Le pregunté a un amigo qué es el conocimiento. Después de una breve discusión, llegó a la conclusión de que es algo enteramente distinto de la creencia. Por ser un buen socrático, mi pregunta surgió como magia: ¿Puedes, entonces, decir que sabes que, al soltar una piedra, caerá y, al mismo tiempo, decir que no crees que eso sucederá? Resultó claro que el conocimiento es un tipo muy especial de creencia. Sin embargo, ¿qué características debe cumplir para ser considerada conocimiento?

Desde el Teeteto de Platón hasta llegar a epistemólogos modernos como Ayer y Chisholm, el conocimiento ha sido aquellas creencias que son justificadas y ciertas. Un esquema de éste es aquél en el que un sujeto cognoscente S sabe o conoce una proposición P si y sólo si:

1) P es verdadera,
2) S cree que P es verdadera, y
3) S tiene razones suficientes para creer que P es cierta.1

Ahora, imagino que estoy viendo la final de un deporte que me gusta. Se está disputando el campeonato entre el competidor A y el competidor B. Al finalizar el partido, me encuentro con que A ha resultado campeón. En ese momento, por la evidencia que tengo, se cumplen las condiciones 1, 2 y 3, puesto que A ganó, vi el partido y no me fue referido por nadie más, y creo lo que mis ojos ven.

Sin embargo, podemos considerar otra situación, donde el partido que acabo de ver en realidad no era una transmisión en directo, sino una repetición de la final del año pasado (que también fue disputada entre A y B), y ocurre la coincidencia de que A también ganó el partido de ese año. Yo, empero, no sé que vi una grabación, así que, si analizamos las condiciones, vemos que se cumplen la 1 y la 2, y parecería que se cumple la 3, puesto que yo no tengo conocimiento de que no vi una transmisión en directo, sino una mera repetición.

No obstante, si preguntáramos a cualquier persona que haya visto la final de este año, nos diría que hemos visto otra partida. De esta manera, aunque sea el caso que A haya ganado y creamos que A ganó, no tenemos las razones suficientes para afirmarlo. En este sentido, no sabemos que A ganó.

Esto, para dos sujetos Y (en este caso, el yo del ejemplo) y X, se representa esquemáticamente como:

1. Para Y:
a) Y cree que P,
b) Y tiene razones para afirmar “P” y negar “no P”,
c) Dichas razones son suficientes.

Para X:
a) Y cree que P,
b) Y juzga tener razones para afirmar “P” y negar “no P”,
c) Y juzga como suficientes dichas razones,
d) Esas razones no son suficientes.2

Tal vez no sea suficientemente claro, pero de este esquema surge la conclusión de que, para Y, el estar en lo correcto con respecto a P y el saber no se distinguen. Resultan lo mismo, pues sólo otra persona puede señalar esta diferencia, puesto que X podría afirmar que Y está en lo correcto al señalar que A ha ganado la final, y también podría afirmar que Y no tiene las razones suficientes para afirmar eso, puesto que vio una repetición.

Una ilustración de esto podría ser el caso de Descartes. ¿Qué se puede hacer para salir del delirio solipsista en el cual se ha metido? Para Descartes, únicamente existen sus saberes, que ha encontrado al excluir todas las creencias de las cuales tiene razones para dudar. Sin embargo, entre todos estos saberes, podría darse el caso de que, siguiendo la misma lógica de Descartes, como todos se equivocan, él también lo haga. Así, surge la necesidad imperiosa de ver la situación desde otro sujeto que pueda asegurar que el conocimiento es, efectivamente, conocimiento y no una ilusión. Entonces, tiene Descartes en Dios una suerte de sujeto cognoscente, un cierto X que garantiza objetivamente el conocimiento como tal y puede diferenciarlo de su propia certeza.

La definición y el esquema anteriormente expuestos han sido la visión “clásica”, con sus respectivas diferencias, del concepto de justificación, tanto en Chisholm como en Ayer. Sin embargo, ejemplos como el del partido y otros similares fueron mostrados en la década de los sesenta por Gettier para señalar que esa visión del conocimiento no es necesariamente la adecuada y que esa definición no es una condición suficiente para el conocimiento de la proposición por el sujeto.3

Si solamente nos recluimos en nosotros mismos, ¿cómo podríamos, entonces, resolver este problema? Más aún, ¿cómo podríamos siquiera notarlo? En el ejemplo de la final del campeonato, esto no es posible sino hasta que comparo mis experiencias con las de los demás. Si yo creyera que la Tierra es plana, sin estar instruido en materia alguna relacionada con su forma, tendría, yo solo, toda justificación para creer que lo es: jamás lograría notar su curvatura al caminar. No es sino hasta que estoy en diálogo con los demás que estas ideas se ven en conflicto. Descartes lo advirtió: Si me quedo en mí mismo, no tengo manera de saber si . En tal situación, toda creencia sería un saber, puesto que no existe un punto de referencia o comparación.

Retomemos a Sócrates. Cuando el oráculo de Delfos comunica que “Sócrates es el hombre más sabio”, Sócrates se pone a inquirir: ¿Por qué soy yo el más sabio si hay personas mucho más sabias que yo? Con este ejercicio, se da cuenta de que aquéllos considerados sabios, en realidad, no sabían, y él resulta más sabio, porque no pretende saber algo que no sabe.

Más allá de denunciar a aquellos falsos sabios, Sócrates enseña cierta disposición anímica. No aduce que él tiene el conocimiento y que sus amigos deban sólo regurgitar lo que él dice, sino que es en el diálogo con ellos que pueden encontrar o generar conocimiento. Esa disposición anímica es, evidentemente, una dirigida hacia el saber, nacida del amor a él. Asimismo, del reconocimiento de la propia ignorancia surge, como horizonte de posibilidad, el conocer aún más, puesto que si todo ya es sabido, entonces, no hay nada nuevo que valga la pena conocer; sólo queda repetir lo ya establecido.

Sócrates no pretende que sus ideas respecto a cierto tema sean tomadas, necesariamente, como apodícticas. Él sigue siendo relevante en nuestros días, en parte, porque cuando leemos sus diálogos, parece que estuviera hablando con nosotros. Invita a discutir con él; reta a hallar mejores argumentos que los suyos.

Sócrates muestra que la disposición es un principio, del modo en que lo hace Aristóteles con el de la no contradicción. No pueden ser demostrados, sólo mostrados. Así, se tiene que partir de esta misma disposición para cualquier conocimiento ulterior o postura al respecto. Sin ésta, nos quedamos en el mero dogma.

Ésta es justamente la tradición occidental de la filosofía: un diálogo, una discusión racional, tanto con los contemporáneos como con los anacrónicos. En última instancia, es una forma de pensar juntos. Si consideramos la relación entre Platón y Aristóteles, como señala Allan Bloom, podremos ver que sus intereses los unían y eran justo sus diferencias las que los hacían notar que se necesitaban mutuamente para entender el problema.4

Si tomamos alguna revista especializada, podremos notar que los artículos transmiten conocimientos acerca del tema o área que traten; sin embargo, hacen más que eso: generan la posibilidad de que otros especialistas los lean y repliquen ese saber con evidencias o argumentos para refutar o ratificar al primer autor.

Al encontrarnos en la cotidiana discusión sobre el conocimiento, descubrimos que lo fundamental, lo primordial, no es el conocimiento per se —el cual nos ayuda a resolver otros problemas, a entender de mejor manera el mundo—, sino el proceso por el cual se llega a éste: el diálogo.

No se darán respuestas últimas hasta que una versión de la verdad y del mundo sea tomada como apodíctica, puesto que la diversidad y la creatividad de las visiones es lo que permite el avance del conocimiento mismo. ¿En qué momento podríamos presenciar las respuestas últimas a las preguntas que tanto han inquietado a la humanidad?, es decir, ¿cuándo podríamos presenciar el final del conocimiento?

Lo que podemos extraer de la manera en que hemos considerado el conocimiento hasta ahora, lo que se ha tratado de mostrar, es que el conocimiento es un fin en sí mismo, al igual que el proceso por el cual se llega a él. A partir de esto, podemos concluir que el final del conocimiento será posible sólo cuando la finalidad del mismo se pierda; esto es, cuando el conocimiento no se vea como un fin en sí mismo, sino como un medio para cualquier otra cosa. Los sofistas a los que interroga Sócrates sólo enseñan en tanto se les pague, y ellos enseñan a multitudes, jamás en diálogo y discusión con unos cuantos.

El conocimiento, su finalidad y el proceso que le es inherente tienen que ser mantenidos como principios racionales de nuestras sociedades occidentales. Sólo podremos salir del solipsismo y avanzar hacia un conocimiento objetivamente justificado mientras exista discusión racional y nos sacudamos la necesidad infantil de estar siempre en lo correcto, así como la incapacidad de escuchar a los demás, pues las consecuencias serán fatales.

 


1 Las razones suficientes son intercambiables por una justificación.

2 Ambos esquemas son extraídos de Luis Villoro, Creer, saber, conocer. México, Siglo XXI, 2013, pp. 126-144.

3 Vid. Edmund L. Gettier, “Is Justified True Belief Knowledge?”, en Analysis. Oxford, Oxford University Press, junio, 1963, vol. 23, núm. 6, pp. 121-123. Disponible en <http://www.ditext.com/gettier/gettier.html>. [Consulta: 21 de septiembre de 2019.]

4 Vid. Allan Bloom, The Closing of the American Mind. Nueva York, Simon & Schuster, 1987, pp. 381-382.