En El gusto, pintura que forma parte de la famosa (y exquisita) serie Los cinco sentidos,1 un sátiro de mirada juguetona sirve agua en la enorme copa de una ninfa de jugosas carnes. Todo en el ambiente es sensual: desde la mano perpetuamente detenida en la acción de llevarse una ostra a la boca, hasta los tapices, la vajilla, la gran variedad de platos, así como los cuadros que adornan las paredes y el piso, representando escenas de inspiración culinaria (entre ellas, la transmutación de agua en vino por parte de Cristo:2 ¿lo mismo que está haciendo el sátiro, como un sacrilegio?). Esparcidas por el suelo, en aparente desorden, yacen diversas presas de caza y pesca, en forma de bodegón: plumas, pelos, colmillos, escamas; todo ello aderezado con abundantes frutas y verduras que recuerdan a un cuerno de la abundancia. En el exterior, los animales que serán servidos en esa misma mesa viven, quizá, sus últimas horas, correteando en una especie de Paraíso también detenido en el tiempo; y adentro, en segundo plano, la cocina, el reducto doméstico de quienes preparan esos manjares. Un perro observa el salón desde la puerta, sin ánimo de entrometerse, como señalando el límite entre la realidad sencilla del trabajo frente a los fogones y la fantasía y exceso que rodean a los comensales; el único animal que participa de la comida, en complicidad con los protagonistas, es un mono pequeño, probable encarnación de la malicia y la lujuria.

Esa escena maravillosa vino a mi mente al leer la invitación de Opción para sentarme a escribir “con las palabras como condimentos, especias, ingredientes; párrafos como platos fuertes, postres, que deben ser construidos, acomodados, probados”. La analogía no puede ser más acertada, siempre que no perdamos de vista que las palabras no solo son ingredientes que pueden combinarse; antes bien, construyen puentes entre realidades diversas y recrean, como en un cuadro, una visión peculiar del mundo. Yendo al grano: los hablantes se valen de metáforas, como el cocinero-alquimista que transforma elementos para producir algo nuevo y totalmente diferente con la suma de sus componentes (“condimentos, especies, ingredientes”). Y las metáforas (nos) nutren: no son un mero adorno o un experimento artificioso, gourmet; tampoco enlatados de cuestionable valor nutritivo.

Desde esa premisa, estas líneas son una invitación a saborear las metáforas deudoras de la cocina (a las que, con cierta libertad, me permitiré llamar también “culinarias” o “alimentarias”), muy presentes en nuestra habla cotidiana, nos guste o no cocinar, al punto de que las palabras, como la comida, pueden masticarse, rumiarse, paladearse, degustarse, asimilarse, digerirse, pero también escupirse y aun vomitarse.3

Volviendo al cuadro, intuimos que entre el sátiro y la cortesana se crea algo más que la camaradería de quienes comparten la mesa. No en vano, en nuestra lengua, el acto sexual puede concebirse como un alimento: en este sentido, los amantes pueden ser presas del deseo, arder en deseo, comerse a besos, fundirse…  Alguien que puede, o no, ser muy meloso, tener humor ácido o quedarse helado por la sorpresa o el susto, puede estar, además, para chuparse los dedos, si es el objeto de deseo de otro, que tal vez esté caliente y pretenda cazarlo (cuando no casarlo) para comérselo.4

En su señera obra sobre las metáforas de la vida cotidiana, George Lakoff y Mark Johnson insisten en la naturaleza común,5 y por ello esencialmente humana, de las metáforas, a las que definen, desde una perspectiva lingüística y cognitivista, como mecanismos para concebir la experiencia y, en definitiva, para comprendernos a nosotros mismos. Para estos lingüistas, la metáfora consiste en cualquier procedimiento que permita la transferencia de significado de un sistema de significación familiar a uno desconocido, mediante la analogía. Aunque toman distancia de la definición retórica, meramente estética, según la cual la metáfora es un “tropo” o “comparación abreviada”, en palabras de Quintiliano, lo cierto es que, al parecer, el mecanismo metafórico se apoya en la similitud o, mejor, en la superposición de dimensiones u órdenes diferentes.

Por tanto, las llamadas “figuras estilísticas” no son ornamentos retóricos, sino herramientas que “permiten conectar espacios mentales diferentes aunque análogos”.6 En este sentido, la metáfora es un recurso imprescindible para el divulgador-mediador, quien gracias a ella conecta una realidad abstracta (piénsese, si no, en los conceptos científicos) con una más concreta, observable o “transparente”, para así ayudar al lego o semiexperto a digerir esos conceptos. Como es evidente, las metáforas culinarias también impregnan el lenguaje del ámbito académico o intelectual: la metáfora de digerir un concepto se asienta en el supuesto de que aquel está tan vivo como la presa que persigue el cazador-estudiante, quien, recién al apresarlo, podrá nutrirse de él (analizarlo, comprenderlo) y convertirlo en algo nuevo, del mismo modo en que el aparato digestivo procesa (para beneficio del cuerpo) los alimentos. No olvidemos, por otra parte, que, etimológicamente, alumno deriva de alere: alimentar, nutrir, hacer crecer. Hay metáforas de todos los sabores, pero, sea cual fuere su naturaleza gramatical (verbo, nombre, adjetivo), todas coinciden en el hecho de que “permite[n] construir significaciones más allá de todo mensaje literal e inmediato” o suscitan evocaciones, sentidos figurados, que iluminan y promueven la comprensión.7

Desde esa perspectiva, las metáforas son la esencia del lenguaje humano y pueden llegar a ser tan corrientes que se desgastan, consumen o pudren, al igual que los alimentos: “las usamos de manera inconsciente y automática, con tan poco esfuerzo, que apenas lo notamos […]. [Son] una parte integral de nuestro pensamiento y lenguaje cotidianos”, afirman George Lakoff y Mark Turner.8

Así como podría hablarse de una “gramática de la gastronomía”, pues los ingredientes se disponen, a semejanza de las palabras en una oración, en un orden preciso, sin el cual el producto final sería incomible (pensemos, si no, en qué ocurre con las recetas fallidas y las supuestas innovaciones de cocineros inexpertos o rebeldes), las metáforas culinarias tienen una lógica y son convencionales. Algunas se cuecen a fuego lento y perduran durante siglos, al punto de que pueden llegar a cristalizarse y, por familiares, dejar de entenderse como metáforas y convertirse en clichés; la vida de las menos afortunadas (o provechosas), por el contrario, resulta efímera.

Las metáforas (entre ellas, las culinarias) nos delatan como hablantes: de dónde venimos, quiénes somos, qué nos provoca placer y qué nos genera rechazo —cuando no directamente asco—. Por ellas (entre otros numerosos indicios), un hablante mexicano o español me identificará como argentina; por ellas, un argentino me reconocerá, además, como cordobesa, y de una cierta época. Para muestra, un botón: de niña, el que hacía tonterías o se comportaba de manera pueril se hacía el pavo o era un nabo, y el que no era hábil para hacer algo era un queso; expresiones metafóricas que remiten al calor de la cocina y que, en otros entornos o géneros (como la lista del súper), denotan realidades prosaicas (y alimentos que van a parar a la boca). Pero algo tendrán en común el pavo, el queso y el nabo para expresar realidades intelectuales o comportamientos humanos reprobables.

La magnífica cuenta de Twitter @chefBNA, de la Biblioteca Nacional de España, relata, en uno de sus tuits compendios de sabiduría sobre obras de cocina tradicional, que, al llegar a México, los conquistadores se encontraron con el guajolote azteca (huexolótl), ave

parecida al pavo real, pero más grande y sabrosa; la bautizaron en español como “pavo de Indias”, gallina de Indias, gallo de papada, gallipavo o pavo de barba […]. Fue uno de los primeros animales en cruzar el Atlántico, allá alrededor de 1520. Exótico y jugoso, se convirtió rápidamente en un producto de lujo y en 1530 se sirvió nada menos que en el banquete de la coronación imperial de Carlos I (tuit del 23 de noviembre, 2017).

¿Cómo acabó desvirtuado en el fuego metafórico el nombre de un ave tan sofisticada, incluida en los recetarios cortesanos y al alcance de unos pocos? El Diccionario de la Lengua Española de la RAE, en su segunda acepción, define al pavo como “persona sosa o incauta”, y a la edad del pavo como aquella en que “se pasa de la niñez a la adolescencia, lo cual influye en el carácter y en el modo de comportarse”. Pavonearse, en cambio, consiste en “hacer vana ostentación de su gallardía o de otras prendas”. Dos son los pavos que refieren estas expresiones cristalizadas: el americano, para designar a una persona tonta o ingenua, y el europeo, el pavo real, para indicar que alguien se exhibe con soberbia (qué curioso, lo europeo asociado con lo bello y jactancioso; y lo americano, con lo torpe o tonto).9

Volviendo a mi infancia (y a mi variedad lingüística), las expresiones indicadoras de estulticia no remitían, como ya se adivinará, al pavo real, ausente de los corrales de mi pueblo, sino a la variedad americana, y ser pavo, no está de más aclararlo, no era lo mismo que ser un pavote, en que el sufijo señala no ya un aumentativo, sino el grado máximo en la escala de la pavada.

Probablemente a asociaciones similares respondan los usos metafóricos ser un queso y ser un nabo. El nabo, que fue un producto muy popular en Europa hasta que fue desplazado por la papa, se destaca por su alto contenido en agua y su escaso valor calórico; ello explicaría que, en Argentina (y, de nuevo, en mi variedad del español y en la tierra en que nací, donde no se le cultivaba), alguien sea un nabo cuando, pese a las apariencias, en lo sustancial no aporta gran cosa, no nutre. El queso, en cambio, puede aludir a realidades contrapuestas: ser un queso en algo (por ejemplo, en el fútbol) implica tener escasas dotes o habilidades en esa materia o actividad, y no necesariamente ser tonto. Según una hipótesis, queso procede de capsa, por la caja o molde que contenía la leche cuajada. Mi intuición lingüística me inclina a pensar que la expresión, entonces, sugiere que quien es un queso no lo es por voluntad propia o por naturaleza, sino “porque así fue hecho”.10 Desde este ángulo, habría una diferencia esencial entre estas dos metáforas: una de ellas referida a un ser animado y no cocido (pavo), cuyo comportamiento se puede trasladar o equiparar al de un ser humano; la otra, construida con el nombre de un producto inanimado, “no natural” (queso).

Por otra parte, ser un quesito, en algunas variedades del español (el equivalente de ser un bombón en la mía), designa a una persona guapa (y no por ello tonta). Partir a alguien como un queso, donde queso, evidentemente, refiere al ente sobre el cual un agente ejerce su acción, ya es otro cantar. Muchas metáforas culinarias, como esta, podrían haber nacido a la sombra del eufemismo, rozando u ocultando lo escatológico: ser tortillera (por lesbiana) o mojar la galleta y comer(se) el chorizo, la almeja o la concha (para qué describir mi sorpresa en las panaderías, recién llegada a México) son algunos de los numerosos ejemplos de metáforas que, con ingredientes culinarios, aluden al terreno sexual y en las que, ahora sí, los entes referidos se conceptualizan como agentes.

Cuán diferentes de las metáforas que hunden sus raíces en el imaginario bíblico, entre las cuales destacan las que utilizan pan (que aparece ya en el mandato divino: “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente”). En este orden, alguien puede ser un pan si es muy bueno; lo nutritivo adquiere, así, una dimensión axiológica, considerando que el pan acompaña a la humanidad desde tiempos remotos y que lo cocido sería seña de identidad de la civilización, lo que nos distinguiría del reino animal. Si algo es muy sencillo, se dice que es pan comido, y cuando se reclama o concede sinceridad, intentando llamar a las cosas por su nombre, sin rodeos ni artificios, suele afirmarse que “al pan, pan, y al vino, vino” (otro fiel compañero de la humanidad, que marida muy bien con el pan).

Ese sentido primigenio, auténtico y noble que en muchas regiones hispanohablantes se atribuye al pan también aparece asociado, en Argentina, a la milanesa, platillo producido con pan duro molido, en la expresión tener o saber la verdad de la milanesa, algo así como el Santo Grial de los carnívoros. La conexión metafórica entre la carne y el pan podría atribuirse, históricamente, al hecho de que “la carne de mala calidad se disimulaba rebozada […]. La verdad de la milanesa es conocer qué se esconde bajo la superficie”.11 Algunos aventuran que la milanesa a la napolitana se inventó (en Argentina) para disimular y esconder la cubierta de pan duro quemado. Doble engaño, doble ocultamiento: “viveza criolla”, como se le dice en mis pagos.

Un carnívoro argentino que se precie pondrá toda la carne en el asador (en México, la echará), si se aventura intrépidamente en una empresa arriesgada, y nunca le escupirá el asado a un amigo (“robarle” la novia o mujer y, por traslación, creo yo, cometer cualquier deslealtad), porque la carne es sagrada. Esta última expresión metafórica asimila metonímicamente mujer a carne, la posesión más preciada del hombre-asador, el que domina los secretos del fuego. Si se escupe el asado, las brasas (¿el amor?) pueden apagarse, y la carne, además de no quedar debidamente cocida, puede enfriarse.

Por último, me referiré a otro caso que puede resultar muy pertinente para ilustrar la base idiosincrática de las metáforas: ser un ñoqui. Según la tradición, en muchos hogares argentinos, fundamentalmente en los formados por descendientes de italianos, los ñoquis (pastas muy económicas, elaboradas con papa, huevo y harina) se saborean cada 29 de mes, poniendo debajo del plato algo de dinero, con la esperanza de que se reproduzca y de que el plato vuelva a llenarse al mes siguiente. Por ello, un ñoqui es el empleado público corrupto que, sin haberse presentado a trabajar, cobra su sueldo a fin de mes; es decir, lo que en México se conoce como un aviador.

Como vemos, las metáforas recorren nuestra habla cotidiana, por lo que, más que artificios estéticos esporádicos, constituyen mecanismos invaluables al servicio del “lenguaje común”, cotidiano, que propician asociaciones y conceptos novedosos. Los ejemplos que aderezan los párrafos anteriores, tomados de “mi español”, intentan ilustrar algunas de las facetas que manifiestan ciertos usos metafóricos vinculados con el ámbito de la cocina, conceptualizados, en definitiva, como esencia, acto, producto o sensación (el abanico de posibilidades es muy amplio). Al parecer, además de la capacidad de cocer alimentos, lo que nos define como especie es la posibilidad de alimentarnos de metáforas.

 


1 Obra de Jan Brueghel el Viejo y Rubens (1618) expuesta en el Museo Nacional del Prado. También puede admirarse con detalle en su página web https://www.museodelprado.es/coleccion/obra-de-arte/el-gusto/2a722256-2d07-4082-8a32-7caee0a04b95.

2 El sitio web del Museo del Prado incluye un análisis de esta y las demás pinturas de la serie.

3 Y ambas son “una rica mixtura de lo social, lo biológico, lo cultural y lo humano”, según Dan Jurafsky, The Language of Food: A Linguist Reads the Menu. Nueva York, Norton, 2014.

4 La metáfora de comerse a alguien suele aplicarse también al sexo no consentido, irracional, violento. Sobre la relación metafórica entre sexo y comida, ya escribió Paola Alarcón Hernández en “El acto sexual es comer: descripción lingüístico-cognitiva”, en RLA. Revista de Lingüística Teórica y Aplicada. Concepción (Chile), 2002, núm. 40, pp. 7-24. Disponible en http://www2.udec.cl/~palarco/metafora/rla_comer.pdf.

5 George Lakoff y Mark Johnson, Metáforas de la vida cotidiana. Madrid, Cátedra, 2015.

6 Bertha Zamudio y Ana Atorresi, La explicación. Buenos Aires, Eudeba, 2000.

7 Ruth Amossy, L’argumentation dans la langue. París, Nathan.

8 George Lakoff y Mark Turner, More than Cool Reason. A Field Guide to Poetic Metaphor. Chicago, The University of Chicago Press, 1989.

9 De acuerdo con el Diccionario etimológico español en línea http://etimologias.dechile.net/, con el descubrimiento de América, la palabra pavo pasó a designar ya no al pavo real (Pavo cristatus), sino al guajolote (Meleagris gallopavo).

10 Al parecer, esta explicación etimológica, que se debe a Monlau, no se sostiene en la actualidad, de acuerdo con el Diccionario etimológico español en línea. Pese a ello, considero que no habría que desestimar la conexión entre el molde del queso y la metáfora de ser un queso.

11 Tuit de @d_balmaceda [16 de junio, 2015].