Consideremos la palabra como signo: algo que, en lugar de otra cosa, adquiere un significado que se modifica según el contexto en que se emita. Consideremos el discurso, esto es, el conjunto de las palabras como medio para establecer puntos de contacto comunes en nuestra experiencia del mundo. Llegamos así a la conversación, actividad necesaria, inevitable —salvo en el caso, y esto es discutible, del enfermo—, como punto de acceso a la convivencia social. Es tanta nuestra necesidad de intercambio, que hemos llevado el sonido, efímero y débil a la distancia, a la materia formal de la lectura: el lenguaje escrito en forma de epístola, telegrama, correo electrónico, mensaje instantáneo; aprobada nuestra urgencia de escucha (quien nos lee, nos oye) por otro signo repetido: cenizas palomitas que se vuelven azul cielo. Y hemos, incluso, estirado más los medios en que la palabra se transmite: la radio, la televisión y la transmisión, persona a persona, de video en directo, reservada tantas veces para lo íntimo.

Conversación es comparación: el pensamiento se enfrenta y se acompaña con el razonar de alguien más, inevitablemente distinto en tanto sujeto. Estructura básica: dos personas o más que, por turnos, al hablar, preguntan, declaran, confiesan y, requisito medular, escuchan. Una relación especular: al compartir ideas, el otro que me escucha se ve en mí y, así alterado, se reconoce. La conversación es, también, el sondeo de la mente propia y ajena; el proceso truculento por el cual traduzco lo que percibo en fonemas, para que otro encuentre en ellos parte de sí mismo. Nuestras palabras testifican lo que entendemos —y lo que no— del mundo.

Vicio comunicativo, recurso primero y último del que está solo, el monólogo interno es la facultad de la mente en que nos decimos y escuchamos a un tiempo, siendo uno y otro dentro de uno, opuestos y abrazados imaginariamente a nosotros mismos. En la soledad también se conversa, si bien dicha cualidad sea el consuelo que nos damos en las horas en que nadie nos mira, ni nos dirige la palabra. Es condición ineludible obtener respuesta, de otro modo, el ciclo se rompe, la comunicación cesa, se aleja el sujeto de su semejante para vivir en un clamor que no tiene contestación.

El lenguaje es producto tanto de la mente como del entorno, ambos espacios entrecruzados por infinitas variables. Imitando la manera en que organizamos el espacio de la psique, constituimos una forma de entender y expresar, en la que un signo modifica, amplía o profundiza su significado, en función de las relaciones que establezca con los signos que le circundan. Esta misma voluntad es la de la conversación, relación, al fin, de correspondencia que nos asoma al mundo que se hace del mundo: la persona con quien se conversa. Mimética de la mente, adquirimos, alteramos, profundizamos nuestro propio significado en tanto conversamos.

He ahí la desgracia del eco, en el que uno grita y el otro, como en un edificio vacío, replica la voz del primero, reproduciendo su angustia hasta el agotamiento. La mente de quien debiera escuchar, muchas veces alienado y refractario, es profunda, pero se encuentra abandonada; es un espacio yermo en el que el grito se evanesce y nos devuelve nuestra propia imagen dolorida; el espejo que, opaco, nos evita. Un colgar el teléfono a media llamada; un darse la vuelta, una espalda que se aleja; una conexión que se suspende, se bloquea; una misiva que no llega:

Cuando yo tenía quince años,
un día, no sé cómo, llegó a mí
un sobre con la carta de un soldado.
Le escribía su madre. No recuerdo:
“¿Cuándo vienes? Tu hermana no me habla.
No te puedo mandar ningún dinero…”

Y, en el sobre, doblados, cinco sellos
y papel de fumar para su hijo.
“Tu madre que te quiere.”
No recuerdo
el nombre de la madre del soldado.

Aquella carta no llegó a su destino:
yo robé al soldado su papel de fumar
y rompí las palabras que decían
el nombre de su madre.1

De esto, el espanto del completo silencio: cuando dudamos si hemos perdido o no el oído. La imposibilidad de comunicación, el silencio, el pozo de la quietud y la ausencia de todas las cosas buenas: la voz, la risa, el murmullo e incluso el ruido. Donde no hay, al menos, ruido en las calles, en la casa, en la cabeza… no habita sino algo que se toca, extendidas las puntas flacas de los dedos, con la quietud absoluta. Se parcela entonces la existencia en mensajes detenidos, charlas pospuestas, cartas perdidas y tedio; la vida se fracciona y desmigaja en tantas zonas de silencio, donde ya ni siquiera el dolor puede compartirse, queda callado y en el encierro. Ausencia de la palabra. Falta de concurrencia. Extinción de nuestro signo.


1 Antonio Gamoneda, “Malos recuerdos”.