Algunos niños empezaron a embriagarse apenas pudieron. Salían del campo, heridos y cansados, y se curaban el susto escupiéndose alcohol en las espaldas. Pronto encontraron gusto en la punzada caliente: comenzaron a beberlo juntos y a veces solos en el terreno de los sauces muertos. Se quedaban dormidos debajo de ellos, sin advertir el riesgo de que cualquier día, con el viento, fueran a derribarse y caerles encima.

Ya casi no había agua en los filamentos. Cada árbol estaba sostenido únicamente por los raigones más profundos, que murieron allá en lo oculto buscándola. La tierra se había secado en pocos años y por eso estaba dura y bien asentada sobre la sed de las raíces. La sed de los niños también se hallaba escondida en ese rincón del pueblo. Juntos niños y ramas, vómitos y lágrimas, los despojos de todos esos que eran empujados a la vida veloz y breve.

Los niños borrachos hablaban nombrando cosas sabias, pero no sabían lo que decían porque de improviso enunciaban el golpe de la emoción que los atravesaba. Sus discursos se asemejaban a las primeras palabras de un niño que tiene hambre o que extraña algo o a alguien: formulaban con ruido la experiencia, la pura sensación. A todos sus escuchas los recorría la sensación de estar presenciando el origen del lenguaje mismo. Quizá por eso, sin que supieran bien por qué, cuando eran traspasados por el silencio, una oculta nostalgia los invadía.

Como pasa con los idiomas que inventan los niños, al amoldarse al resto del mundo, al tomar una verdadera forma, algo de pasión, de pureza del primer murmullo se perdía. Las palabras eran sólo palabras y a veces confundían más que el llanto, la risa o el temblor que acompañaba al primer intento de un niño para enunciar el agua ante la sed, el amor ante la madre, el hambre ante la nada.

El idioma que los niños borrachos habían escuchado al nacer era de acero y hierba, imitaba el correr del agua, las voces de los árboles que en días de viento parecían un mar intercambiado por instantes con el cielo. Ahora y desde hacía tiempo, los nuevos dueños habían instaurado el idioma de los Otros. Y si un niño imitaba el sonido de un río seco para decir “Me siento solo”, lo callaban y en la iglesia el sacerdote mencionaba el gran fuego que asediaba a los rebeldes. La culebra que había fundado ese pueblo desovando fue convertida en la Culebra de un tal Satanás, un hombre con cornamenta, rojo como la sangre, que hacía pecar a todos obligándolos a hablar como salvajes, a reproducir el ruido de las cosas. Pecar era murmurar con indefinibles vocales híbridas intentando expresar el sentimiento de la pérdida (sonido fugaz, más parecido al eco, al rumor, a los crujidos); se pecaba si la palabra cantada intentaba articular el júbilo de la risa (palabra tímida, sin estruendo, larga en A, corta en I, dicha sin usar los dientes, porque en esas blancas barreras podridas la alegría podía extraviarse antes de salirse de la boca). Pero Dios, Dios era la civilización y la cura, decía el sacerdote, la medicina para todas las cosas y hablaba la lengua de los Otros.

El idioma de acero y hierba comenzó a parecer el idioma que canta la mala sangre, porque ya hacía años que cuando un niño o un viejo hablaban su lengua materna, alguien lo golpeaba y entonces su voz ya no decía “agua”, decía “rojo”, decía “duele”. Llegó el desuso y el idioma que mejor hablaron se volvió el lenguaje del secreto y la desobediencia. El idioma de comunicarse entre niños el lugar recóndito para hallar la piedra antigua o el extraño ramo de orquídeas ya floreadas para vender a los extraños. El idioma para preguntarse: “Si estas tierras no tenían dueño ni precio, ¿por qué ahora debemos a Dios nuestras cosechas?”

Se eleva el sol, los orines se evaporan y el vaho caldea, con un olor a hígado, la arena. Los niños borrachos descansan su sed en las siestas, son llagas andantes, tiznadas, ensombrecidas.