Los otros lo alentaban, le decían que ya se cogiera a esa pinche vieja, pero a él no le gustó que estuviera así, como drogada o medio muerta, y por eso no se le paraba. Se acostó sobre ella y empezó a frotar su miembro entre las piernas de la chica mientras los otros estuvieron gritando un rato, grabando con los teléfonos, hasta que uno dijo:

—No mames, pinche Culi, ni se te está parando, pendejo.

En ese momento sintió la bota de alguno de ellos sobre sus nalgas. Los otros empezaron a reírse a carcajadas, a insultarlo, a escupirle. Entonces él hundió la mano en la cara de la chica, que empezó a gruñir como si estuviera recuperándose un poco. Y así, entre más le apretaba el rostro, más se iba endureciendo. Por fin sintió los labios de la vagina y entró de golpe, aunque estaba seca. Cada acometida le ardía, pero no se detuvo cuando ella abrió los ojos e intentó empujarlo, ni cuando le clavó las uñas en la cara y el torso. El Culi hundió su garra hasta la raíz del cabello de la mujer y apretó, siguió apretando. Entró una y otra vez hasta que terminó larga, dolorosamente, y cuando se vio la mano tenía un mechón de pelo entre los dedos.

Se levantó con las rodillas llenas de tierra y aventó el cabello. Los otros siguieron riéndose y uno se tumbó encima de la chica, que gemía y lloraba quedamente. Él sacudió las piernas, se alzó el pantalón y se limpió el sudor con la mano, con la misma que había utilizado para sujetar a la chica, y cuando la pasó por su nariz sintió muy vivo el olor del limón. Caminó hasta el pie de la carretera librando la maleza y allí encendió un cigarro. Después, cuando la brasa llegó hasta el filtro, arrojó la colilla y se olió una vez más los dedos. Era tabaco y limón, indiscutiblemente. Luego lo llamaron.

—¡Culi! ¡Ven, cabrón!

Cuando se acercó de nuevo, los otros habían convertido el rostro de la chica en una masa sanguinolenta. El más viejo, al que vio varias veces en la camioneta negra que recorría el parque del pueblo, se acomodaba el cinturón.

—Ahora te toca a ti, pinche Culi —le dijo uno.

Tres de ellos lo tomaron por los brazos y el viejo empezó a hundirle los nudillos en las costillas. Resistió cinco golpes antes de doblarse, pero los demás lo sujetaron para que no cayera. El viejo le dio un codazo en la cara y su visión, perdida ya, estalló bajo el sol del mediodía. Los tres que lo sostenían por detrás lo soltaron y después vino una oleada de puntapiés y escupitajos. La tierra entró en sus párpados y la sangre empezó a cubrirle el rostro, pero más honda fue aquella sensación de humedad que sentía en el vientre, como un intestino desflorado que vaciaba toda su mierda y sangre adentro de él mismo. Tenía los dedos de las manos entumecidos y sus piernas no respondían. Ya no podía ni siquiera hacerse ovillo. Entonces uno lo tomó por las axilas y lo arrastró hasta una piedra grande y lisa, donde lo acomodó tranquilamente.

Lo había logrado: estaba adentro.

Los otros comenzaron a caminar hacia las camionetas, pero el viejo se acercó hasta él y, con una sonrisa en la cara, le dijo:

—Si no te mueres, ven a buscarnos en la semana. Ya chingaste, pinche Culi. No me vayas a fallar —y desapareció junto con los demás.

Atardecía cuando abrió los ojos. Dos de los dedos de sus manos parecían estar quebrados y cuando se limpió la tierra de la boca le salió un hilillo de sangre. Al intentar ponerse de pie su cuerpo empezó a tiritar y se detuvo. Cerró los ojos, y al abrirlos de nuevo, ya era de noche. Se incorporó poco a poco y buscó la cajetilla en sus bolsas, pero se dio cuenta de que los cigarros estaban rotos. Caminó despacio entre la maleza y allí, tendido bocarriba, vio otra vez el cuerpo de la mujer.

Nunca antes había contemplado a un muerto, pero estaba justo en ese lugar: frente a la luna reflejada en las órbitas derramadas del cadáver. Se hincó para acercarse más y notó que las heridas ya habían dejado de sangrar. Tenía la boca desencajada, una ligera hinchazón en el vientre, moretones esparcidos por todo el cuerpo, el cabello regado sobre la frente y la mirada abierta. Bajó la vista a los pechos sangrantes y luego arribó al ombligo y al sexo. Algo, en toda esa monstruosidad, era bello. Por eso metió una vez más las manos por debajo de la cabeza, entre los cabellos, y no le importó que sus dedos se llenaran de una sustancia pegajosa. Giró el rostro de la chica hacia él y solo entonces sintió el rastro de una ligera fetidez que apenas iniciaba. Besó la carne fría y colocó de nuevo la cabeza sobre la tierra. Alargó sus brazos y repasó con las palmas cada pliegue, cada herida, cada resquicio del cuerpo.

Intentó cargar a la mujer, pero fue inútil: cada esfuerzo tiraba una punta del dolor que aún sentía en su cuerpo. Cuando se desprendió de ella notó que su ropa se había llenado de pequeñas manchas violáceas. Sacó una pequeña navaja del pantalón y cortó una parte del cabello negro. Se lo llevó a la nariz y el olor a limones lo recorrió otra vez. Guardó el mechón en su bolsa, junto con el arma, y miró por última vez la figura muerta que se encontraba a sus pies.

Amontonó tierra, hojas secas y hierba, y vació todo sobre el cuerpo. Al final se olió de nuevo los dedos, pero la hojarasca y el cigarro ya habían ocultado ese olor a limones. Se consoló con la idea del mechón guardado en el pantalón y empezó a caminar hacia la orilla de la carretera. Los coyotes aullaban y el frío le oprimía la piel y las heridas. A lo lejos, las lucecillas del pueblo vibraban en medio de la noche.

Cuando lo vio llegar, su mujer sintió como si hubiera visto a un monstruo. Lo llevó a la cama mientras gimoteaba y decía muchas cosas, pero él no entendía nada. Al despertarse miró, como siempre, el techo de lámina. Su mujer se acercó a él y le dijo:

—Juan, ¿qué te pasó? ¿Te fuiste otra vez de borracho? Ve nomás cómo estás. Hasta parece que te arrolló un coche entero. Tenemos que llevarte a la clínica antes de que se haga de noche.

Sus hijos entraron corriendo al cuarto y lo vieron asustados, hasta que su mamá les dijo:

—Órale, pues, ustedes dos, ya váyanse a la escuela, que se hace tarde —y los chiquillos siguieron mirándolo mientras se alejaban de la puerta.

Al despertar de nuevo, ya era mediodía. El cuarto olía a humo y a frijoles. Se levantó como pudo y se derrumbó sobre una silla frente a la mesa de madera. La tierra del piso estaba fría y eso alivió las plantas de sus pies, llagados y abiertos.

—¿Ya me vas a decir qué te pasó? —le insistió su mujer. Luego le sirvió un plato de frijoles y caminó hasta el comal para echar unas tortillas blancas que se inflaban cada vez que ella las volteaba.

—No, si ahorita mismo tenemos que llevarte a la clínica, Juan. Tienes el ojo hinchado; ni lo puedes abrir bien. Dime la verdad, ¿te tomaste todo? ¿O te robaron lo de la jornada? ¡N’ombre, si en este pueblo ya no se puede andar tranquilo desde que llegaron los hombres aquellos! Ya todo el pueblo está mal, ya todos quieren andar bebiendo o matándose. Y las chamacas, peor. Si andan detrás de ellos como si de veras les fueran a dar casa o comida o petate pa’ sus chamacos. ¿No supiste lo que le pasó a la hija del Pancho? Ya nadie la encuentra. Seguro se fue con algún malviviente de esos. Si se veía luego luego que era bien loquita. Ahí andaban esos hombres detrás de ella, y a la chamaca le gustaba, le requetencantaba. ¿Nunca la conociste?

—No, ¿cómo se llamaba? —dijo al fin él, que hundía la cuchara en el plato.

—Creo que Mariela —le respondió mientras servía café en un pocillo—. Trabajaba ahí, en el huerto de don Augusto, el de los limones, pero vaya a saber Dios dónde andará ahora.