Existen ocasiones en las que la música trasciende su ámbito como arte y se convierte en sacra historia personal. El simple recuerdo de unas primeras notas predispone a desplegar, en el alma de quien las evoca, imágenes rayanas en lo sublime.

Una apoteosis resonante de címbalos, triángulos, timbales, trombones y cuerdas en tres cuartos ocurrió en el Palacio de Bellas Artes el pasado 2 de marzo de 2018, durante el primero de los conciertos de la Orquesta Filarmónica de Viena, tras finalizar su interpretación del vals núm. 1 de El lago de los cisnes, de Piotr Ilich Chaikovsky. Preguntas obligadas: ¿Cómo una obra de repertorio, tan interpretada, llevada y traída, puede causar ese furor, cual si fuese un estreno mundial? ¿Qué extraño sortilegio logra excitar la sangre, embalar todo preconcepto y, cual síndrome de Stendhal, precipitar sollozos?

Apenas era el primero de tres conciertos de Gustavo Dudamel al frente del mejor conjunto orquestal del mundo, desde luego junto a su rival y hermana: la Filarmónica de Berlín. Sin embargo, la Filarmónica de Viena es sinónimo de tradición y excelencia, un modelo que les permite a los músicos que la integran elegir a los directores que los conducirán y conservar un estilo de interpretación único.1 Y, siguiendo la prueba de la magdalena de Proust, escuchar de nuevo ese vals de Chaikovsky remitirá, a quien lo haya hecho, al recuerdo de un Palacio de Bellas Artes convertido en un furor. Tal como lo propició Carlos Kleiber al frente de esa misma orquesta (en abril de 1981, en el Teatro Juárez de la ciudad de Guanajuato), tras dirigir una referencial —con todas las mayúsculas—, Quinta Sinfonía de Beethoven.

El aviso de la presencia de la Filarmónica de Viena provocó, al inicio, cierta incredulidad. Pero esta fue disipada cuando en la página oficial de la orquesta aparecieron las fechas, con su respectiva venta de boletos ya aperturada. La Filarmónica de Viena había estado en México, en marzo del año 2006, con Riccardo Muti al frente.2 En esa oportunidad sólo hubo una presentación en el Auditorio Nacional —con el consecuente riesgo que ello supuso en materia acústica—, en donde se interpretaron: la obertura Rosamunda y la Sinfonía núm. 4 (Trágica), de Franz Schubert, la Sinfonía núm. 35 (Haffner), de Wolfgang Amadeus Mozart, y el poema sinfónico Muerte y transfiguración, de Richard Strauss. Entre los bis estuvieron la obertura La fuerza del destino, de Giuseppe Verdi, el vals Delirio, de Josef Strauss, así como la polca Truenos y relámpagos, de Johann Strauss II. Ahora, tras doce años de ausencia, retornaba la Filarmónica de Viena, trayendo como director al más afamado de la nueva generación: Gustavo Dudamel.

El concierto inaugural

El primero de los programas inició con una obra relativamente rara para el repertorio habitual —los grandes clásicos centroeuropeos— que interpreta la Filarmónica de Viena:3 la Sinfonía núm. 2, de Charles Ives.4 ¿Cuáles son sus características? Su esquema está concebido de acuerdo con un collage orquestal, en el que se entremezclan canciones folclóricas, marchas patrióticas y fragmentos de obras maestras.5 Esta segunda sinfonía fue compuesta entre los años 1897 y 1901, pero no se estrenó sino hasta 1951, cuando Leonard Bernstein se encontraba al frente de la Filarmónica de Nueva York.

El primero de los movimientos (andante moderato) fue de una diafanidad en extremo marcada, propicia para el lucimiento de las cuerdas. Suaves texturas se unieron en una extática polifonía. Escuchar ese comienzo con la Filarmónica de Viena fue revelador. Ningún error, sólo pureza en la interpretación.

Sin pausa, la orquesta pasó al segundo movimiento (allegro). En esta ocasión a Dudamel le cambió el semblante. La serenidad dio lugar a un esbozo de sutil sonrisa, cual Gioconda. Los temas se entrecruzaban, en acentuado contrapunto. De pronto, cuerdas, metales y alientos aceleraron y los integrantes de la orquesta intercambiaron gestos de satisfacción; se acercaba el final del movimiento. Todo se confundía gozosamente, mientras un coral de metales se entremezcla con el tutti. “Bringing in the Sheaves” es la canción religiosa eternizada por las tonalidades de Ives. Y así, como un encantador, Dudamel empuñó su mano izquierda, atrapó los sonidos y concluyó.

El tercer movimiento (adagio cantabile) es el más profundo de los cinco que componen la Segunda de Ives. Aquí también el compositor retoma otro himno patriótico, “America the Beautiful”, que con arrebatada ternura y fervor, pero también dulcemente, pasa por las cuerdas hasta encontrar su éxtasis.

El cuarto movimiento (lento maestoso) utiliza el material del primero, aunque ahora más pesante, sin hacer concesiones. Otra melodía patriótica, “Columbia gem of the Ocean”, sirve de contraste, a manera de scherzo. Se propicia, entonces, un jugueteo entre las maderas y la orquesta y, sin interrupción, los cornos franceses entonan “Camptown Races”, una alegre ronda del sur americano. Y, como en todo buen final, las distintas canciones citadas se fusionan con los propios temas de Ives y el resultado fue una boyante armonía dirigida por Dudamel, quien robó los tiempos y cerró la disonancia. Logró que su versión fuera una referencia.

En la segunda parte de este primer concierto se interpretó, de igual manera, la Sinfonía núm. 4 en fa menor, Op. 36, de Chaikovsky, la cual tiene su propia historia, pues fue dedicada —entre 1877 y 1888— a Nadezhda von Meck, la protectora y mecenas del compositor,6 quien en sus cartas dejó claras sus intenciones, plenas de tristeza, desesperación y melancolía, sentimientos que se plasman en esta obra maestra.7 A diferencia de la Sinfonía núm. 2 de Ives, esta partitura forma parte del repertorio base de cualquier orquesta en el mundo y, por lo mismo, la mirada es distinta en cuanto a su crítica.

El primer movimiento (andante sostenuto) es de suma agresividad: el pathos romántico materializado en la pluma de su autor. Al respecto, lo que se vio en la lectura de Dudamel fue un extremo control. No una explosión de angustia, como en la versión de Leonard Bernstein, por ejemplo, sino una depurada secuencia de impactos. Si se vale el símil, un Chaikovsky a la Brahms. Lo que sí hay que destacar es la cuidada coda final de este primer movimiento. Con esa lógica de la mesura, Dudamel desplegó todas las texturas que la partitura exige, en especial la dinámica. La Filarmónica de Viena acometió la hasta entonces ira contenida y terminó furiosamente, aunque siempre dentro del control arriba mencionado.

En el segundo movimiento (andantino in modo di canzona) destacan los alientos solistas. En este punto, Dudamel alteró levemente el tempo, convirtiendo el andante en adagio. Sin embargo, no se manifestó un clímax dramático. El movimiento, que terminó de acuerdo con el control implantado desde el comienzo, pudo ser una elegía, con todas sus brutales consecuencias, pero no fue así.

En el tercer movimiento —un scherzo pizzicato, es decir, uno rápido en el cual las cuerdas abandonan los arcos y son pinzadas con las manos de los instrumentistas— también se enfatizó en el juego entre alientos y trombones.

Cabe anotar que durante el concierto los escuchas tuvimos la impresión de que Dudamel deseaba llegar ya al último movimiento (finale, allegro con fuoco). Fue en ese momento que reconocimos al Dudamel de antaño, triscando cual sabio infante sobre el pódium. Lo que vino después fue gozo puro. Para entonces Bellas Artes ya era suyo. Tras la ovación, el bis fue el mencionado vals de El lago de los cisnes.

De este modo concluyó la presentación de la Filarmónica de Viena, cuyo primer concierto hubiera bastado para la unción de sus integrantes. Pero aún faltaba más.

El segundo concierto

Para la presentación del 3 de marzo Dudamel eligió un repertorio representativo de la orquesta vienesa: la Obertura para un festival académico, que Johannes Brahms compuso en agradecimiento a la Universidad de Breslau por haberle concedido el doctorado Honoris Causa en 1881. La obertura retoma himnos y canciones universitarias, para desarrollarlas de manera armónica y crear algo totalmente nuevo a partir de ese material. En cuanto a la ejecución de la obra, de nuevo resaltamos el término empleado y que mejor describe la forma de dirigir orquestas de Gustavo Dudamel: moderación. Es decir, la interpretación estuvo dentro de los cánones de calidad de la Filarmónica de Viena, pero sin la explosividad que un Bernstein le diese —en sus mejores épocas— a la obertura acompañado de este mismo conjunto orquestal.

La parte intermedia estuvo conformada por el Concierto para flauta núm. 2, en re mayor, KV 314, de Wolfgang Amadeus Mozart, compuesto en 1778. Como solista actuó Walter Auer. Cabe añadir que este concierto fue la delicia de las tres jornadas, pues Auer es un intérprete excepcional. Fraseo, técnica, seguridad, estilo. Tanta fue su intervención que hubo momentos en que cayó en la tentación de dirigir él también; sus brazos llegaban a confundirse con los de Dudamel.

El Mozart que toca la Filarmónica de Viena es el tradicional, con vibrato. Una herejía y hasta una blasfemia para los puristas del estilo antiguo. Qué buena noticia es saber que los vieneses no han cedido a las modas académicas. Seguramente dentro de algunas décadas lo que hoy está acreditado mañana será motivo de burla, mientras que el estilo vienés seguirá siendo el mismo, con su belleza y delicados tonos. Así, escuchar este concierto fue cristalino regocijo. Karl Böhm, el legendario padre honorario de la Filarmónica de Viena, no estaría más satisfecho.

El cierre fue la Primera Sinfonía en do menor, Op. 68, de Johannes Brahms, monumento sonoro estrenado en Karlsruhe, Alemania, en 1876, y que llevó a su autor a componerlo por más de una década. Esta partitura es considerada como la obra que rehabilita al mundo germánico debido a que muestra las posibilidades exponenciales de esta forma musical, pues para los compositores de su tiempo el legado de Beethoven se consideraba tan logrado, que hacer sinfonías significaba un peligroso atrevimiento.8 La interpretación de Dudamel fue correcta, firme y, nuevamente, controlada.

Terminado el programa, Dudamel dirigió dos bis más. El primero fue un vals del Divertimento para orquesta (1980), de Leonard Bernstein. El ánimo fue mayor a la emoción. Movimiento muy breve, no hubo tiempo para deleitarse. Dudamel lo notó y fue a la segura. Algo de la familia Strauss, sello lacrado en el espíritu de cada músico de la Filarmónica de Viena. Alegría de invierno, polca rápida Op. 121, de Josef Strauss y compuesta en 1862, fue la pieza elegida. A los toques introductorios del cascabel, el látigo y la orquesta retozaron plenos de alborozo. Al concluir, el público aplaudió de pie y algunos, ingenuamente, pidieron el Huapango de José Pablo Moncayo. No se dio la oportunidad. Dudamel tendió la mano al concertino Rainer Honeck. Terminaba la velada.

El tercer concierto

La última día presentación (4 de marzo) no iba a ser en el Palacio de Bellas Artes, sino en el Auditorio Nacional, razón por la cual un sector del público melómano desistió de ir. Razón válida o no, la Filarmónica de Viena no está cada año entre nosotros y, en mi opinión, todo instante para verla y escucharla es excepcional.

El concierto se apertura con el adagio de la Décima sinfonía de Gustav Mahler (1910-1911). Este primer movimiento, de lo que se pensaba sería una colosal obra, dura por sí solo unos 25 minutos. Mahler compuso esta obra sintiendo la muerte. La sensación de desaparición física se confunde con abstracciones angelicales. Es ya otro lenguaje. Es la herencia de los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven. El clúster en los metales que logró Dudamel con la Filarmónica de Viena en el Auditorio Nacional fue antológico. Nuevamente la prueba de Proust: este concierto no va a olvidarse jamás, será parte de la memoria sonora en México. Dudamel dirigió este adagio sin partitura. ¿Cómo pudo lograrlo? La música es tan complicada, no sólo en lo técnico, sino también en lo emocional.

Tras el andante-adagio vino el intermedio. Era necesario un tiempo a solas y en silencio. Y no fue para menos: esta obra es ya la modernidad en toda su extensión en la historia de la música. Pertenece a ese grupo de composiciones, en su momento contemporáneas a la Décima de Mahler, como las cinco piezas Op. 16 de Arnold Schoenberg (compuestas en 1916) que, como asegura Mario Lavista, nos hacen reflexionar:

La historia de Occidente registra ciertos periodos durante los cuales el arte de la música se cuestiona y los planteamientos que surgen intentan no solamente definir las características de las nuevas corrientes, sino la función, el significado y la naturaleza de la misma música. Se trata de épocas en las que se ponen en entredicho valores largamente establecidos: estética, teoría y sintaxis musicales pierden la vitalidad que alguna vez poseyeron.9

Le tocaba el turno a la última obra programada; la nostalgia se respiraba en el ambiente. Apenas hacía pocos días estaba Ives en el escenario y en aproximadamente media hora todo terminaría. Para el cierre se interpretó la Sinfonía fantástica de Héctor Berilos, compuesta en 1830. En ella, el autor francés, pleno de romanticismo, evocó su propia suerte amorosa al lado de la actriz teatral Henriette Constance Smithson. Auge y caída en las pasiones.10 Dudamel llevó la obra en un solo trazo, a pesar de tener cinco movimientos. Como si estuviera reservándose, hizo explotar a la orquesta en el aquelarre final, aquel en el que se supone el protagonista paga en el infierno el haber asesinado a su amada una vez caído en el lumpen anímico. El público reconoció a Dudamel y este le obsequió dos piezas de Josef Strauss: el vals Delirio, compuesto en 1867, y, nuevamente, Alegría de invierno.

Sólo una anécdota en medio de estos conciertos y a manera de conclusión. A la salida de Bellas Artes, Dudamel avistó a un organillero, al cual le pidió su instrumento para interpretar en él “México, lindo y querido”. Esto no pasaría de ser una anécdota turística, si no fuera porque vimos al mejor Dudamel posible como persona. Con este episodio, sus palabras previas de que para él era un sueño dirigir en Bellas Artes cobraron sentido.

El público, aficionado o no a la música clásica, vio la reproducción de esta escena en las redes sociales. En medio de tanta división política, Dudamel logró unificarnos, por unos breves minutos, con su sencillez y amor genuino por lo nacional. Quedan en la memoria las polifonías de Ives; la transparencia de Mozart, las transfiguraciones místicas de Mahler y la algazara de Strauss. En sus palabras: “Un sueño hecho realidad”.11


1 En Christian Merlin, Die Wiener Philharmoniker. Das Orchester und seine Geschichte von 1842 bis heute, Amalthea, Austria, 2017, p. 14.

2 La Filarmónica de Viena considera a Riccardo Muti como parte de la mejor tradición posible, lo cual es muy notable si se toman en cuenta sus ya, de por sí, altísimos estándares. Por ello, todo lo que emprende Muti es visto por esta orquesta como un gran legado para el futuro. Asimismo, la Filarmónica reconoce que la visita a México en 2006 es parte de sus hitos en los años recientes. Cfr. Clemens Hellsberg, Philharmonische Begegnungen 2: Die Welt der Wiener Philharmoniker als Mosaik, Braumüller, Austria, 2015, pp. 311-312.

3 La Filarmónica de Viena es una orquesta que, en general, es muy selectiva con respecto al repertorio que interpreta. A lo largo de su historia, se han dado casos en los que el proceso de incorporación a su repertorio de la música de un autor se ha demorado. Es célebre cómo eso ha llevado a confrontaciones con quienes en su momento han sido considerados compositores de música moderna, como sucedió a principios del siglo XX con la música de Gustav Mahler, quien, en una de las tantas disputas con la orquesta, espetó: “Su tradición no es otra cosa que holgazanería”. Naturalmente, es cuestión de enfoques. Una orquesta que busca la excelencia debe ser en extremo cuidadosa en la música que va a interpretar y en que la calidad de la misma sea una garantía. Cfr. Christoph Wagner-Trenkwitz, A Sound Tradition. A Short History of the Vienna Philharmon Orchestra, Amalthea, Austria, 2017, pp. 62 y 139.

4 Los datos mencionados aquí sobre esta sinfonía de Ives se tomaron del sitio de internet Historia de la sinfonía. Un viaje por la historia a través de la música, administrado por Francesc Serracanta. Disponible en http://www.historiadelasinfonia.es/naciones/la-sinfonia-en-los-estados-unidos/ives/. Consultado el 27 de noviembre de 2018.

5 Harold C. Schonberg., Los grandes compositores, Javier Vergara Editor, Argentina, 1987, pp. 532-53.

6 Ibid., pp. 349-350.

7 Víctor Javier López Iriarte, Historia de la música. Atlas ilustrado, Susaeta, España, 2017, pp. 163-163.

8 Harold C. Schonberg., op. cit., p. 279.

9 Mario Lavista, El lenguaje del músico, El Colegio Nacional, México, 2010, p. 20.

10 V. J. López Iriarte, op. cit., pp.124-125.

11 Alida Piñón, “Gustavo Dudamel: Tocar en México es un sueño hecho realidad”, El Universal, 2 de marzo de 2018. Disponible en http://www.eluniversal.com.mx/cultura/musica/gustavo-dudamel-tocar-en-mexico-es-un-sueno-hecho-realidad.