“¿Por qué dejaron de existir princesas en Alemania?” preguntó Jan después de esquivar una liebre en el camino. Kathrin reacomodaba las cosas que se habían caído por el volantazo y yo, atrás, todavía estaba con el estómago revuelto. Ninguna de las dos le respondimos. Él repitió la pregunta un par de curvas después y se frotó la cicatriz de la ceja.

—Vamos, chicas, estamos en la zona de los cuentos de hadas y ¿ustedes no quieren escuchar una historia?

—Mejor pasamos por Trendelburg para saludar a Blanca Nieves —contestó Kathrin.

Jan carraspeó y bajó un poco la velocidad. Se veía venir una de sus tantas cátedras.

—Querrás decir Rapunzel, querida. Blanca Nieves es de Schwalmstadt —corrigió él y acarició la mejilla de Kathrin—. ¿Sabían que la última princesa alemana ni siquiera es de por aquí?

Ni Kathrin ni yo contestamos. Él giró la cabeza mientras guiaba el volante con una sola mano. Solté una risita nerviosa. No me gustaba que no pusiera atención en el camino.

—¿Han oído hablar… de la princesa aguamarina? —preguntó Jan con insistencia. Su tono de voz escondía algo.

—No —contesté y me arrepentí en el mismo momento.

Lo que menos quería ahora era una clase de Jan. Kathrin volteó a verme un tanto molesta y estuvo a punto de decir algo, pero cuando vio que Jan seguía tocándose la cicatriz de la ceja, suspiró y sintonizó la radio. Quise preguntar quién era esa princesa, pero la voz de Tina Turner me disuadió de hacerlo.

Conozco a Jan desde la universidad, entonces él todavía no tenía novia. Se pasaba tardes enteras en la biblioteca y todos los de la generación pensábamos que jamás saldría con nadie. A Kathrin la conoció en el viaje que hizo después del bachelor. Ella no lo cambió por completo, sólo lo hizo más social.

Jan es una enciclopedia andante. Le encanta contar cosas, pero a veces —en realidad muchas veces— no se da cuenta de que la gente está cansada y él no para de hablar sea la hora que sea. En un viaje como este, en el que nadie decía nada, seguramente se moría por explicarnos algo.

Poco después de la medianoche, los tres luchábamos contra el cansancio. Kathrin se mantenía medio despierta con café, Jan con bebidas energéticas. Yo cabeceaba atrás. A veces canturreábamos la estrofa de alguna canción. Justo cuando estaba por dormirme, escuché que Jan le decía a Kathrin “Tú sí sabes quién es la princesa aguamarina, ¿verdad?”. Ella le acarició la barbilla y luego le jaló la oreja con suavidad.

—Deja eso, por favor.

Kathrin es muy paciente con él. Es la única que lo hace callar. No sabemos cómo, tal vez es sólo porque Kathrin es Kathrin, y ella siempre consigue todo lo que quiere. Aun así, yo estaba segura de que Jan acabaría por contar la historia: todavía nos faltaban trescientos kilómetros. Pero él continuó manejando un gran trecho sin hablar hasta que nos detuvimos para estirar un poco las piernas, y ella aprovechó para pasar al baño. Jan y yo compartimos un cigarro mientras la esperábamos. Hacía frío y casi no se veían las estrellas.

—¿Fue tu idea? —pregunté sólo para hacer conversa.

Jan me miró y negó. A Kathrin se le había metido la idea de comprarse un auto usado y descubrió uno cerca de Hammelin. Nos preguntó a Jan y a mí si la acompañábamos en tren y volvíamos en auto el mismo día. Ni a ella ni a él les molestó el hecho de que esa ciudad quedara a más de quinientos kilómetros de la nuestra. Yo terminé cediendo porque Kathrin siempre se impone.

—Vamos, chicos, faltan todavía un par de horas —dijo ella al volver mientras sacudía sus manos húmedas en el aire.

Nos subimos al coche. Apenas me senté, recordé mi cansancio.

—Kathrin —dije intentando no bostezar—, ¿te quedas despierta tú para no dejar solo a Jan?

—Claro —Kathrin le tocó la cicatriz a Jan.

Yo me aflojé un poco el cinturón de seguridad y me recosté. En algún momento ella subió el volumen de la radio y se recargó en el hombro de Jan. Yo veía las pocas estrellas que había; a veces cerraba los ojos.

Seguramente Jan pensó que me había quedado dormida porque empezó a contar su historia como si tuviera las frases ensayadas.

—Había una vez un país que se quedó sin princesas. En ese país las princesas no volvieron a sus pueblos de origen para vivir de manera honrosa su senectud como sucedió en otros.

—¿No? —preguntó Kathrin para seguirle el juego.

—No, la respuesta la encontré volviendo de mi viaje de graduación, donde conocí ni más ni menos que a Jocelyn, la princesa aguamarina.

—¿Ah, sí?

—Sí. La princesa hacía autostop en una gasolinera perdida del Ruhrgebiet. Llevaba unos vaqueros rotos y una mochila pequeña. Parecía tan cansada. Y no se había duchado en varios días.

—¿Y así la subiste a tu coche?

—Sí. Era muy guapa. Tenía unos ojazos verdes…

—Cuenta bien.

Jan acarició a Kathrin y volvió a concentrarse en el camino.

—Tenía dos berilos por ojos. De su pelo largo y brillante parecía que chorreaba agua. Agradeció mi ayuda con una voz almidonada y acto seguido subió al coche con una modosidad y ligereza increíbles.

Kathrin se separó de Jan y volteó a verme. Yo hacía todo por aparentar que estaba dormida. No sé si me creyó, pero subió un poco más el volumen de la radio. Luego recargó la cabeza otra vez en el hombro de él.

—¿Qué más? Cuenta.

—La princesa aguamarina nació en un pueblo de Brandenburg y creció con sus tres hermanos. De niña tuvo salud frágil y un corazón de inusual dulzura e inocencia. Estaba destinada a salvar venados descuidados y liebres huérfanas; había nacido para convivir con olvidadizas ardillas que perdían sus nueces constantemente.

—¿Pero?

Jan se llevó una mano a la ceja.

—Su vida no fue así… La princesa aguamarina quería nada más y nada menos que un carnet de conducir.

—¡Y lo obtuvo! —afirmó Kathrin feliz.

Jan pisó el acelerador. Quise interrumpir, pero me dio miedo.

—Pero un día aciago, mientras ella conducía rumbo a casa, pasó lo que tenía que suceder. Salvó a un venado despistado que se quedó pasmado a mitad de su carril. Su corazón pudo más que las lecciones de teoría: si se encuentra con animales salvajes en el camino y una maniobra pone en riesgo la integridad de algún ser humano, no dude, pásele encima. Pero ella no obedeció. Jocelyn, cuando era princesa, cambió de carril… y terminó por estamparse con un Mercedes.

Jan bajó la velocidad. Kathrin le dio un beso en la mejilla.

—Estoy muy cansada.

—Duérmete —le dijo él y le besó la mano.

—Termina la historia.

—Cuando la recogí de la autopista, llevaba algunos años de haber salido de la cárcel por provocar el accidente. No terminó la escuela ni conservó a sus amigos. Cambió de nombre. Ella fue la última princesa alemana.

Kathrin se acurrucó en su asiento y poco después cayó dormida. Jan bajó el volumen de la radio, cambió varias veces de estación, pero terminó por apagarla. De vez en cuando miraba por el retrovisor. Yo me levanté y me estiré un poco. Éramos los únicos en la autopista. Nos faltaban aún ochenta kilómetros. Lo miré por el retrovisor.

—Qué triste… —dije lo más bajo que pude esperando que Kathrin estuviera dormida.

—Sí… sabes, cuando la escuché hablar de su niñez me pareció que en su corazón seguía viviendo una princesa. Pero llegando a Wolfsburg me salió un venado y ella me dijo sin ninguna pizca de inocencia “acelera”.

—¿Y tú qué hiciste? —pregunté, y esta vez fui yo la que se buscó una cicatriz en la ceja.

—¿Qué iba a hacer? Tú la conoces, aceleré.