Las enfermedades son un fenómeno que ha acompañado al hombre a lo largo de su historia. Nuestra relación con ellas va más allá de una mera competencia por la supervivencia. Hace siete siglos, la peste bubónica causó la muerte de más de un cuarto de la población mundial. Convivir con ella representaba una partida bergmaniana, donde la muerte nos tenía en jaque. Sin embargo, con el avance de la ciencia, la humanidad salió adelante. Hoy en día, es el cáncer la figura que nos atormenta. Su presencia es el memento mori de nuestra generación. Esta enfermedad no solo nos apabulla, sino que logra que nos cuestionemos nuestro lugar en el mundo. Su existencia ha insertado tal miedo en nosotros, que el pronunciar las seis letras que la conforman se ha convertido en un tabú del cual nadie quiere saber nada.

Jorge Comensal está en desacuerdo con esto. En su primera novela, Las mutaciones, Comensal explora el tema de la enfermedad con humor e ironía. Rompe el silencio que rodea a un problema que, ya sea de manera directa o indirecta, nos afecta a todos. A partir de una narrativa sencilla, indaga sobre la otredad oculta en la enfermedad. Esa otredad que muta de persona en persona, ya sea para el reconocimiento propio a través del otro o para la negación de uno mismo. En la novela, los personajes se ven envueltos en esa tortuosa tarea que conlleva la búsqueda subjetiva de respuestas frente al cáncer; búsqueda que encuentra consuelo en figuras como Dios y la historia. Cuestiones inherentes a la filosofía de la ciencia se asoman a través de los párrafos. Las relaciones entre el profesionalismo, la enfermedad y, en última instancia, la muerte se enredan en un conflicto de donde solo uno saldrá victorioso. Las Mutaciones es una invitación a realizar el ejercicio personal de palpar la enfermedad, de llamarla por su nombre… de hacerla propia.

Comensal no muestra una actitud obsecuente frente a la enfermedad. Con su joven y elegante prosa, la confronta hasta hacer de ella una figura risible. No rechaza la otredad que surge de la enfermedad; de hecho, se redime y se reconoce en ella. La negación de la enfermedad es uno de los múltiples cánceres de nuestra sociedad. Quizá, el mejor antídoto para tratarla es hablar de ella.

Ibargüengoitia escribió: “Por supuesto que la paz es el respeto al derecho ajeno, en eso todos estamos de acuerdo. En lo que nadie está de acuerdo es en cuál es el derecho ajeno”. En un tópico donde el humor es poco recurrente, ¿por qué tratar temas serios, como la enfermedad, desde el terreno humorístico? ¿Dónde crees que se inserta dicho humor en la tradición literaria mexicana?

En primer lugar, Ibargüengoitia es un referente clave para mí, él aborda los temas sagrados de la historia mexicana —sobre todo los símbolos patrios y el mito de la Revolución— y los desmonta a través del humor. A mí justamente me interesaba desafiar el halo tenebroso y lúgubre que hay alrededor del cáncer. Es una enfermedad que a todos nos toca de algún modo —todos tenemos amistades, familiares o nosotros mismos hemos vivido una experiencia de estas— y no entender su aspecto fisiológico contribuye a que sea un desconocido aterrador. El cáncer también se ha convertido en un mito moral de nuestro tiempo, se le toma como la metáfora básica del mal. A cada rato se lee: “el cáncer de nuestro tiempo es la corrupción, el cáncer de nuestra sociedad son los políticos, etc.”. Este tipo de metáforas hacen que asociemos inconscientemente la maldad y la inmoralidad con una enfermedad que carece de una dimensión moral, que es producto del desorden genético en una célula que comienza a reproducirse de manera descontrolada. Entonces, tratar con humor este tema tan delicado era un intento de superar nuestro temor a hablar del cáncer. Nos conviene hablar de él, porque está en la vida de todos —es una enfermedad terrible, por supuesto—, y más vale que la encaremos de frente y con el mejor ánimo posible. Es, aparte, la mejor forma psicológica de sobrevivir a un tratamiento como los que abordo en la novela.

En la mayoría de los personajes de tu libro parece que está latente una constante repulsión hacia lo carnal (entendido como la otredad), desde el ámbito del eros, el desapego, el profesionalismo y hasta la propia negación. Siguiendo esta idea, ¿por qué afirmas que el dolor es conocimiento? ¿Es la enfermedad una forma de redimir la vida?

Es una pregunta muy estimulante. Trato de mostrar en la historia que, para algunos, sí, la enfermedad es una forma de redimirnos, de salvarnos, de cambiarnos; y para otros, puede no llegar a serlo. En general, no me gusta dar interpretaciones sobre los personajes, aunque las tengo, pero cada quien es libre de juzgarlos. Por ejemplo, Teresa de la Vega [personaje de la novela] cambia su carrera profesional y su vida personal por completo a partir del cáncer de mama. Este es un caso de alguien que sí se redime. Con respecto al papel de la repulsión hacia lo carnal, sí creo que hay un reflejo —una crítica incluso— de nuestra sociedad. En el entorno donde yo crecí, justamente el repudio hacia lo carnal se manifestaba, por un lado, en la represión de la vida erótica; por otro, en la distancia enorme que hay entre médico y paciente, que también refleja esa asepsia moral que inhibe el contacto físico entre personas. De la misma forma, hay un desgaste de la vida íntima que se produce a partir del trabajo, el estudio y la represión en nuestra sociedad.

Por tanto, no exploras la enfermedad como una amenaza a la vida per se; sino como el duelo de la persona que alguna vez fue. El dolor —escribiste— “había previsto que aquello era causa perdida, que nadie estaría dispuesto a sufrir —aprender— lo necesario para dejar de ser hombre y empezar a ser Dios”. ¿Esto deriva en una celebración de la muerte? ¿Es una forma de asumir la identidad propia sin la necesidad de la otredad?

El dolor nos confronta con la otredad más cercana, que es el propio cuerpo. Vivimos en una sociedad profundamente dualista. Nuestra ideología y la religión que funda la sociedad occidental divide alma y cuerpo. Por tanto, el cuerpo ha sido un enemigo milenario del alma en busca de salvarse de la carne. El dolor parece ser una muestra inequívoca de esta enemistad. Aceptarlo, lidiar con él, asumirlo como una forma de cambiar nuestra vida es una forma de reconciliarnos con esa otredad sensible que es el cuerpo, y de la que solemos olvidarnos por culpa del exceso de trabajo, los hábitos poco saludables o la propia represión erótica.

En tu artículo para Nexos, “La novena tropical”, destacas la importancia de la música para el ser humano. Sobra decir cómo tu naturaleza melómana se asoma a lo largo del libro. ¿Por qué la música es un lazo vital que ata al cuerpo con el alma?

Antes de abordar ese inmenso tema de la relación entre el cuerpo y el alma en la música —que me parece padrísimo—, me gustaría contar por qué la música juega un papel tan importante en la vida del oncólogo de la novela, el doctor Aldama. Ese médico representa, en muchos sentidos, la enajenación humana que hay en la relación médico-paciente. También nos muestra cómo sobrevive un especialista en el cáncer al desafío de tratar con personas en fase terminal, con gran dolor y desasosiego. ¿Cómo no deprimirse con ese trabajo? Al escribir la novela, me di cuenta de que Aldama no me simpatizaba y que me causaba repugnancia. Necesitaba —para poderlo desarrollar, para poderlo imaginar— un modo de identificarme con él. Fue entonces cuando le compartí mi pasión musical, para que nos lográramos entender, para que me cayera bien de algún modo, para retratar su humanidad a través de algo que me resultaba cercano, es decir, para poder proyectarme en él. La novela representa los afectos y conflictos interiores del que la escribe y, a través de Aldama y de su relación con la música, encontré la forma de expresar la importancia que tiene para mí la música, en especial la de Bach. Me gusta muchísimo la música tropical, la salsa, por ejemplo. Ahora estoy aprendiendo a bailar tango. Esta ha sido una forma de reconciliarme con mi cuerpo, a pesar de ser una persona profundamente intelectual, racionalizadora y sedentaria. El baile me permite conocerme mejor y relacionarme con partes del cuerpo que a veces uno olvida que existen. La música, que es una estructura matemática abstracta convertida en vibraciones del aire, es, a la vez, algo muy sensual, concreto, encarnado. Por esto creo que puede reconciliar cuerpo y alma.

Al igual que en Las mutaciones, en tu ensayo “Si hay dioses en el mundo son anguilas” se puede entender que la pérdida de los sentidos es algo seductor, da calma. Esto conlleva la idea de que la salud no necesariamente deriva en la felicidad, y que la pérdida de esta no es tragedia, sino adaptación. ¿Por qué concluyes que el silencio y la ceguera transforman para bien? ¿Esto deriva en acabar con lo que tú llamas “el apuro por no estar”?

Yo creo que la enfermedad, la pérdida de sentidos o simplemente la extravagancia (la anormalidad) tienen el potencial de abrir espacios de originalidad, de creación, de vivir la vida de una forma diferente. Lo que busco en ese ensayo es imaginar la experiencia del otro, la experiencia de la anguila ciega, un animal extremadamente ajeno a nuestro mundo cotidiano. El ejercicio de imaginar qué se sentiría ser una anguila es una forma de explorar la alteridad y conectarnos con el otro; este es un tema recurrente cuando escribo textos sobre otras especies de flora y fauna. Ahora, de hecho, estoy terminando un pequeño ensayo sobre David Foster Wallace. Me concentré en su crónica “Hablemos de langostas”, donde él hace un ejercicio semejante: va a un festival para comer langosta en Nueva Inglaterra y se pregunta qué sienten las langostas atrapadas en peceras y luego echadas a cocinar vivas en agua hirviendo. En este ensayo, hago el mismo intento de comprender al otro y, de paso, conocerse mejor a uno mismo.

Desde el momento que tomé un ejemplar del libro, lo primero que atrajo mi mirada fue la portada de Alejandro Magallanes. En ella está el retrato de Benito, el irreverente loro que acompaña a Ramón a lo largo de la novela. Dicho personaje flaubertiano encarna un papel que va más allá de un simple lazarillo. Tomando esto en cuenta, ¿piensas que la necesidad de compañía y confianza debe ser buscada más allá del contacto humano?

Sí, totalmente. Lo digo desde la experiencia de alguien que no ha tenido mascotas en muchos años. Me gusta muchísimo salir de la ciudad a explorar espacios silvestres, avistar y escuchar otras especies, o simplemente intuir y saber que están ahí. Me tranquiliza saber que hay otros en el mundo, y recordar que vive cada cual a su manera es algo muy importante para reconocer nuestra singularidad irreducible. Esa convivencia con otras formas de vida nos da cierto sosiego. De hecho, hay estudios de psicología experimental que demuestran que los entornos arbolados contribuyen al bienestar y reducen el estrés, al igual que el contacto con animales. La soledad es una epidemia de nuestro tiempo, el aislamiento, el fracaso de la comunicación entre amigos, familiares, compañeros de trabajo. En la novela, el loro Benito se vuelve amigo de Ramón a partir de la simple compañía, de la presencia. Con eso basta, a veces, para no estar solos.

Una de las cosas que enriquecen tu trabajo es el repertorio de personajes. Desde una noble, pero torpe, trabajadora doméstica hasta un adolescente hipocondriaco forman parte de un catálogo de personalidades tan distintas y, a la vez, tan parecidas. Resulta curioso imaginar el ejercicio dialéctico que tuviste con tus personajes. De esto, surge la duda: ¿En qué medida es autobiográfica tu obra?

No es autobiográfica en el sentido literal, pues prácticamente nada de lo que sucede retrata mi propia vida. Sin embargo, cada personaje refleja, de manera cifrada, mis preocupaciones, conflictos y creencias contradictorias. Todos somos una multitud, como dice Whitman. En cada personaje, me reconozco de algún modo. La literatura es una forma de decir quiénes somos.

Una fuerte terminología de la ciencia de la salud se desliza a lo largo de los párrafos de la novela, respaldada por una prosa bastante amena; sin embargo, la mayoría de tus lectores desconocemos la ciencia médica. Si no eres médico, ¿cómo es que sabes tanto del tema?, y ¿lo utilizas sin intención de embaucar al lector?

Pues me senté a documentarme tanto como pude. Le dediqué mucho tiempo a leer artículos de oncología, de genética, libros de divulgación y especializados. Era importante para mí ser fiel al estado actual del conocimiento médico. Creo que la ciencia puede jugar un papel liberador en nuestra vida, tanto en la dimensión individual como la colectiva. En general, nos permite, por ejemplo, superar enfermedades que antes eran mortales, desde la gripe hasta el cáncer mismo. En el nivel personal, el conocimiento nos da herramientas para tomar decisiones. Saber qué nos está pasando nos permite decidir cómo lo enfrentaremos, y también cómo crear un relato para lidiar con ello. Tener cáncer y no saber cómo opera a nivel celular puede obligarnos a recurrir a explicaciones sobrenaturales muy tortuosas. “Esto es una tragedia, ¿por qué me pasó a mí?”. La respuesta casi siempre es una mezcla de mala suerte y de exposición a factores ambientales de riesgo, como los rayos ultravioleta, el humo de tabaco y otros muchos agentes cancerígenos. Comprender cómo nos afecta este tipo de cosas nos da la libertad de saber hasta dónde vamos a asumir ciertos riesgos. No creo que debamos vivir huyendo de los peligros, pero sí estar conscientes de aquello a lo que nos exponemos.

La búsqueda de un progreso científico también aparece a lo largo del libro. La posibilidad de encontrar una cura para cualquier enfermedad presenta siempre una serie de dificultades en ámbitos que van más allá de lo humano. ¿Cuál es tu postura crítica respecto a lo moral como un obstáculo para el progreso de la ciencia? ¿Qué tanto la ciencia regresa a Dios?

La ciencia no interpreta al mundo por sí sola, siempre se apoya en sistemas de valores, muchas veces asociados con la divinidad. La ciencia no puede, por ejemplo, explicar la relación entre la conciencia humana y la descripción funcional del cerebro. Hay una brecha entre nuestro conocimiento objetivo y subjetivo del mundo. Sabemos que este universo estalló hace unos 13 800 millones de años. ¿Hay un antes de eso? ¿Qué es ese antes? ¿El tiempo surge con este estallido? Hay grandes preguntas para las que no tenemos respuestas.

Es muy peligroso usar la ciencia con fines ideológicos sin darnos cuenta de que lo estamos haciendo, porque entonces podemos caer, por ejemplo, en formas muy virulentas del racismo. En Estados Unidos, eso está pasando muchísimo. James Watson, uno de los descubridores de la estructura del ADN, es un racista convencido y no parece darse cuenta de cómo sus opiniones sesgan la interpretación de datos muy controvertidos con respecto a la medición de la inteligencia entre grupos humanos.

En la novela, cuento la historia de una mutación genética que está íntimamente asociada a la diáspora y persecución del pueblo judío. Algún antisemita trasnochado podría leerla como un caso a favor de su postura, pero es todo lo contrario: nuestra constitución genética es la prueba definitiva de que no hay tal cosa como una “raza pura”. En México, se ha encontrado mujeres sin ascendencia judía reconocida con mutaciones que pueden rastrearse hasta Judá en tiempos bíblicos. El caso de Teresa se inspira en estas mujeres que nos recuerdan el papel valiosísimo que jugó el pueblo judío en la Península Ibérica, así como la forma en que fue perseguido.

Toda idolatría nos empobrece, e idolatrar la ciencia nos puede llevar a cometer grandes errores. La clave de la actitud científica en la vida es asumir que la verdad siempre está en proceso de cambio y perfeccionamiento, es decir, que no hay una sola verdad revelada, fija y perpetua.

No es novedad afirmar que la literatura es un arte que suele carecer de una fuerte remuneración económica; nadie vive de ella. En México, hay un sinnúmero de obras olvidadas a las cuales nunca se les otorgó un espacio de difusión. Durante el proceso creativo de tu novela, estuviste becado por la Fundación para las Letras Mexicanas. ¿Cuál es la importancia de estas becas para poder desarrollar una obra en México? ¿Qué tanto pierde la sociedad cuando no hay este tipo de apoyos?

Es muy interesante, desde el punto de vista de la sociología del arte, el papel que juegan los mecenazgos, los financiamientos, los apoyos privados y públicos a los artistas. Es un tema sobre el que no he pensado tanto como quisiera. Mi experiencia personal es que las becas son valiosísimas; el haber tenido el apoyo de la Fundación para las Letras Mexicanas fue crucial para poderme concentrar en un trabajo que requería mucho tiempo de investigación. En la mayoría de los países prósperos existen apoyos al arte, precisamente porque es difícil, si no imposible, que el mercado asigne recursos suficientes a los artistas que apenas comienzan.

La reproducción digital (de costo marginal cero) de la música, de los libros, del conocimiento en general nos debe llevar a replantear la forma en que se remunera el trabajo artístico. Hacer una copia digital de un libro o de una canción no representa costo alguno. Por tal motivo, puede existir la piratería. ¿Por qué? Pues porque producir copias no cuesta casi nada. Hace falta replantearnos el modo de la distribución de las recompensas económicas por el trabajo creativo: ¿El pago de regalías por ejemplar vendido es la mejor forma de retribuir a los escritores por la escritura de sus libros? ¿Sería injusto reducir la desigualdad de ganancias entre el puñado de autores con superventas y la mayoría que no puede subsistir de la escritura? Hay mucho que pensar al respecto.

Si bien dicha fundación apoya a jóvenes escritores, no es descabellado creer que hay una intención de adoctrinamiento. ¿Hasta qué punto la Fundación para las Letras Mexicanas ejerce un adoctrinamiento en México? ¿Cuál es el valor que se da a las obras que no recibieron dicha instrucción y que, probablemente, se encuentran fuera de ese canon?

Nunca percibí una intención de adoctrinamiento, pero definitivamente hay una influencia de las becas públicas y privadas en lo que se está escribiendo últimamente. La clave está en los criterios de los jurados. Si se valora la originalidad por encima de todo lo demás, por ejemplo, puede terminarse fomentando la experimentación y la innovación, aun cuando no tenga una justificación creativa genuina. Visto desde otra perspectiva, tal vez este sesgo fomente un equilibrio: el mercado recompensará aquello que se demanda más y las becas fomentarán una exploración más arriesgada. Como dije, la sociología del arte es un tema apasionante. Al ser escritor, me cuesta trabajo observar con objetividad cómo funcionan estas dinámicas, aunque sí trato de cuestionar todo el tiempo cómo funciona este medio, para darme cuenta de qué es lo que determina mi trabajo.

A mí, la literatura me ha salvado la vida varias veces. En primer lugar, porque soy un lector, y leer me ha permitido entender un mundo que, en ciertos momentos, resulta insoportable; me ha ayudado a comprenderlo mejor, a ampliar mi experiencia y satisfacer mi curiosidad. En segundo lugar, porque vivo la escritura como una necesidad básica; aunque nunca pudiera ganar un peso como escritor, yo seguiría escribiendo. ¿Por qué? Me hace falta, me siento demasiado solo si no lo hago. El arte es una forma de contacto. La existencia de relatos compartidos nos vincula. El arte hace comunidad. Este poder social justifica el fomento de la creación. Muchas veces, se le reclama al arte que no se entiende, y justamente esa incomprensión es un síntoma de la falta de cohesión social, de la comunidad resquebrajada. Satisfacer las necesidades orgánicas no le da sentido a la existencia. Necesitamos la vida en común para encontrar sentido. La literatura es un lugar para reunirnos.