Permanezco perplejo, vacilante, ante la hoja en blanco. He recorrido, como mejor he podido, una parte considerable de la obra de Kafka. He leído y releído cuentos y novelas, aforismos y cartas. Cuando parece que finalmente escribiré, me veo frenado súbitamente: vuelvo a revisar apuntes, ensayos y comentarios; regreso al punto de inicio.

El cuerpo de la obra kafkiana se despliega ante nosotros como un territorio insondable. No debe sorprender, por lo tanto, que varios de los textos incluidos en el presente número inicien, cada uno a su modo, señalando la dificultad que implica escribir sobre Kafka, advirtiendo el riesgo de intentar interpretar, sujetar y reducir algo que es, en el fondo, irreductible. En su columna, Javier Martínez Villarroya nos remite a una cita, procedente de una de las cartas de Kafka a Felice Bauer, que resulta enteramente pertinente: “La verdad interna de un relato no se deja determinar nunca, sino que debe ser aceptada o negada una y otra vez, de manera renovada, por cada uno de los lectores u oyentes”.1 Tal como sucede con el mito, la verdad del arte no puede ser aprehendida ni explicada; si pudiera serlo, no habría necesidad –más aún: no habría posibilidad– del arte.

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Gran parte de lo que se ha escrito sobre Kafka ha sido el resultado de querer descifrar el sentido de su obra. Abundan las interpretaciones teológicas, psicoanalíticas, existencialistas y políticas. Y aunque probablemente haya un cierto elemento de verdad en muchas de ellas, fracasan en el momento en que pretenden explicar el fondo último de la literatura de Kafka. Empeñadas en penetrar en el sentido alegórico de sus escritos, en identificar y estudiar símbolos, inevitablemente hacen una reducción de la verdad contenida en ellos; pretenden remplazar los elementos de los relatos por lo que éstos supuestamente representan, como si la literatura fuera tan sólo un intento de transmitir, de modo encubierto, un mensaje, un juicio o una crítica. Si hay en los relatos de Kafka una referencia a algo más allá de la realidad inmediata que designan, ésta no es nunca de carácter alegórico ni representativo, sino alusivo: es una referencia móvil, compleja, que se desvanece en el momento en que es enunciada.

Uno de los aforismos de Kafka, al cual también nos remite Javier Martínez Villarroya, puede ayudarnos a dilucidar este punto: “Para todo lo que se encuentra fuera del mundo sensorial, el lenguaje sólo se puede utilizar alusivamente, pero nunca comparativamente, ni siquiera por aproximación”.2 Ya sea que afirmemos o neguemos que tras el grueso de la obra de Kafka hay, de modo constante, un anhelo espiritual, queda claro que no hay un fondo último que se pueda revelar de una vez por todas, sino que el sentido debe ser continuamente descubierto y, a la vez, puesto en duda. La alusión remite a algo, pero el vínculo que establece no es estático ni singular, ni niega la posibilidad de establecer otros vínculos. Al respecto, Roland Barthes declara: “La alusión es una fuerza defectiva, deshace la analogía apenas la ha propuesto”.3

Para Barthes, esta técnica alusiva está al centro de la literatura kafkiana, y es lograda precisamente a través de la introducción de la incertidumbre. Los relatos de Kafka son, en gran medida, un juego de la certeza y la duda, de una lógica desbordada que desemboca en el absurdo. Tan pronto algo parece cierto, es puesto en duda:

Pues somos como troncos de árboles en la nieve. Aparentemente yacen en un suelo resbaladizo, así que se podrían desplazar con un pequeño empujón. Pero no, no se puede, pues se hallan fuertemente afianzados en el suelo. Aunque fíjate, incluso eso es aparente.4

Este trayecto del al pero es, quizás, el rasgo característico de la literatura de Kafka. En sus novelas, nos movemos, zigzagueantes, entre estados contrarios. Lo inverosímil se reviste de naturalidad, lo familiar resulta extraño. Todo es incierto: los protagonistas caminan, vacilantes, entre la convicción y la duda, la seguridad y el miedo, la lucha y la aceptación. En ese constante vagabundear sin rumbo quizás encontremos una exploración del insondable fondo metafísico del hombre, o una feroz crítica a la condición absurda y enajenante de la sociedad moderna, o un trayecto místico que revela un profundo anhelo espiritual. Lo cierto es que la verdad de Kafka no está contenida completamente en nada de lo que se ha dicho y que, a la vez, probablemente en todo ello haya algo de verdad. Escribe Barthes:

El trayecto que separa el del pero es toda la incertidumbre de los signos, y gracias a que los signos son inciertos existe una literatura. La técnica de Kafka dice que el sentido del mundo no es enunciable, que la única tarea del artista es la de explorar significaciones posibles, cada una de las cuales considerada independientemente sólo será mentira (necesaria), pero cuya multiplicidad será la verdad misma del escritor. Ésta es la paradoja de Kafka: el arte depende de la verdad, pero la verdad, al ser indivisible, no puede conocerse a sí misma: decir la verdad es mentir.5

Abandono la página y camino distraídamente hacia la ventana. Reposo mis brazos sobre el alféizar y, sin pretender descifrar nada, miro la ciudad. Volteo hacia arriba; cierro los ojos. El ruido de los coches me arrastra…

 


1 Kafka, Franz, Cuentos completos, Madrid, Valdemar, 2007,
pp. 17-18.

2 Kafka, Franz, “Aforismo 57”, en Aforismos, Argentina, fce, 1988.

3 Barthes, Roland, “La respuesta de Kafka”, en Ensayos críticos, Buenos Aires, Seix Barral, 2003, p. 191.

4 Kafka, Franz, “Los árboles”, Cuentos completos, Madrid, Valdemar, 2007, p. 47.

5Barthes, Roland, op. cit., p. 192.