Llegaron pasadas las dos de la tarde. Era domingo. Con un empellón, entraron por la puerta de enfrente. Sentado en un sillón de brazos anchos, Emiliano Sanjosé levantó la vista del libro que tenía en las manos. Los miró de arriba abajo: de estatura similar, los dos vestidos con camisa de manga corta, uno de azul oscuro, el otro de un verde pastel que al dueño de la casa le pareció de mal gusto. Saludaron con un movimiento de cabeza, mientras el de verde cerraba la puerta. “Emiliano Sanjosé”, dijo el de azul, mirando a los ojos al hombre en el sillón. Lo dijo más como afirmación que como pregunta. El del sillón le sostuvo la mirada un momento. Luego, volteó a ver por la puerta de vidrio a su derecha. En el jardín, la luz hacía más blancos los muros, deslumbrando hasta que los ojos se habituaban y se podía ver una mesa con sus sillas de plástico verde, comidas por el sol. A su izquierda, en la pared, la marca de los cuadros ya ausentes hacía resaltar el color original de la pintura. Solo quedaba colgado un espejo oval sin marco. Ya casi no dormía, con la edad vino el insomnio y la noche anterior dio vueltas, primero en la cama y luego por la casa, hasta que se resignó a comenzar la limpieza: separó papeles, guardando unos en cajas y echando otros a la basura; luego talló los pisos con agua jabonosa y una escoba, restregando lo más que le permitía la lumbalgia, y en todo esto duró hasta las cinco. Luego dormitó hasta las siete y despertó cuando el sol ya levantaba el olor del desinfectante y el aceite para madera. Sacó las bolsas de la basura, volvió sobre sus pasos a la casa y cerró la puerta. En los pisos quedaban manchas de sarro.

“Hace calor”, dijo el de verde. Emiliano Sanjosé volvió a la lectura; un libro que hablaba sobre los recuerdos como si fuesen los síntomas de una enfermedad que, poco a poco, nos abandona y, al final, estamos sanos de ella porque ya no recordamos nada. Según el libro, uno nace, crece y no es consciente de sus recuerdos hasta cierta edad. Los recuerdos que uno tiene son ya la semilla de lo que vendrá más adelante. El primer recuerdo puede ser inocente y terrible, o no. Uno a esa edad temprana no es responsable de sus recuerdos, o no por completo. Lo determinante es lo que viene después: uno elige y toma caminos que, a su vez, llevan a otros caminos, los cuales vuelven, toman desviaciones, se entrecruzan, avanzan de improviso y siguen así hasta lograr un entramado que, con el paso de los años, no puede ser sino un mapa de la vida, tejido con recuerdos de las acciones emprendidas un día, todos los días. Luego, uno va saliendo de la senda, de todas las sendas, para sentarse a mirar la distancia recorrida en la que parpadean, a la distancia, los nombres y los lugares, como hogueras que se extinguen poco a poco. Uno la mira como a través de un lente o una variedad de lentes superpuestos, que son sus recuerdos. “Ya está enfermo”, sentenciaba el texto.

Emiliano Sanjosé dejó el libro en el brazo del sillón. Se levantó a abrir la ventana corrediza, entrecerrando los ojos frente al brillo del muro. El marco de la ventana dio un rechinido y el aire seco entró desde el jardín. Escuchó en la cocina el sonido de cajones que se abrían, platos levantados de un lugar y puestos en otro, la puerta de la alacena abierta, el chasqueo de la estufa al encenderse. Aspiró con calma, cerrando los ojos. Los primeros recuerdos son apagados, se dijo, como si la oscuridad los fuera engullendo inexorable, sin pausa; como si la penumbra viniera desde atrás de la escena, digamos, con la apariencia de nunca moverse, y todo va siendo cubierto, tal vez absorbido sea la palabra correcta. De lo que fue quedan atisbos que se repiten, suspendidos en la sombra: colillas que caen en un vaso, un patio de cemento cruzado de tendederos, la polvareda de algún camino hacia un lugar sin importancia. Es la mayor diferencia con los recuerdos más recientes, que aparecen luminosos o no tan oscuros. Los recuerdos son caminos dentro de uno mismo que se recorren de modo interminable. La única cura está en el olvido.

El hombre de azul salió de la cocina con enseres en las manos, pasó al lado de Sanjosé y salió al jardín. Colocó sobre la mesa tres manteles individuales, sal y pimienta, servilletas y una botella de vino. Volvió a la cocina, a abrir y cerrar cajones. Algo siseaba en la estufa. Emiliano Sanjosé volvió al sillón, pero ya no abrió el libro, sino que se miró las palmas de las manos por un largo rato. El olor de la carne asada, mezclado con el de especias, se extendió por la casa. De nuevo, el de azul salió de la cocina, esta vez con una canastilla de pan, un sacacorchos, tenedores y cuchillos serrados para la carne. Llevó después los vasos, dispuso el orden de la mesa y se sentó a esperar, entrecerrando los ojos o cubriéndose del sol con la mano. Al poco rato, salió de la cocina el de verde con un platón donde humeaba la comida: cortes de carne, cebollas asadas, tiras de chorizo abiertas en canal, con los bordes requemados. Fue una vez más a la cocina y regresó con un tazón lleno de puré de papa. El de azul destapó el vino y sirvió los tres vasos. Comieron en silencio, espantando las moscas cada cierto tiempo. Casi todas las macetas estaban vacías, y en las que no, las plantas ya estaban secas. Bajo la mesa, el pasto iba dejando huecos en la tierra. El muro ya no cegaba, aunque el calor seguía. El hombre de azul señaló la botella con los restos de vino. “¿Otra?”, preguntó. Emiliano Sanjosé respondió con una mueca, como si la voz del hombre le hubiera causado una arcada. Se reclinaron en los respaldos de las sillas y miraron la mesa. Después de un rato, el de azul dio un suspiro. Se levantó seguido del otro. “El olvido, Emiliano”, se dijo Emiliano Sanjosé. Después de un rato, los dos hombres salieron. Antes de subir al coche, dejaron caer en una atarjea, junto a las bolsas de basura, los cuchillos con que habían cortado la carne.