La identidad ha sido estudiada desde múltiples disciplinas —la antropología, la sociología, la psicología y la semiótica, por mencionar algunas—, pero su definición sigue siendo objeto de controversia, sobre todo en su relación siempre conflictiva con el sujeto y con la cultura.1

En estas páginas no me propongo ahondar en las diferentes aproximaciones a la identidad (¿es un rasgo esencial e invariable o una construcción?; ¿es un producto social o, por el contrario, algo subjetivo e individual?; ¿es una serie de rasgos observables, medibles incluso, o un sentimiento?; ¿es todo o nada de esto?), antes bien intentaré ensayar una ruta de entrada al problema desde lo lingüístico, si se me permite concederle este título a mis divagaciones.

Siempre que tengo que escribir —entendiendo esto no como obligación, sino como un acto voluntario, necesario incluso—, una de las primeras cosas que hago es consultar el diccionario etimológico, para confirmar si mis hipótesis tienen sustento. Según el Diccionario etimológico español en línea,2 “identidad” proviene del latín identitas, y este de idem (“lo mismo”). El concepto de identidad encierra, de acuerdo con esta definición, una dualidad intrínseca: se es lo mismo en el sentido de ser uno mismo, por contraste con otros, pero también se es por similitud con otros. Sólo así se entiende que nos movilicen o identifiquen, al igual que a tantos otros desconocidos, cuestiones tan heterogéneas como un terruño, una bandera —a los futboleros una playera—, una entonación, unos acordes, un sentido del humor y hasta unos ciertos olores y sabores. Nos guste o no, y sin caer en afanes nacionalistas, somos como otros. Y nos une el espanto, también hay que decirlo.

Reflexionar sobre la identidad, además, me llevó a los días de infancia, y más concretamente a la hora de la siesta, cuando los más chicos ingeniábamos nuevas formas de matar los momentos de tedio mientras los adultos descansaban. Aparte del juego —porque por supuesto, a pesar de las advertencias, nos escapábamos a jugar—, la lectura para mí fue una maravillosa vía de escape, así como un medio de contacto privilegiado con otros (con el Otro) y conmigo misma.

Aquellas siestas descubrí al Dr. Jekyll y a su doble siniestro, Hyde (todavía hoy la identidad es aquello que muchos asocian con lo oculto, que, aunque uno se esfuerce por mantener acallado, termina saliendo a la luz); a Frankestein, concebido en una fría camilla, hecho de desechos humanos (no confundir los parónimos, aunque el desecho sea lo que ya fue hecho y deshecho, y quizá lo que vuelve a hacerse y a ser, como en este caso); a Dorian Grey, con su sospechosa belleza (quién diría que, muchos años después, Instagram se convertiría, para millones de personas, en el cuadro o espejo de sus vanidades); y, cómo no mencionarlo, a Ripley, ese inquietante personaje de Patricia Highsmith que, camaleónicamente —o como una serpiente que muda de piel, cabría decir—, deja atrás su pasado de don nadie para transformarse en otros, en todos aquellos cuya vida envidió y fagocitó. En todos estos personajes, más allá de las tramas y de las diferencias, hay una pregunta acerca de la identidad. Pregunta que me fascinó desde pequeña.

Aunque, desde el primer berrido, lo que parece definirnos es el nombre —luego se sumarán los hipocorísticos, sobrenombres, apodos, motes o alias: todos ellos, definidos con precisión en el citado diccionario etimológico—, lo cierto es que nadie es del todo peculiar; todos somos el ídem de algún otro, breves notas al pie, citas de otras citas que buscan alcanzar el rango de texto principal (a la manera de Ripley), y que no siempre lo logran.

El alias, el nombre que habitualmente se asocia con el campo de la delincuencia, aquel que los criminales adoptan y superponen al suyo —es decir, el que les fue impuesto por los padres, por el calendario o por el registro civil—, hunde sus raíces en alter (“otro”), palabra que —no puedo evitarlo— me dispara otras asociaciones que oscilan entre dos extremos: el de alianza y el de alienación. El aliado es ese otro que se hace uno con nosotros sin perder su individualidad, mientras que el alienado o enajenado es quien se deja llevar por el deseo monstruoso de ser otro, olvidando (queriendo olvidar) a quien realmente es (permítaseme el pleonasmo o la ingenuidad). De nuevo, a la Ripley. O peor aún: como Alien, el octavo pasajero —la película de Ridley Scott, de 1979—, ese parásito alienígena que se apropia, literalmente, de los cuerpos ajenos para satisfacer su voraz supervivencia. La identidad, a lo mejor, tiene algo de parasitario, ese buscar perpetuarse morfándose a otro —diríamos, coloquialmente, en Argentina—, apropiándose de él, transformándolo y transformándose.

Porque la identidad no parece algo rígido, esencialista y predeterminado, sino una obra en continua construcción o un continuo construirse: múltiple, fragmentaria, dinámica y aun contradictoria. “¿Quién soy?”, “¿Por qué soy como soy?”, ¿“De dónde vengo y a dónde voy?” son preguntas muy complejas que todos nos hemos formulado alguna vez —palabras más, palabras menos—, y que quizá nunca podamos responder. Yo, por ejemplo, sé que nací en un pueblo al este de la provincia de Córdoba, en el centro de Argentina. El azar de la ubicación geográfica —no sé por qué, y probablemente tampoco pueda saberlo— se lo debo a mis antepasados, “bajados del barco” desde algún lugar del norte de Italia a fines del siglo XIX. De ellos me quedaron más preguntas que respuestas. (Del carácter, las costumbres y los estereotipos del “gringo”, como allá se llama a los italianos y a sus descendientes, prefiero no hablar; tampoco de esos años nebulosos de adolescencia en que, como cualquiera, experimenté el “encontronazo” con el otro y busqué afanosamente saber quién soy. Por supuesto, aún sigo sin saberlo del todo.)

Independientemente del lugar (primero el pueblo; a los 18 años, Córdoba, a donde me mudé para descubrir y descubrirme en la universidad; luego Madrid, a donde llegué para seguir estudiando y a donde volví para algo más que estudiar; por último, México, a donde me movió la esperanza y desde donde escribo estas líneas), independientemente de los kilómetros recorridos y del tiempo transcurrido, parte de mí siempre estará en aquel pueblo de mis primeros años. Mi voz me delata: para un porteño (el nacido en la capital de mi país) soy una cordobesa de pura cepa; para los cordobeses soy “del interior” (del interior del interior —no sé si se darán cuenta—, como en un juego de cajitas chinas: hablando de la identidad y de sus recovecos, o de metáforas imposibles). Cuánto pesa la mirada ajena en la identidad.

Es probable, también, que ninguno de nosotros sea uno, sino muchos dentro de uno. Y en ello la palabra juega un papel fundamental. El discurso —es decir, la lengua en acción, en un contexto determinado, simplificando mucho— siempre es diálogo, no monólogo: cuando digo yo, estoy diciendo “el que en estos momentos está hablando”, por oposición al , que designa al otro participante del hecho comunicativo, que puede (y así suele ser) convertirse en yo. Y, claro está, puedo referirme a él/ella/ello, aquello de lo que se habla.3 Siguiendo con los pronombres, una seña de identidad mía, quizá la más evidente, que me hermana con otros que usan mi misma variedad lingüística, allá lejos, en el sur, es el uso del pronombre vos en lugar de ; los pocos años que llevo en México, o —estoy casi convencida— la llegada de un hijo mexicano, están moviendo los cimientos de lo que yo creía inmutable, el sistema pronominal, para hacerle un lugar amoroso al , que convive en extrañas amalgamas sintácticas con el vos de toda la vida: un que ahora es yo, o un yo que es más que nunca, y que me recuerda a una frase luminosa de Ricardo Piglia:4 “inmediatamente construimos un lenguaje común, un idiolecto, un idioma privado que sólo hablan dos personas y que ha sido siempre para mí la condición del amor”. En mi caso y en mi casa, somos tres los que inventamos día tras día este idiolecto entrañable.

En ese marco, puede parecer que, cada vez que tomamos la palabra, nos convertimos en una especie de demiurgos que mueven a voluntad los hilos del discurso o unos actores que representan continuamente un papel: no es tan así. Como afirman María Marta García Negroni y Marta Tordesillas Colado,5 hay al menos dos concepciones en torno de ese acto llamado “enunciación”: la que considera que debe distinguirse entre el sujeto real, empírico, y el sujeto intradiscursivo (de lo que da cuenta el análisis del discurso francés), y la que postula que, en todos los casos, es el sujeto hablante, movido por cierta intención, quien aparece reflejado en su discurso (según la pragmática de origen anglosajón). Sobre esto no puedo ofrecer una respuesta concluyente, por lo que no es descabellado suponer que incurriré en algunas contradicciones a lo largo de este texto, pues sigo dándole vueltas al asunto. (Pienso en la afirmación de Roland Barthes6 de que en el discurso es posible rastrear una personalidad o carácter, o de cómo el orador debe adaptarse a su público para elegir el tono y los argumentos más certeros, y me sigue costando desligar al ser de carne y hueso del ser de palabras.)

Lo que me queda claro es que, al poner a la lengua en acción, nuestros mensajes no son sólo “nuestros” —en ellos habitan siempre otras voces— ni traducen de manera transparente una intención. Asimismo, ocurren muchas otras cosas: podemos implicarnos o tomar distancia de lo dicho, manifestar una cierta actitud frente a esto y elegir proyectar un determinado “carácter” (como sostenía ya Aristóteles en la Retórica, I, 136, a7), con el fin de mostrar credibilidad y, en última instancia, lograr empatía, mediante un tono adecuado con la situación: profesional o íntimo, afable o agresivo, experto o inexperto. Para Aristóteles, la persuasión va de la mano no sólo del pathos (“las pruebas” que buscan suscitar emoción en el otro) y del logos (todo aquello con lo que se intenta influir en el destinatario por la vía intelectual), sino de ese ethos o modo de ser que se deriva del acto mismo de enunciación, una especie de “autoficción” (según Christian Plantin)8 gracias a la cual mostramos o representamos discursivamente la cara más conveniente.

Todo eso somos, todo a la vez: cada discurso es la puesta en marcha de una “escena”, donde se encarna de algún modo un ethos.9 Incluso somos lo que nos empeñamos en no ser, pues el destinatario no crea sus representaciones en una tabula rasa, sino a partir de una imagen previa acerca de nosotros, de un ethos prediscursivo10 asociado con nuestra reputación, por lo que son frecuentes los desajustes entre el ethos “ambicionado” y el realmente producido, que escapa, así, de nuestro control (miren a los políticos, si no).

Desde otra orilla teórica, la de la pragmática sociocultural —porque el análisis del discurso francés fija su mirada en el interior del discurso y no en la dimensión interpersonal, la de los usuarios reales, como decíamos bastante esquemáticamente—, ese modo de construirse mediante la palabra —pero también con el silencio y con otros códigos semióticos— es siempre intencional y atribuible a un sujeto hablante.

Cuando usamos la palabra, en cierto modo actuamos, porque no somos máquinas que simplemente codifiquen o decodifiquen mensajes. Baste, como prueba, un botón: muchos de nuestros intercambios comunicativos dicen sin decir (a partir de un gesto o una mirada) o dicen más de lo que dicen: implican y connotan; nos mueven a realizar inferencias a partir del contexto. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la ironía, que debe ser entendida no como una mentira, sino como una puesta en escena que hace hablar a otro, al alter ego que ridiculiza una postura que no comparte pero que finge compartir, como insiste Graciela Reyes.11 Esto requiere de complicidad con el interlocutor, puesto que la interpretación de este “hacerse el tonto” o de este “decir lo no dicho” demanda múltiples conocimientos compartidos.

Toda interacción comunicativa responde al afán de lograr la cortesía, es decir, de crear, mantener o reforzar la “afiliación” a un grupo (que por ello se conoce como “endogrupo”), o bien de cortar los lazos con él o de tomar distancia de un “exogrupo”. Al hacerlo, claro está, “los participantes adoptan roles relativos a la posición del otro […] [que] varían de acuerdo con la dinámica de la situación actual y de acuerdo con cómo cada interactuante se ubica a sí mismo y a los demás”, advierte Diana Bravo.12 Según esto, la imagen social se construye siempre a partir del otro y es, en gran medida, “consensuada”.

A pesar de que la imagen cuenta con mala fama —sin ir más lejos, la convocatoria a publicar en este número de Opción sugería una oposición entre identidad e imagen, que coincide con la idea común acerca de la identidad como lo subjetivamente profundo, tal vez inaccesible, que hay que esforzarse por develar, en contraposición con la imagen, equiparada a lo superficial, “la cáscara” o lo “cómodo”, que aflora espontánea o irreflexivamente—, lo cierto es que, lingüísticamente hablando, nos guste o no, todos nos ponemos una máscara acorde con la situación o con el interlocutor y nos desplazamos con soltura por los más disímiles escenarios.

No sólo eso: si se me permite una nueva digresión, lo anterior me recuerda que muchas veces es lo periférico, el detalle secundario o aparentemente trivial, inconsciente, lo que define a algo, a alguien, como original. Retomo, para hacerlo más claro, a Elvira Arnoux,13 quien, citando a Carlo Ginzburg y al método de atribución de autoría de los cuadros antiguos de Morelli, que relacionaba con la metodología del análisis del discurso, afirmaba lo siguiente:

rastreaba para ello las señales que poseían la involuntariedad de los síntomas y de la mayor parte de los indicios: eran los detalles menos trascendentes y por lo tanto no influidos por las escuelas pictóricas, como los lóbulos de las orejas, las uñas, etcétera. Morelli afirmaba que, paradójicamente, “a la personalidad hay que buscarla allí donde el esfuerzo personal es menos intenso”.

Recontextualizando la cita, no sería descabellado suponer que sólo a partir de indicios es como muchas veces se nos revela la identidad.

De todo ello se desprende, contra la opinión común, una vez más, que la “imagen virtual”, la que mostramos en las redes sociales, es, en realidad, una más de las múltiples facetas que tenemos, y no algo así como nuestro verdadero ser (agresivo, alienado, falso, pretencioso), ni, mucho menos, una mera “cáscara” superficial. La identidad, en la web, funciona de modo similar a la identidad off line: todos tenemos una “fachada social”, aun en el ciberespecio, en contraste con el ámbito de la intimidad (lo que Goffman denomina self, por oposición —o superposición— con la identidad social o face),14 y en todos los casos la identidad —al menos, pragmáticamente hablando— se construye en y gracias a la interacción, “por el uso social del lenguaje y por la sensación de pertenencia a una comunidad, sea esta real o virtual”, como recalca Francisco Yus.15

Una prueba de lo anterior es que, aun en los difusos límites del ciberespacio, manejamos unas reglas de cortesía específicas (ya se habla hoy de “netiqueta”), formamos comunidades con intereses y modos de aproximación y de comunicación similares (endogrupos cibernéticos), cristalizamos múltiples y fragmentarias identidades,16 y hasta nos bautizamos con un nombre-alias más del gusto propio, tan válido y distintivo como el oficial. En todos los casos, sea lo que fuere que signifique esto, y retomando la convocatoria de Opción, “nos trascendemos”, porque valernos de la lengua es eso: ejercer el derecho a tomar la palabra aprovechando un legado, del que nos alimentamos, al que alimentamos y al que convertimos, de algún modo, en algo nuevo. Sólo así la lengua vive, y nosotros con ella.

Como Frankestein, como Dorian Gray, como Jeckyll-Hyde, como Ripley, nuestra identidad lingüística está profundamente atravesada por un haz de dimensiones: los modos de ejercer la palabra, la forma en que nos representamos, la sujeción al deber ser o el deseo de transgredirlo, lo que buscamos lograr en el otro. Y nuestra lengua cobija retazos de existencia (la nuestra y la de quienes nos antecedieron): el recuerdo cálido de una casa o de un abrazo, la persistencia o la fugacidad de una mirada, un mundo visto o imaginado, una frase dicha o callada, una palabra por descubrir o por descubrirle a alguien.


1 Patricio Guerrero Arias, La cultura. Estrategias conceptuales para entender la identidad, la diversidad, la alteridad y la diferencia, Escuela de Antropología Aplicada UPS-Quito-Ediciones Abya Yala, Quito, 2002, p. 97.

2 Disponible en http://etimologias.dechile.net/?identidad.

3 Estoy parafraseando muy libremente a Émile Benveniste, “El apartado formal de la enunciación”, en Problemas de Lingüística general II, Siglo XXI Editores, México, 1979, p. 85.

4 Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, Anagrama, Barcelona, 2015, p. 140.

5 La enunciación en la lengua. De la deixis a la polifonía, Gredos, Madrid, 2001.

6 Investigaciones retóricas I. La antigua retórica, Ediciones Buenos Aires, Buenos Aires 1982 [1970], p. 17.

7 Aristóteles, Retórica, Gredos, Madrid, 1982.

8 Les bonnes raisons des émotions. Principes et méthode pour l’étude du discours émotionné, París, Peter Lang, apud María Cecilia Pereira, “Las escenas de enunciación, el ethos y el pathos. La perspectiva del análisis del discurso”. En M. C. Pereira (coord.) y V. Zaccari y M. Barreiro (eds.), En torno del análisis de los discursos, Cátedra de Semiología de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, p. 80.

9 Dominique Maingueneau, “El ethos”, en Análisis de textos de comunicación, Nueva Visión, Buenos Aires, 2009.

10 Dominique Maingueneau, “Problemas de ethos”, Pratiques, núms. 113-114, junio de 2002, pp. 55-67.

11 Los procedimientos de cita: citas encubiertas y ecos, Arco Libros, Madrid, 1994, p. 55.

12 “Pragmática sociocultural. La configuración de la imagen social como premisa sociocultural para la interpretación de actividades verbales y no verbales de imagen”. En F. Orletti y L. Marianotti (eds.), (Des)cortesía en español: Espacios teóricos y metodológicos para su estudio, Università degli Studi Roma Tre, Roma, 2010, pp. 19-47.

13 Análisis del discurso. Modos de abordar materiales de archivo, Santiago Arcos Editor, Buenos Aires, pp. 20-21.

14 Goffman, La presentación de la persona en la vida cotidiana, Amorrortu, Buenos Aires, 1987 [1959]. Vemos que la denominación misma de “identidad personal” (self) remite, en inglés, a la idea con la que abríamos este texto y, a su vez, a una de las acepciones, etimológicamente hablando, de “identidad”.

15 “La presentación de la persona en la web cotidiana”. En Ciberpragmática. El uso del lenguaje en Internet, Ariel, Barcelona, 2001, p. 24.

16 F. Yus, op. cit., p. 26.