Escritor, actor, director y atleta, pero ante todo un hombre de acción como seguramente preferiría ser definido, Kimitake Hiraoka, mejor conocido como Yukio Mishima, no dejaba de (re) inventarse a sí mismo a través de sus obras que, a su vez, proyectaría mediante sus actos. Con 99 de ellas en total, Mishima siempre mostró una fecundidad en su producción literaria, donde la mayoría podríamos clasificarla en dos secciones que, huelga decir, no son necesariamente excluyentes entre sí:

Por un lado, se encuentran las obras románticas que abarcan la mayor parte de su bibliografía. Aclamadas por muchos, esto no las demerita en ningún sentido como intentan señalar algunos pseudointelectuales a toda obra popular. Dotado de un gran talento, Mishima logra barajar entre sus letras la estética presente en el entorno en el que se desarrolla la historia por medio de una rica narrativa que nunca peca de excesos y la situación angustiosa en la que se encuentra el personaje durante su camino a la consumación de su amor o el derrumbe de sus aspiraciones. Entre sus ejemplos más destacados podemos ver Confesiones de una Máscara (1948), novela hasta cierto punto autobiográficadonde denota ciertas tendencias homosexuales, hablando sobre lastribulaciones de un joven que se sabe diferente a los demás, atraído porla sangre y el cuerpo escultural de uno de sus compañeros y no por unadulce joven que está enamorada de él. Con esto saltaría a la fama a latemprana edad de 23 años. Un ejemplo más sería El Rumor del Oleaje (1956) que lo haría acreedor al premio Shincho.

Por otro lado, se encuentran las obras heroicas, de las cuales hablaremos a continuación.

Diferente a la clásica estructura occidental del viaje del héroe, Mishima nos pone en los ojos de un protagonista de complexión débil y aspecto enclenque, miembro de una sociedad que lo rechaza y se derrumba a la vez. Este, a lo largo de la historia, construye su propio mundo y genera un choque de visiones entre lo que es y lo que según él debe ser, viéndose como el único capaz de restablecer el supuesto orden de las cosas. Si bien sus reflexiones no rayan en la esquizofrenia, sus conductas lo conducen a situaciones peligrosas y, al final, trágicas. Violencia contra el mundo que lo rodea, violencia contra sus seres queridos y especialmente contra sí mismo, Mishima muestra a sus personajes en una constante tensión entre sus deseos y sus deberes, para con los demás y para consigo mismo. A esto se agrega el tener presente en todo momento la idea seductora de la muerte como única salida honorable al problema en el que se encuentre que, hay que decirlo, no necesariamente piensa en su propia muerte, sino tal vez en la de otros. En resumen, este mundo lo hace encerrarse en sí mismo hasta que explota o implota. En estas historias no hay redención, mucho menos reconciliación.

Entre los demás personajes, suele encontrarse una figura de contemplación que puede destacar por su contraste con la podredumbre de su mundo circundante –recuérdese que lo más bello a veces se identifica con lo sagrado, que se caracteriza por su seguir siendo a través del tiempo y el espacio- o, por el contrario, su extrema adecuación a los tiempos más sofisticados; y una figura heroica, que puede servir de modelo a seguir para nuestro protagonista pues es algo a lo que puede aspirar a ser, caso contrario de la figura de contemplación por lo elevada de esta. Dependiendo del desarrollo de la historia, alguna de ellas, o ambas incluso, pueden convertirse una obsesión en la mente de nuestro protagonista. Un caso muy patente de una de estas imágenes lo podemos encontrar en El Pabellón de Oro (1956):

“¡Pabellón de Oro! ¡Por fin he venido a vivir contigo! –me murmuraba a mí mismo, dejando de barrer el jerdín por un instante-. No digo que ahora mismo, pero, un día dame una señal de tu amistad, por favor; revélame tu secreto. Tu belleza se sostiene por un hilo que no consigo ver, que presiento, pero que se me escapa todavía. Más aún que aquel cuya imagen yo guardo para siempre en mí, es el verdadero Pabellón de Oro el que te suplico me descubras en toda su belleza. Si es cierto que no hay nada sobre la tierra que pueda comparársete, dime por qué tú eres tan bello, por qué tú no puedes hacer otra cosa que serlo.”

Finalmente, un elemento presente en estas obras es el deterioro de las tradiciones, reflejado en la modificación del ambiente o una persona ajena a la visión del personaje pero no ante la de los demás, que muestran curiosidad o incluso admiración por ella.

Los diálogos de los personajes no dicen mucho. Es la visión del protagonista lo que da vida a la historia. A pesar de las desventajas que esto podría llegar a generar, hasta cierto punto llega a ser irrelevante conocer la verdadera persona de cada uno, pues nuestro protagonista los pinta como alegorías, héroes o villanos unidimensionales que juegan un determinado papel en esta tragedia personal.

La sustancia detrás de sus obras, su demás producción artística y su vida se encuentra revelada en dos escritos: La Ética del Samurái en el Japón Moderno (1968) y El Sol y el Acero (1967) que muestran su cosmovisión. Uno es un comentario a una de sus mayores fuentes de inspiración, Hagakure , y el otro su testamento personal.

Hagakure, como Mishima lo dice, es un libro lleno de contradicciones, pero esto no implica que no tenga nada que enseñarnos. Al contrario, nos recuerda que el ser humano está lleno de ellas y que no lo mueven las razones, si no los impulsos, los deseos. Nos expone conductas acordes al ideal de honor y disciplina a las que un auténtico samurái debe de atenerse. Diferentes a los usos y costumbres del Japón moderno, Mishima lamenta el ‘afeminamiento’ de los hombres y la falta de vocación de estos para vivir con un propósito. Bajo una tensión constante, el camino del samurái exige que uno esté listo en todo momento para entregar su vida por su señor sin vacilaciones.

Descubrí que el camino del Samurái es la muerte. En una situación de vida o muerte, elige, simplemente, una muerte rápida. No hay que sentir pereza. Una vez tomada la decisión, deja de pensar y lánzate.

Si en Occidente se habla de las siete virtudes, Mishima, recordando las enseñanzas del samurái Yamamoto Tsunetomo en Hagakure  nos responde con su código: vitalidad, entrega, disciplina y prudencia. Y quizá la virtud divina sería conciencia de la muerte. No como concepto, sino como peligro real que nos acecha a cada momento. ¿Por qué divina? Porque es la forma de hacer valer nuestros nombres más allá de nuestra carne. El hombre aspira a convertirse en héroe, en ídolo, y, para ello, se abalanza con furia contra la muerte. Esto lo vuelve un ser unidimensional que pasa a ser una figura de culto ante los demás: un ejemplo de vida que honra a los dioses e inspira a otros hombres. He aquí el conflicto entre la vida y el arte: nuestro instinto nos busca poner a salvo pero nuestros ideales nos empujan al vacío. Recordando los problemas filosóficos de la época, esta idea se revela diferente a las propuestas del existencialismo occidental: la voluntad de actuar dota de un sentido a la vida del hombre.

Sin embargo, Mishima no se queda sólo con esta idea. Melancólico ante la decadencia de su nación y la entrada progresiva del consumismo occidental, poco a poco siente que este proceso es irreversible, hundiéndose en un nihilismo donde las tradiciones que le daban identidad y sentido a las cosas se han perdido. Esto se puede ver en sus últimos escritos, como, por ejemplo, La Corrupción del Ángel (1970), obra póstuma que vendría a coronar su tetralogía de El Mar de la Fertilidad. Aunque en Hagakure también se hable de nihilismo, este es usado como catalizador de la muerte, mostrándonos lo fútiles que son nuestras vidas y que podemos morir en cualquier instante, instándonos a prepararnos a dar nuestras vidas cuando sea necesario. Contradicción de nuevo.

El Sol y el Acero, que tiene extractos de sus vivencias y una estructura de pensamiento girando en torno a la estética, está narrado en primera persona. Mishima nos habla de dos tipos de conocimiento: el intelectual y el carnal. Un joven decrépito entregado a las letras no puede personificar en ningún modo una figura del deber ser del hombre. El entrenamiento físico, la adrenalina y la muerte nos revelan una verdad que no se encuentra en los libros. El ejercicio de estos nos acerca a los ideales de la belleza presentes desde la antigua Grecia y que perduran hasta nuestros días, describiendo cuerpos que se ajustan a estas características refulgiendo como el acero templado bajo el alba del sol de verano. Pero esto, que nos da fuerza y vida, es algo que está destinado a desaparecer con nuestra muerte. Aquí se ve, una vez más, una contradicción presente en aquel que busca el perfeccionamiento de su ser pero tiene conciencia de lo corta que está destinada a ser su existencia. Un extracto de esta obra sirve de ejemplo:

El acero me enseñó la correspondencia entre el cuerpo y el espíritu: las emociones débiles, me parecía, correspondían a los músculos flácidos, el sentimentalismo a un estómago débil, y la susceptibilidad a una piel blanca e hipersensible. Los músculos abundantes, un estómago fuerte y una piel dura, razoné, corresponderían de manera respectiva a un intrépido espíritu de lucha, al poder del juicio intelectual desapasionado y a una robusta disposición. Me apuro a decir que no espero que la gente ordinaria sea así.

El acero me enseñó muchas cosas diferentes. Me dio una forma completamente nueva de conocimiento, conocimiento que ni los libros ni la experiencia pueden impartir. Los músculos, descubrí, eran fuerza y forma, y cada grupo de músculos era responsable de la dirección en la cual su propia fuerza fuera dirigida, como si fueran rayos de luz dada la forma de la carne.

Esta línea de pensamiento que lo llevaría a ser tachado de radical por más de uno (y no es para menos) se debe a su relación con el concepto de fascismo. También presente en la obra de Yasunari Kawabata, que fue un contemporáneo suyo ganador del premio Nobel de literatura en 1968, se refleja en los caminos que el protagonista de sus diversas obras toma en búsqueda de la belleza última o alcanzar el ideal del héroe. Consciente de que no será digno de nada en un entorno tranquilo donde todos los que lo rodean sucumben cómodamente ante el tedio del día a día, toma una decisión que afectará el curso de las vidas de aquellos que lo rodean.

Sus obras literarias que son de este corte también forman parte de un discurso sobre el derrumbamiento de las tradiciones niponas –como ya mencionamos anteriormente- frente al intervencionismo norteamericano iniciado a raíz de la derrota del país del sol naciente en la Segunda Guerra Mundial, donde sufrieron una doble humillación: la completa destrucción de Hiroshima y Nagasaki por el uso de la bomba atómica y la caída en desgracia de su emperador como herida de muerte a su cosmovisión de un todo sagrado. Aunque por obvias razones Japón no podía levantarse para clamar venganza y regresar a los tiempos de antaño (dudo que el escritor pensase en eso), Mishima sí buscaba un resurgimiento de este con un retorno a su pasado, pudiéndose ver, adelantándonos un poco, como una respuesta al problema del pensamiento occidental de la posmodernidad frente al fin de las concepciones lineales de la historia que se alzaría en décadas posteriores.

Volviendo a una época que marcaría la imaginación de un joven Mishima, recordemos que el fascismo surgió en los años de la posguerra como alternativa a la crisis de los países que lo adoptaron, los cuales fueron en su mayoría perdedores de la Primera Guerra Mundial. Inmersos en la miseria, éste aparece realzando la identidad nacional hasta contraponerla con otras y culminar con intervenciones armadas, ya fuese por venganza, gloria, honor o supuesto destino. Sus discursos apelaban a la ira de las masas y condenaban los actos de los predecesores en el poder que no pudieron responderle a su pueblo en tiempos de guerra, teniendo como principales militantes a los veteranos que encontraban en el uniforme y el campo de batalla su razón de ser. Aquí se puede ver su pensamiento coincidiendo en la corriente de otros vitalistas como Carlyle, que pensaba que la democracia era un consenso de mediocres a falta de grandes hombres, de héroes. En el caso de los artistas esto se debe de manejar con mucho cuidado.

Sabedor de que su ideología era muy impopular por obvias razones, Mishima no dejó de predicarla de manera congruente, con la pluma, el acto y la palabra. Como en sus historias que servían de confesiones y autobiografías, siempre fue un hombre a contra corriente en búsqueda de la perfección estética en cuerpo y alma. Ante su condición enfermiza que lo atormentaba desde la infancia, practicó el fisicoculturismo, kendo, karate, paracaidismo y aviación. Como se ha podido ver, sus obras servían como ejercicios de autorreflexión y vehículos de ideas al público en general, pero esto no le bastaba. Para dar forma sólida al mensaje que buscaba transmitir a la sociedad, fundó el Tatenokai o sociedad del escudo, que abogaba por la defensa de las tradiciones y la gloria del emperador:

La sociedad del escudo es un ejército en situación de espera. Imposible saber cuándo llegará nuestro momento. Tal vez nunca, quizá mañana. Mientras tanto, permaneceremos en posición de firmes. Nada de exhibiciones en las calles, ni de pancartas o carteles, nada de discursos públicos ni de combates con bombas Molotov o a pedradas. Hasta el final y aún en las peores condiciones, nos abstendremos de actuar así. Es verdad que somos un ejército desarmado y el más pequeño del mundo, pero no es menos cierto que somos el ejército más disciplinado y el más grande por su espíritu. ¡Larga vida al emperador!

Pero no hay que pensar que toda su obra era discurso político entre líneas, pues los escritos de ese tipo envejecen rápidamente y terminan olvidados en poco tiempo. Si Mishima destacó fue por su pluma impecable y su capacidad de conjugar la violencia, el erotismo y la estética que rodeaba a su mundo en armonía. Entre los diálogos y monólogos del personaje y la narrativa de los hechos no hay cortes ni traspiés, usando la letra cual pincel que busca plasmar la belleza del mundo y el hombre que aspira a la eternidad. Su pluma habla de alguien que habló poco pero pensó mucho, como el pequeño que se quedaba frente al alféizar de su ventana en casa de su abuela esperando saciar su hambre de infinito por medio de la noche, como el joven frustrado y negado al combate que buscaba servir a su nación en tiempos de guerra de manera digna.

Aún cuando su trabajo reflejaba sus conflictos internos, su denuncia frente a Occidente, y los actos de su propia vida, a más de uno le tomó por sorpresa su acto final. Armado con 4 miembros del Tatenokai, secuestró al comandante en jefe del ejército y se alzó en la explanada principal para pronunciar un discurso en contra de la decadencia espiritual de Japón. Tras los abucheos de un ejército que lo repudiaba por su acto de rebeldía, procedió al suicidio ritual por seppuku. Trágico final para semejante artista dirán muchos, pero, si sus protagonistas son un fiel retrato de este, debió encontrar cierta satisfacción dadas las circunstancias: la denuncia al mundo y el clamor de una verdad sentida, el rechazo de este, el sentimiento de fracaso del héroe, y la liberación final, la muerte, de manera honorable y violenta forman el marco perfecto de una historia de Mishima como mártir de su causa. De hecho, hasta se podría parecer al camino de varios hombres, del Cristo mismo quizá.

Eso, sin embargo, se deja al criterio de cada uno. Vale recordar las últimas líneas de El Marino que Perdió la Gracia del Mar (1963) como un poderoso resumen de su muerte:

La gloria, como todo el mundo sabe, tiene un sabor amargo.

Las buenas conciencias lo condenan y el tiempo difumina su imagen, pero sus letras lo justifican, lo ennoblecen y, tal vez, lo inmortalizan, como la cruz del este que contemplaba Ryuji en búsqueda de un momento de grandeza.

El camino del samurái es la muerte.