La creencia en lo que está escrito
en un libro permite sostener y reconstruir
lo real que se ha perdido…
Ricardo Piglia, El último lector

Con esta explicación inicia Ricardo Piglia el capítulo “Cómo está hecho el Ulysses” de su libro El último lector: “El título de este capítulo es un homenaje al escritor y crítico Víktor Shklovski y a uno de los textos que escribió, ‘Cómo está hecho Don Quijote’, que podríamos pensar como un doble de otro ensayo, también fundador y por lo demás muy joyceano, ‘Cómo está hecho El Capote’, de Boris Eikhenbaum”.1

Estas palabras son la muestra perfecta de una línea de pensamiento de Piglia que quiero traer a cuento, porque ahora que ha muerto me parece que es una especie de grandiosa herencia. Me refiero a lo que comenzó a germinar en aquel libro fascinante suyo, Crítica y ficción, de 1986, pero que fue tomando la forma de postulado, propiamente dicho, en El último lector, de 2005. Es verdad que hay tantos Piglias como lecturas se puedan hacer de él y de su obra, pero para mí, el Piglia más importante es el autor de obras cuya vocación es dialogar generosamente con la demás literatura, pero también con la filosofía, la historia (de la que provenía originalmente), la política, las ciencias… La línea que veo que se conecta entre ambos libros es la del autor preocupado por la literatura de cada época, por conocerla y entenderla a profundidad, a la vez que por replantearla. Escribir del que, insisto, es el Piglia con el que me quedo, es compartir lo que me parece su postulado poético y que puede ser una de sus más importantes herencias.

Ricardo Cavolo

Ricardo Cavolo

Crítica y ficción no es cualquier compilación de entrevistas y conversaciones, es una cuidadosa selección de luminosos diálogos imaginarios entre Piglia e inteligentes interlocutores que se habrían dado en periódicos, revistas o congresos literarios, en ciudades de Argentina y Estados Unidos, desde los años setentas hasta los noventas. Un maravilloso ejercicio de imaginación. La cosa es que después, Piglia habría acomodado la selección de tal manera que, al leer las primeras entrevistas, parece que va a estar hablando nada más de sus libros y de su forma de escribir en relación con la obra de autores argentinos, como Roberto Arlt, Macedonio Fernández o Borges, pero pronto van apareciendo frases llenas de luz, como “la literatura trabaja con los límites del lenguaje, es un arte de lo implícito”2  o “cuando uno dice ideología en literatura, está hablando de formas, no se trata de los contenidos directos, ni de las opiniones políticas”,3 con las que empieza a tejer una red que yace en el subterráneo de los temas de las entrevistas, o mejor dicho, empieza a jalar hacia el fondo todas las preguntas que le formulan, por ejemplo, sobre Borges y la literatura inglesa, o sobre Arlt y Los siete locos, de modo que termina trayendo hacia el centro de su propuesta todos, o la gran mayoría, de los temas. Todo lo que le preguntan parecen cuestiones que navegan por una superficie y él las lleva al fondo, allí donde yace su propuesta y donde obtiene respuestas que salen teñidas, selladas, de su planteamiento sobre la importancia del diálogo fecundo entre la obra literaria con las otras obras de su tiempo y con las literaturas que nos preceden en lo mediato, pero también en lo más remoto.

Dice Piglia que “un escritor no inventa, está metido en la tradición y trabaja con lo que la tradición le da”,4 y más adelante lo precisa con un ejemplo: “Lo que dice Borges es que no seamos tan contemporáneos: no nos entusiasmemos tanto con la idea de que estamos todo el tiempo produciendo cosas nuevas cuando en realidad no hacemos más que repetir”.5  Bastaría con repensar estas dos afirmaciones una y otra vez para ver que encierran el corazón de la propuesta de Piglia. La única originalidad a la que puede aspirar un escritor, lo parafraseo, es a la de tomar singularidades que forman parte de esta literatura o de aquel género, y fusionarlas. Y a lo largo de las entrevistas, se encarga de demostrarlo. Especialista en Borges, echa mano de cuentos de éste para mostrar cómo tal personaje o tal anécdota son ecos de otros anteriores; cómo, por ejemplo, el detective del cuento “La muerte y la brújula”, que resulta ser la apropiación del típico detective inventado por Allan Poe en “La carta robada”, pero con la adición de que el detective borgeano (allí la transformación, a partir de la fusión de géneros) padece de algo que lo conducirá a la muerte: debido a su enfermedad de los libros, no cree sino en la palabra escrita, y eso lo terminará arrastrando a su fin.

Ahora bien, Piglia lleva esta propuesta del espacio de la pura escritura hacia la lectura. Utiliza nuevamente a Borges. Explica Piglia que, en el momento en que aparecieron los libros de Borges, no fueron recibidos como era debido —y de hecho no lo fueron—. Había que realizar una operación en la que la fusión de tradiciones juega un papel fundamental. Se trata ya no nada más de escribir, sino de crear los lectores necesarios para la debida recepción de una obra (en todo esto hay una pista del origen de El último lector). Labor del crítico literario, desde luego. Borges, dice Piglia, “para construir el espacio en el cual sus textos pudieran circular era necesario que explicara cómo podía ser otra lectura de la narrativa. Su lectura perpetua de Stevenson, de Conrad, de la literatura policial, era una manera de construir un espacio para que sus textos pudieran ser leídos en el contexto en el cual funcionaban. Esto es para mí lo que hace un escritor cuando hace crítica”.6  Más claro ni el agua: el escritor no sólo debería pensar en la escritura como la fusión de las tradiciones, sino en cómo crear el contexto para que su obra se lea como es debido. Esto, continúa más adelante, “es lo que yo llamo lectura estratégica: un crítico que constituye un espacio que permita descifrar de manera pertinente lo que escribe”.7

Esta operación borgeana era necesaria porque, en los años del autor de El Aleph, “no era muy popular […] decir que la novela policial era más importante que la novela de Marcel Proust. Pero no importa si tenía razón o no. No importa si era injusto con Marcel Proust. ¿Qué importa eso?

Lo que importa es la dirección en que estaba leyendo, en función de qué estaba leyendo”8 (de nuevo una semillita de El último lector).

Piglia, en resumen, habla del escritor como crítico, del escritor como un interlocutor con las demás obras (como él mismo con sus entrevistadores), y del único papel posible del escritor: una especie de dj de las literaturas. Para mí que todas estas propuestas centrales provienen de lo que el propio Pigila cita repetidamente en más de dos de estas entrevistas: el texto Sobre la evolución literaria del formalista ruso Yuri Tyniánov. Éste, plantea Piglia, es el Discurso del método de la crítica literaria. A partir de ese ensayo de 1927, dice Piglia, “la obra y la literatura dejan de ser vistas como una suma de procedimientos y comienza a analizarse la función de los procedimientos, y los cambios históricos de esa función”.9 Tyniánov va, pues, más lejos de lo que habían venido haciendo los formalistas rusos, que se limitaban a analizar cómo estaba construida la obra y punto. No, dice Tyniánov, hay que pensar que, dependiendo de la época, los procedimientos literarios (figuras retóricas, estilos, extensión de la obra, soporte de la misma) tienen funciones sociales, así que cuando se les reproduce en la literatura tienen un diálogo nada casual con la realidad. Y, dice Piglia, “el cambio de función sólo puede analizarse teniendo en cuenta las relaciones de la serie literaria con la serie social”.10

Ricardo Cavolo

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La serie, palabra clave en todo esto, por eso la subrayo, es quizá el centro del que se desprende toda la gran propuesta pigliana que estoy queriendo destacar en este texto. Para entenderla, hay que ir directamente a Tyniánov. En uno de los párrafos iniciales de su texto, plantea que

la “tradición”, noción fundamental de la vieja historia literaria, es apenas la abstracción ilegítima de uno o varios elementos literarios de un sistema en el que se emplean y donde desempeñan determinado papel. Se le otorga valor idéntico a elementos de otro sistema donde su valor es diferente. El resultado es una serie unida sólo ficticiamente, que tiene la apariencia de entidad.11

Ya aparece allí la palabra serie y va a ser la constante del texto de Tyniánov. Si desmonta la idea de una tradición, lo hace gracias al concepto de serie: éste le permite agrupar en una manera de menos bulto las partículas de ciertas líneas que devienen tanto dentro de los géneros, como dentro de cada obra en específico. Así que si se determinan las series que componen determinadas obras y cómo funcionan en su interior, es más fácil entender no solo cómo funcionan, sino cómo se comunican con la serie social: allí me parece que se ancla en toda su magnitud la propuesta de Tyniánov que Piglia rastrea muy bien, para después conectarla de forma espléndida con obras de todas las épocas, primero en las entrevistas y luego en El último lector.

Sigamos entendiendo a Tyniánov. En el mismo texto, precisa que “el sistema de la serie literaria es ante todo un sistema de las funciones de la serie literaria, que, a su vez, está en constante correlación con las otras series”.12  Las funciones que existen y que se pueden rastrear en toda la literatura son muy importantes para definir las series dentro de la obra, pero, ¿a qué se refiere Tyniánov cuando habla de otras series? Él mismo lo despeja: a la vida social, la cual, dicho sea de paso, no tiene otro modo de entrar a la literatura más que por su aspecto verbal. ¿De qué otro modo, si no a través de su textura verbal, la vida puede tomar vida en la obra literaria?

Las series son el corazón de la propuesta de Tyniánov y las series son las que, sin hacerse demasiado explícitas, están presentes discreta, pero sólidamente a lo largo de toda la propuesta de Piglia. Hay otro párrafo de Tyniánov que es como una bisagra múltiple que conecta a Piglia con las obras de las que abreva y a sus obras con las que las anteceden: a Piglia con Borges, a Piglia con Tyniánov, a Piglia con Renzi… Escribe Tyniánov:

La función constructiva, la correlación de los elementos en el interior de la obra, reducen “la intención del autor” a nada más que un fermento. La “libertad de creación” se presenta como una consigna, pero que no corresponde a la realidad y cede su lugar a la “necesidad de creación”. La función literaria, la correlación de la obra con las series literarias, perfecciona el proceso de sumisión.13

¿El autor como un cuasi títere en manos de la pesadas relaciones entre funciones literarias, series literarias y series sociales? La respuesta, afirmativa desde luego, está detallada en El último lector, un libro de seis ensayos dedicados principalmente a cómo se configura en un lector el acto de leer, pero no únicamente a la manera en que lo acabamos de ver con Borges, sino que se preocupa por ver a los escritores como lectores antes que nada. Pero no habla Piglia de cualquier escritor. Hace un recorrido por la forma en que Kafka leía y, en consecuencia, cómo fundía, dijéramos, las series literarias con las series sociales de su tiempo (series que entendía a partir de su propia experiencia), y cómo, finalmente, las mezclaba en sus libros. Habla también, claro está, de Borges y de cómo hizo de escritor y crítico literario a la vez para construir el lector adecuado para su obra. Habla igual del Che Guevara… ¿Y qué hace él ahí? Piglia configura al guerrillero a partir de la forma en que leía. Llega a afirmar que el Che construye una nueva subjetividad, no tanto debido a lo que hizo con las armas, sino a lo que hizo afuera de la batalla: en los momentos de tranquilidad de la guerrilla, cuando todos se echaban a dormir, él se apartaba a leer y a tomar notas de lo que veía. Era un enamorado de la guerrilla y vivía para ella, mas no para el triunfo por venir.

Allí está el acto en que se construye esa subjetividad que dice Piglia, allí donde lo que importa es la guerrilla, la lucha infinita.14 Piglia deja para el final del libro, lo que no es casual, hablar de la lectura desde el punto de vista de la Anna Karenina de Tolstoi y del Ulysses de Joyce.

De sus consideraciones sobre Anna Karenina quiero destacar el papel que Piglia encuentra que Tolstoi le atribuye a la lectura femenina, principalmente a la de novelas. A diferencia de la lectura femenina bovariana, que consiste en leer para creerse alguien distinto a quien se es, la lectura kareniniana se trata de leer para ampliar la visión del mundo, para viajar: ahí está el momento en que la protagonista se sube al tren y va leyendo una novela; es la metáfora perfecta de la lectura de novelas en Tolstoi: leer es viajar.15

 

Ahora bien, es diferente lo que pasa con el Ulysses de Joyce. En ese ensayo, donde Piglia sigue el tema de la lectura femenina, hace notar que Molly es la mujer que engaña al marido con un amante y toda ella encarna al tipo de lectora que fusiona la palabra con el cuerpo. Ella lee, desnuda o en calzones, acostada en la cama, noveluchas de pésima calidad y alta pornografía, y como se le olvidan los libros entre las sábanas, la mañana siguiente aparecen tirados entre los calzones y el orinal de filo amarillento y pegajoso. Esa es la apasionante lectora femenina que plantea Joyce, pero Piglia resalta igualmente el otro gran elemento de la novela: el diálogo directo con la Odisea. Si en el origen del mito griego Odiseo es el héroe que viaja y Penélope es la mujer que espera, en el Ulysses, Bloom es el sujeto de la modernidad que no solo puede viajar a través de los libros y Molly es la mujer que, a través de los libros, encuentra lo que en la vida no termina de satisfacerla. Esta gran novela que convierte el mito homérico en presente es la demostración rotunda de la propuesta que Piglia reconstruye a partir de Tyniánov y que expande como se ve en las entrevistas de Crítica y ficción y como queda de manifiesto en El último lector, una de cuyas premisas más interesantes es que una forma de construir la subjetividad moderna es a partir de cómo se lee. Si somos modernos, es gracias a que leemos. Y Joyce vendría a ser el gran resumen del planteamiento según el cual el escritor no inventa, sino que recrea la literatura precedente, y de que el escritor es esencialmente un lector. ¿Cómo se puede tomar esta o aquella serie literaria y social? ¿Hay alguna otra forma que no sea leyendo? La respuesta es evidente.

Quisiera cerrar volviendo al comienzo, que también es el final. Piglia puso al cierre de El último lector su ensayo sobre Ulysses y lo cerró con el párrafo con que abrimos este texto: “El título de este capítulo es un homenaje al escritor y crítico Víktor Shklovski y…”. Pues bien, el inicio de ese texto es el mismo con el que estamos cerrando, porque el inicio del último texto de El último lector es la síntesis de su propuesta. No es un acertijo, es lo más espléndido de lo que me parece que Piglia nos ha heredado en estos dos libros, cuya propuesta no termina ni comienza, sino que obra con el ejemplo al dialogar, dialogar y dialogar. Ese es el último Piglia con el que me quedo.

 


1 Ricardo Piglia, El último lector. México, Debolsillo, 2015, p. 149.

2 Ricardo Piglia, Crítica y ficción. México, Anagrama, 2015, p. 54.

3 Ibid., p. 82.

4 Ibid., p. 162.

5 Idem.

6 Ibid., p. 155.

7 Idem.

8 Idem.

9 Ibid., p. 65.

10 Idem.

11 Yuri Tyniánov, “Sobre la evolución literaria”, en Teoría de la literatura de los formalistas rusos. México, Siglo XXI, 2010, p. 125.

12 Ibid.

13 Ibid., p. 135.

14 Vid. Ricardo Piglia, El último lector, pp. 116-118.

15 Ibid., pp. 135-136.