Crecer y darnos cuenta de dónde nos encontramos no es tan encantador como podríamos haberlo creído cuando éramos niños. La nostalgia que muchos sentimos, junto con la idea de que “tal vez las cosas serían diferentes si…”, son pensamientos que han cruzado por la mente de la mayoría de las personas en algún momento. Reflexionar sobre la vida es normal, hacerlo abiertamente, no tanto. Las olas, de Virginia Woolf, plantea estas ideas y da la oportunidad de ver al mundo con otros ojos.

Las reflexiones, la descripción y el diálogo indirecto ayudan a que el lector crea cada una de las cosas que cuenta Woolf. Los personajes son reales, el lector puede empatizar con ellos y entenderlos. Las olas muestra que, como lo dice uno de los personajes, casi al final de la obra, “todas las cosas ocurren en un instante y duran para siempre”, es decir, que algunas circunstancias marcan a las personas de por vida; que, al pasar los años, lo que nos queda son las emociones disipadas de esos instantes. La autora hace un esfuerzo para convencernos de que está bien encontrar puntos de inflexión en la vida y pensamientos fuertes, profundos. Es humano ser marcados por los demás, sentirnos abrumados por la existencia. Legitimar esos sentimientos es importante, por eso Woolf encanta al lector con la fluidez con la que envuelve cada serie de pensamientos de sus personajes, que muy a menudo rozan la poesía.

La recurrencia de Virginia Woolf (1882-1941) en temas sobre la pesadumbre de la existencia no debe sorprender, dada su extraordinaria sensibilidad y su pasado. Desde pequeña, padeció ataques de nervios, probablemente debidos a la pérdida de seres queridos y abusos de sus familiares. Con una depresión severa y el panorama de la Segunda Guerra Mundial, la novelista londinense optó por suicidarse cuando tenía cincuenta y nueve años.

Escrita en inglés y publicada en 1931, a Las olas se le suele considerar una de las obras más experimentales de Woolf. Fue escrita en un formato que la autora describió como “a play-poem”, algo como un poema en prosa. Woolf buscaba crear un nuevo tipo de obra de teatro que combinara prosa y poesía, e intentó dar conciencia al lector de la individualidad de cada uno de los personajes y de su ser colectivo, como si conformaran una unidad.

La novela cuenta la vida de seis amigos, desde su infancia hasta su adultez, a través de monólogos descriptivos en los que la voz narrativa cambia. Estos monólogos nos permiten percibir cómo cada personaje es marcado por las experiencias que vive y cómo esto los afecta en conjunto, cómo el padecer de uno cambia al grupo. Las situaciones se presentan de maneras muy diversas a las distintas personalidades que confluyen, lo que permite hacer conexiones y entender el tipo de relaciones que los narradores tienen, y aspiran a tener, entre ellos. Esta es una de las razones de la grandeza de la obra: obliga a pensar fuera de lo acostumbrado. Woolf se vale de la metáfora del movimiento del agua en las olas para trazar la disposición de ánimo de sus personajes y de comparaciones con objetos inanimados y con animales, para esbozar una silueta del ambiente que crean los sucesos y hacernos comprender, o al menos advertir, todas las cosas que, de otra forma, no podrían ser fácilmente dichas.

Woolf reflexiona sobre la intriga, lo que traerá el futuro, la nostalgia al crecer y extrañar el pasado más sencillo, la añoranza de la intimidad y la conexión con otras personas, la conciencia del cambio inevitable, de que las personas creamos nuestra identidad mientras nos mezclamos con otros: “Hemos cambiado, nos hemos vuelto irreconocibles […]. Expuestos a todas estas diferentes luces, lo que había en nosotros […] llegaba de forma intermitente a la superficie”, pero también habla de grandes temas: la muerte, la indiferencia y los prejuicios. Woolf denuncia a la sociedad en la que creció: las diferencias entre la educación de niños y niñas, la poca atención que le presta el mundo a los eventos significativos en la vida de las personas.

Las experiencias de una persona y las emociones que brotan de ellas suelen ser totalmente diferentes a las que vive otra. Es normal no siempre coincidir, pero debemos ser fieles a nosotros mismos y aceptar la diferencia. Agradable y elocuente, la franqueza de Woolf al desarrollar estas ideas hace que, sin darnos cuenta, las hagamos propias.

 

Las escenas se repiten para mostrar que una vida es muchas vidas, que un momento vivido por cien mil personas es también cien mil momentos. Bernard, Neville, Louis, Jinny, Susan y Rhoda comparten su infancia, se reúnen varias veces, algunos se ven más que otros, pero todos tienen opiniones y pensamientos recurrentes sobre los demás a lo largo de sus vidas; son los momentos que pasaron, la importancia simbólica de lo que vivieron, y no el tiempo, lo que les dibujó una marca que hace que se sigan buscando.

Advertir en la obra la constante marca de la diferencia, que se porta con orgullo, no es muy complicado. Desde el inicio, el lector puede darse cuenta de lo distinto que es cada uno de los protagonistas. Lo difícil es entender su relevancia, como en el caso de Rhoda, que luego de intentar imitar a los demás se da cuenta de que es una causa perdida. Entonces, se decide a explorar sus emociones, a aceptar que no ha podido adaptarse a su entorno. O el de Louis, que se aleja junto con Neville, pasional y poético, para afirmarse, a pesar de que eso signifique ser vistos como “los renegados […] que llevan vidas independientes”.

Woolf no endulza las partes duras de la vida, no romantiza el dolor, la ansiedad o la soledad. “Crecimos, cambiamos, porque, por supuesto, somos animales. De ninguna manera somos constantes”, dice Woolf. Por eso las exposiciones son sobrias, crudas y sin filtros. Más aún, nos aconseja: “Finjamos de nuevo que la vida es una sustancia sólida, redonda, a la que hacemos girar con los dedos”. Y, en su novela, parece que la vida nos permite hacerlo.