modo, un estereotipo; hay una cierta idealización en pensar que lo que pasa por el cuerpo es necesariamente directo e inmediato: nuestros cuerpos son también construcciones muy complejas. El activismo occidental, fundamentalmente constituido por personas jóvenes, blancas y de clase media, en su uso del cuerpo sugiere una falsa homogeneidad, como si el cuerpo fuese siempre el mismo.

La práctica de Diana J. Torres implica una reflexión más compleja, porque su trabajo se relaciona con el género y, por tanto, el uso del cuerpo no se produce desde una ingenuidad: la presencia física de esta pornoterrorista no se pretende un lugar neutro. El uso del cuerpo diferenciado, sexualizado, racializado, visibiliza las opresiones de raza y género.

Lipovetsky habla de una segunda revolución individualista, que tiene en su centro un proceso de personalización. En el arte contemporáneo es muy claro: las obras se adaptan a todo y a todos. Parece que hay una obra sobre cualquier tema y, con esto, una obsesión por el nombre de la mente maestra detrás del trabajo. En este sentido, movimientos como el de Claremont Road o la Acampadasol parecen refutarlo: la autoría de las obras está en la colectividad. Pero, por otro lado, este proceso de personalización implica que lo importante es ser uno mismo, lo que Lipovetsky llama “narcisismo colectivo: nos juntamos porque nos parecemos, porque estamos sensibilizados por los mismos objetivos existenciales”, y así, las personas buscan liberarse, lo cual se corresponde con las utopías artísticas de revuelta. ¿En algún sentido es posible hablar de estos movimientos como otra muestra de que, a su modo, nuestra era también está en crisis, también se resquebraja?

El capitalismo se autorrepresenta como un régimen donde tiene cabida toda libertad individual. El arte contemporáneo, en cierto modo, escenifica estos ideales. Pero esto es solamente una de sus dimensiones: dentro de su enorme variedad, también hay creadores que buscan trabajar con lo colectivo. La historiadora del arte Claire Bishop se refiere a esta tendencia del arte, a partir de los noventas, como el giro social. La autora señala cómo tienden a coincidir las oleadas de protesta social con el interés artístico por lo colectivo.

En las utopías de revuelta, los elementos estéticos tienen que ver con una creación más allá de lo individual. Su creación tiene que ver con la idea de generar un imaginario para lo que George McKay ha llamado las comunidades de resistencia, o los grupos dedicados a la acción política. En parte, los elementos simbólicos tienen la función de propiciar una sensación de colectividad, y están dedicados a representar los principios e ideales compartidos. Esta dimensión, en cierto modo tribal, celebra la propia constitución comunitaria y excluye a los que se sitúan fuera, con lo que la expresión narcisismo colectivo parece adecuada. La mayor parte de los grupos humanos funciona de un modo similar.

En el caso de las utopías de revuelta, estas suponen la reconstitución simbólica de una sociedad fragmentada, donde lo comunitario se percibe como un elemento ausente. Su propia existencia afirma la crisis de la sociedad contra la cual se posicionan, escenificando formas más “directas” de existencia en común.