La industria cultural audiovisual está pasando por una crisis creativa en sus plataformas tradicionales. Tanto las productoras de Hollywood como las empresas mediáticas muestran miedo y pobreza en sus contenidos y sus narrativas. Tal vez esto se deba a que están basados en estudios de mercado con metodologías tradicionales que no contemplan el cambio de paradigma en el consumo de productos audiovisuales.

Es precisamente en el marco de este nuevo paradigma que plataformas emergentes, como Netflix, están “robando” la atención de los consumidores hambrientos de narrativas audiovisuales que les provoquen experiencias estéticas fuera de su cotidianidad. La disponibilidad, la flexibilidad de exposición, una cuidadosa estética visual y sonora, contenidos arriesgados y un menú global es lo que ofrecen estas plataformas. El boom de las series nos indica la gran necesidad de narrativas de ficción que hay en la sociedad, la cual, sin embargo, no es satisfecha a cabalidad por la industria cultural actual.

Un excelente ejemplo de esta arriesgada apuesta es la serie alemana Dark (Baran bo Odar y Jantje Friese, 2017), que le propina una fuerte bofetada a la lógica narrativa de la industria audiovisual norteamericana al dejar en evidencia su inmadurez e infantilidad en el abordaje de los temas y en su planteamiento narrativo. Desde que se lanzó Dark, con un contenido más profundo y complejo que apela a la inteligencia del espectador, es imposible no referirse a Stranger Things, la serie norteamericana que precisamente hace una síntesis de esa narrativa inmadura e infantil que tuvo mucho éxito comercial en la década de los ochenta del siglo XX.

Ambientada en 2019, en Winden, un pueblo alemán enclavado presumiblemente en la Selva Negra, cuya vida económica gira en torno a una vieja central de energía nuclear, la serie narra la desaparición de dos niños que rompe con la débil y aparente tranquilidad de sus pobladores. Una carta que deja el padre de Jonas –joven promedio del pueblo- antes de suicidarse, detona la búsqueda uno de los desaparecidos, que lleva a los involucrados a una red de cuevas y cavernas que forman parte del subsuelo del pueblo. La trama se torna compleja conforme nos internamos en la vida de las familias involucradas y en la red de relaciones que han tejido tres generaciones que se confrontan a partir de un portal dimensional en las cuevas. Esta maraña de situaciones (que determinan la percepción de cada presente y con ello sus realidades) es alternada con la presencia de un misterioso pastor protestante que parece más bien encarnar el mal según la lógica cristiana, y que es el responsable de la aparición de dos cuerpos: el de uno de los menores desaparecidos y otro no identificado.

Fundamentando la historia en principios de la relatividad del tiempo propuestos por Einstein y desarrollados posteriormente por la física cuántica, Dark propone la circularidad del espacio y del tiempo de manera tal que la posibilidad de que el pasado y el futuro coincidan en el presente es factible, por lo menos teóricamente. Esta posibilidad se lleva al plano narrativo creando una historia que nos propone interesantes reflexiones sobre la solidez de la realidad, cuya construcción depende de la interacción que se produce no solo en el espacio, sino también en el tiempo.

Según la relación causa-consecuencia en la que se basa la mecánica newtoniana, la consecuencia ocurrirá siempre en el futuro. Sin embargo, en Dark se plantea que esta ocurre en el pasado. “El futuro afecta al presente”, sentencia el relojero, lo que nos lleva a reflexionar: ¿qué tan lineal es el tiempo y, por ende, la historia? ¿Qué pasaría si comprendemos el presente como pasado y a este como resultado de un futuro que ya existe? En una sociedad cuyo pensamiento se cifra en la inmediatez, especialmente en la generación millenial, la reflexión sobre la trascendencia del tiempo y las acciones que generamos en este es necesaria para la búsqueda del sentido de la vida.

La propuesta visual de esta serie es destacable. La oscuridad propia de las culturas nórdicas está presente, sin ser esa propuesta gótica forzada que la narrativa norteamericana ha vuelto muy popular, hasta el grado de abusar de ella. Por el contrario, Baran bo Odar y Jantje Friese plantean una textura oscura, opaca, pero contrastada con colores primarios y con la arquitectura y el diseño de la Bauhaus, lo cual también propone un encuentro visual entre el pasado, el presente y el futuro. Un gran acierto de la dirección de arte y la dirección de fotografía.

El guion está bien construido, no se enreda entre sus propias líneas narrativas que, en cierto momento de la serie, exigen mucho al espectador, y resuelve inteligentemente las subtramas, sin acudir a soluciones gratuitas o artificiales. El guion deja claras, desde el inicio, las reglas del mundo al que los espectadores nos enfrentaremos y nos pide atención, conocimiento e inteligencia para seguir la historia e ir develando la verdad detrás de la aparente tranquilidad del pueblo de Winden. En ocasiones, esta historia recuerda la magnífica serie Twin Peaks, de David Lynch, cuya trama misteriosa, bien escondida detrás de la apariencia de normalidad, atrapó la atención de los espectadores televisivos en la década de los noventa del siglo pasado.

Arriesgarse a narrar historias basadas en el conocimiento científico, con tramas complejas, una propuesta visual diferente y una dinámica exigente para el espectador es lo que no hace la gran industria cultural. Tal vez sea miedo, tal vez no desee salir de su zona de confort, tal vez sea una errónea metodología en sus estudios de mercado o soberbia en sus esquemas de realización, lo cierto es que una serie alemana ha venido a decirle a la gran industria cultural norteamericana cómo se debe narrar un relato para las nuevas generaciones, al menos para la generación del streaming.