I

He perdido el tiempo. También las variaciones de mi rostro. En la lejanía de mi memoria, reaparece una flama sobre una vela, una promesa rota, mis pies saliendo disparados de una ciudad enemiga y un libro sagrado que mi madre guardaba bajo el pliegue de sus senos. Recuerdo, apenas, una tormenta, un barco frágil mecerse horizontal entre las olas, el grito de los hombres que me acusan de misantropía y, todavía peor, de pecados contra el Señor. Estos cargos son falsos, lo sé. Creo que me tiraron por la borda. Morí en algún punto y después desperté aquí.

Yo, pecador minúsculo, he sobrevivido en esta cavidad amable. Habito esta cueva pegajosa que, milagrosamente, produce su propia comida. Casi siempre, de ese agujero vivo, salen peces triturados, sardinas casi siempre, aunque a veces atunes, camarones y algas de distintos tipos. Si llegan vivos, los remato con los maderos húmedos —a veces sus astillas se interesan en mi piel— que llegan a este hogar entre remolinos de agua floja. También encuentro pedazos explícitos de cosas hechas por los hombres. Algunos de esos objetos los transformo en herramientas rudimentarias. También ropas diversas, dijes y libros con idiomas extraños aparecen en mi vera sin que yo los convoque. La grandeza de Dios no tiene límites.

¿Ya he dicho que a veces la temperatura cambia súbitamente? Ignoro el porqué de estos caprichos. He querido rezarle al Señor, pero he dejado de sentir su presencia. De alguna forma extraña, sin embargo, noto que no se ha olvidado de mí. ¿De qué otra forma explicar la abundancia de comida triturada que me llega de esa especie de boca sagrada? Es verdad: este espacio es oscuro, húmedo y movible, pero cómodo, mullido y seguro. Conozco todos sus secretos. Ciertas partes de esta cueva, a ratos, parecen respirar por sí mismas. No me preocupo: considero esto una excentricidad de la naturaleza de Dios. El lugar es amplio: necesito brincar con todas mis fuerzas para tocar el techo con mis manos. Noto una estructura blancuzca, parecida a un esqueleto, que se pierde entre los fondos de esta cueva. Escondidas por dobleces de algo parecido a la carne, dos bolsas palpitan continuamente; se inflan y se desinflan como si estuviesen vivas. Las utilizo para contar el tiempo. El sol, escaso y parco, me da brevemente cuando la cueva abre sus fauces al cielo. Es en ese momento cuando me llega, brevemente, su calor irrepetible. Es una aparición tan sagrada que, en ocasiones, cuando la herejía me gana, pretendo adorarlo como lo hacían los antiguos. Breve apostasía sin mayores consecuencias.

Cuando sueño, lo hago acostado en una oquedad que me recuerda a un odre del que bebía leche cuando era pequeño. Mi madre lo acercaba a mis labios y empujaba, con ternura cotidiana, ese líquido devoto. Solo logro distinguir la noche gracias al cansancio y a esas palpitaciones que considero manecillas. Gracias a los sueños recordé que era hebreo y que tenía algún tipo de deuda con el Altísimo. ¿Pero qué he hecho yo si apenas recuerdo quién soy? He fatigado mi memoria con mis oraciones. Refulgen mis recuerdos en intermitencias vanas, ofusca mi temperamento la promesa de salvación, me siento prisionero y, a la vez, hombre libre. ¿Será esto un purgatorio melífero rebajado por mi devoción a san Pedro?

Cada cierto tiempo despierto al peligro. La quilla de esta cueva se mueve febrilmente, se agotan sus fuerzas, cada vez parece moverse con menos pericia. Siento que el final está cerca, pero no sé ni cómo ni cuándo llegará. Una madrugada de exigencias mutuas desperté tirado en la arena. O casi: al abrir los ojos me di cuenta que me encontraba acostado en la lengua de una ballena gigante. Admiré las cerdas del animal alzarse misteriosas en su boca. Un grupo de paganos se aceró lentamente y, alzando unos aparatos diminutos que jamás había visto, no paraban de mirarme, asombrados. Arriba, donde Dios habita, una especie de pájaro de metal rompió el cielo. En el breve mar frente a mí, unos barcos enormes yacían tranquilos en las aguas veraces. Vi mujeres semidesnudas y hombres con el torso descubierto en estricto pecado cotidiano.

Yo, Jonás, me enfurecí: Nínive estaba viva.