Nothing in his life
Became him like the leaving it. He died
As one that had been studied in his death.
Macbeth, I, 4

 

Ánima

Decidir es renunciar a los espejos. Uno se afirma al nombrar lo que sucede en el mundo, al darle cuerpo a cada acción, al tomar conciencia de uno mismo y, con esa certeza, voltear hacia las cosas e imponerles una libertad, decidirlas. Adanes de nuestro propio edén, nombramos todo lo que delata su otredad. El aliento que nos infló de vida, con el que creemos dar atmósferas habitables a lo demás, retorna por nuestras narices para empañar las superficies que guardaban los reflejos. Decidir es situarse en la luz propia e iluminar con ella las siluetas de lo incierto, pero, entre tanto mundo conocido, ¿cómo saber que esa luz es verdadera?

La conciencia es ese páramo donde rumian los pensamientos, esa casa en que deambulan los fantasmas de la memoria, ese silencio en que sólo en compañía de uno mismo es posible sentirse realmente aquí. Yo me siento en una mente plena de nombres, donde incluso las ideas más anónimas, las más oscuras, se reconocen al tacto, en espera de un rayo de lenguaje. Yo me siento aquí, en este ángulo de sombras en que cae la luz y se detiene, de negruras repleto: bajo la piel, mis órganos, a ciegas, nunca duermen. Yo me siento aquí, de estos pliegues rodeado, en algún rincón de mi cerebro, atento a todo lo que la vida le demanda al tiempo: fijaciones de la memoria y percepción de su recuerdo. Yo me siento fuera, sin embargo, de mis manos, ajeno a los procesos corporales, a las rutinas microscópicas de las células que llevan mi nombre y, entre estos pensamientos, ¿acaso no soy más que gustos, sentimientos y ocurrencias? En el cielo, ¿sería el ave o la parvada?; en la tierra, ¿no soy algo más entre los hombres?

La pregunta más esencial es aquella que busca lo que hay en el fondo, el pliegue que delata el otro lado de las cosas. Uno se hace todo tipo de inquisiciones y, detrás de ellas, lo más fundamental es cuestionarse el punto de vista: preguntador que se vuelve pregunta. En el fondo, siempre buscamos lo que hay en el centro de la experiencia. Si no es por estas manos, este cuerpo, esta mente, ¿quién se sienta en el púlpito de los sentimientos más intensos? En el fondo, preguntar es palpar sombras en la oscuridad. Si cierro los ojos, si por una motivación en apariencia voluntaria bajo los párpados y me encuentro a solas con esa voz incierta, entonces, ¿quién está ahí? Privado del mundo, se tiene la apariencia de ser más verdadero, se cae en respuestas fáciles: el espíritu, el alma, la conciencia; todo eso parezco ser cuando no estoy. Incluso nuestras lucubraciones más ambiciosas surgen de este enfrentamiento con la nada: timoratos de la soledad, inventamos a Dios como fundamento frente a la ignorancia. Pero, ¿cómo formular una pregunta cuya respuesta extingue las certezas del corazón?

El lenguaje parece delatarnos. Si digo “mi cuerpo”, denoto posesión o pertenencia. Si digo “mis pensamientos”, “mis gustos”, “mis sentimientos”, señalo conjuntos con los que nos definimos cómodamente, pero que no nos satisfacen. Puedo aventurarme a decir que soy mis recuerdos, pero… ¿acaso no soy también mis olvidos? En todo esto, la posesión delata una sombra. Y si digo, finalmente, “mi alma” o “mi conciencia”, ¿quién ha estado realmente aquí todo este tiempo, envuelto en ella?

Sólo lo que escapa a sí mismo es verdadero. Sólo a la distancia se reconocen las siluetas más auténticas. Para hallarse, no queda más que explorar el revés de los espejos y buscar algo que parezca real tras la carne, algo más que un punto de vista.

Del alma, el ánimo: saberse en la vida es actuar en ella. Vivir es resistir, sobrevivir, desplegarse sobre la tierra como una sombra exhausta. Ánima que sopla su porción de cielo sobre las piedras y las nombra, las recoge y, con el uso que les da su vida, les da una vida paralela a ella. Sin embargo, no puede darse aliento a sí misma. Al entregarse a las cosas ajenas, se aparta de la pregunta que apuntaba hacia ella: aire que avanza, el viento puede soplar por doquier, menos en su fuente. El alma es un ojo de huracán; como Dios, no todo lo que se presume necesario por el genio de su contorno existe sustancialmente. Del ojo, la cavidad; de la existencia, la oquedad: el alma no es más que espacio negativo.

Aventuro esta aproximación a los espejos porque, hasta ahora, me he convencido de que no existe nada definitivo en el fondo de mí, de que no soy más que un conjunto de lo que otrora podía pensar fundamental, de que yo, propiamente, no existo. Pero eso no me impide sentir y, entre esos sentimientos, sobre todo, sufrir. Nada es estrictamente elemental en la presencia. Los reflejos no guardan secretos, sólo enigmas; lo que vuelve de ellos es tan real como la ficción que revelan. Las afecciones humanas no son menores por la imposibilidad de definir a sus huéspedes. La tierra de los vivos está plagada de absurdos. ¿Cómo habitarlos cuando se renuncia a la idea de un yo primigenio? Las respuestas fáciles equiparan la inexistencia del alma con la muerte, no porque la vida dependa de fantasmas, sino porque pensar que la conciencia claramente sensible en todo momento es una ilusión suma un absurdo a la definición amorfa de la existencia.

Es imposible pensar en preguntas sobre el absurdo y la muerte sin tratar de dar sentido a lo que decía Albert Camus: “Ese malestar ante la inhumanidad del hombre, esa incalculable caída ante la imagen de lo que somos […] es también lo absurdo. E igualmente el extraño que, en ciertos segundos, nos sale al encuentro en un espejo”. Y no sólo la inhumanidad, sino también la humanidad, con todas sus virtudes, puede ser un malestar en la sima de un hombre. No sólo la caída en uno mismo, sino también la caída en la certeza de que no somos, causa vértigos de absurdidad. Incluso la mera intuición, un simple vistazo a la posibilidad de no ser una conciencia, sino un conjunto de células, bacterias, reacciones, direcciones, es suficiente para invocar los desequilibrios del desasosiego. La vida es el único espejo irrenunciable, pero hay quienes lo atraviesan y lo abandonan: el suicidio es una contradicción que recoge los absurdos. ¿Cómo tiendo una mano al fondo del argento para salvar a quien desiste de sus ficciones? ¿Cómo llegar a tiempo por quien renuncia a los espejos? ¿Cómo salvarme, a mí también, de decidir?

 

Akrasia

Tengo una baraja infinita de espejos, posibilidades de decisión que forman el laberinto de mi voluntad. Ando por los rumbos inciertos de mi libertad, pero encuentro patrones impuestos por una existencia previa. No soy el primero aquí, en mí mismo; alguien más comparte conmigo esta presencia. Si respiro, respira, pero a veces exhala si yo inhalo; si camino, camina, pero a veces retrocede si yo avanzo. La casa de la libertad está poblada de fantasmas, sombras inversas a mis intenciones: instintos. ¿Ya existían antes de mí o surgieron conmigo? ¿Se puede hablar de un tiempo aquí o todo en la vida es simultáneo? Lo que es indiscutible es que no estoy solo, alguien más modela las puertas que yo escojo, pero incluso detrás de esa elección había otra puerta. He dicho que tengouna baraja de espejos, pero no he dicho que sea sólo mía. No podría decir que mi voluntad me pertenece, pero puedo imaginarme esa ficción y vivir con ella.

Tengo frente a mí estas páginas, hace tan sólo unos momentos, en blanco. He intentado desdoblarme en ellas por un tiempo que prefiero no recordar. Tengo en mí las ideas, las palabras —ya sea que llegaran a mí o surgieran de mí—, los motivos, las urgencias, los infiernos de la culpa que calientan las plantas de mis pies, comezones en la espalda y, no obstante, me tiendo en el páramo de la inacción. Tengo frente a mí las nubes de la razón: forman figuras, danzan, me indican que es hora de empezar; sin embargo, las ignoro y regreso a la apacible sábana de mis párpados. Tengo frente a mí una oscuridad incierta, sin tonos ni dimensiones conocidas. Estoy a solas conmigo o, más bien, con la ficción a la que me gusta recurrir para hablar de lo que no comparto con los demás. Reconozco los espejos de la voluntad, sus sombras, sus fantasmas, sus intenciones y, más que nada, sus contradicciones. ¿Por qué esta imposibilidad de coordinar los ánimos y las necesidades, si no hay nada que me lo impida?

En un mundo de patrones racionales y libertades sistematizadas, las contradicciones de la voluntad parecen haber quedado relegadas a las debilidades de la mente, a los enfermos, a los no aptos para ejercer la vida conforme a sus perfecciones naturales. Sin embargo, uno encuentra lo humano, no en la desvirtuación total de los ánimos ni en la búsqueda de su corrección, sino en la personificación de los absurdos. En este término medio sitúa Aristóteles la akrasia, algo tan elemental que no podía escapar del estudio de la naturaleza humana. Sin embargo, incluso bajo los criterios clásicos, parecía no tener cabida un desenvolvimiento de la persona que revelara dos interiores contrarios. El error de los filósofos griegos es el mismo que el de los contemporáneos: no es posible indagar los motivos últimos de aquello que no tiene motivos. La akrasia es la conducción de la acción en sentido contrario al mejor juicio propio. Frente a toda posibilidad de realizar una acción perfectamente viable —y, bajo todo criterio, racional, necesaria, conveniente y estimulante—, el ser akrático opta por no ejecutarla, ya sea que realice algo distinto, opuesto o permanezca en la inacción absoluta. No responde a la ignorancia o a un mal juicio, como pensaba Sócrates, ni a una pasión, un desenfreno o una disminución cognitiva, como lo hacía Aristóteles. Hay palabras para cada uno de estos desbalances, pero no ha de ser casualidad que la definición de un absurdo se frene a sí misma. Complicación ostensiva, en la oscuridad de la palabra está el concepto.

El laberinto de la acción es inabarcable, abundan las quiméricas salidas y los callejones de la akrasia. Incluso fuera de muros estrechos, en las amplias cámaras de la libertad, permanecen todavía las directrices de los ángulos, las imposibilidades del espacio y las infranqueables flechas del tiempo. Nunca se puede ser realmente uno mismo y actuar conforme a los designios propios. ¿No será que éstos no existen más que en virtud de su limitación? No hay casa de espejos que no sea, a su vez, laberinto; no hay reflejo que no guarde sombras. Pero no todos sufren de akrasia, por más fundamental que sea para explicar la naturaleza absurda del hombre; la universalidad de las afecciones no implica una concordancia precisa con sus potenciales huéspedes. Actualmente, se asocia la akrasia con la depresión, la melancolía y otros males anímicos; se omite su esencia absurda y se asocia con arbitrios de la cotidianeidad. Esta forma, más bien de abulia, de falta de voluntad y de motivación, diferenciada de la apatía patológica, no se manifiesta en sujetos particulares, así como no tiene razones ciertas.

Si bien la akrasia puede pasar por una simple desmotivación, su frecuencia nubla crecientemente los espejos. La inacción no justificada y la postergación de aquello por lo que hay tanto disposición como necesidad de hacer no está libre de culpas. El peor síntoma de la akrasia es el que se sufre pasado el punto de desviación o inmovilización. La decepción de uno mismo es tan fría y palpable como la superficie del espejo que devuelve el rostro ahora ajeno. Cuántas veces no habré actuado contra mi propia voluntad, sin que ninguna fuerza me desviara de mí, más que yo mismo. Y cuántas veces no habré visto mi rostro desvaírse, como si el espejo en que me miraba —de reojo, en un ángulo perdido— hubiera sido una cascada en cuyas gotas se enumeraran mis decepciones.

¿Qué hacer con esta baraja de reflejos, cada uno más alejado del rostro original? El laberinto de la voluntad es incompasible: pandemonio de la mente, los demonios no surgen de los muros, sino de los espejos. ¿Cómo no querer renunciar a ellos cuando la mirada está en llamas? No hay escape, alguien más vive conmigo y corta la baraja en dos mitades: un infinito frente a otro, conmigo de por medio, rodeado de lo que busco evitar de mí mismo, pero inmóvil. Infiernos de la voluntad: siempre hay un espejo en el espejo.

 

Agnosia

El miedo posee simultáneamente la condición del símbolo y del espejo. Es la confrontación que define a los absurdos: los símbolos connotan ficciones y ocultan realidades, los espejos denotan presencias y las multiplican. El miedo trae consigo una mínima e insuficiente intuición de lo desconocido; es el emblema de lo que ocultan los reveses ignotos de un hombre y es, al mismo tiempo, su reflejo, una sombra que traza rasgos esenciales de sus intimidades absurdas, no por irracionales, sino por incomprensibles.

En varias de sus ficciones y confesiones, Borges reconocía su aversión a los espejos, pues multiplicaban el pulular de los hombres; o bien, podría decirse que era una afición insana, no subsanable siquiera por la ceguera, sino lo contrario: “En la tersura / del agua incierta o del cristal que dura / me buscas y es inútil estar ciego. // El hecho de no verte y de saberte / te agrega horror, cosa de magia que osas / multiplicar la cifra de las cosas”. En él confluye, además, que el espejo se vuelva símbolo, contradicción encarada consigo misma: en el reflejo, lo oculto queda a plena vista, mas no pierde el ánimo de ficción. Lo aparente se muestra ilusorio, las formas de los arquetipos se degradan. La abominación de los espejos puede consistir en la multiplicación, la infinitud, los artificios de la geometría, pero también en la simetría inversa, la deformación, la acechanza.

El hombre que vive en la casa de espejos —minotauro de su propio laberinto, inquisidor de su propia alma, el que lleva a costas la akrasia y los absurdos— pierde un poco de sí en cada reflejo. Se le dificulta identificarse metafóricamente, pero, a veces, también en carne propia.

Cuando comencé a asomarme en la madriguera de los espejos y a cuestionar al hombre que extendería sus brazos hasta el fondo de mis profundidades para salvarme, en caso de caer, también dudé de la imagen que reflejaban. Es sabido que al mirar largamente en el reflejo uno se empieza a disociar, pero ¿qué pasa cuando los avatares empiezan en la mente, en los espejos íntimos? Uno es capaz de convencerse de casi cualquier cosa. La memoria no busca la verdad, sino talismanes de una realidad. Tiempo antes de estas páginas —cuando apenas existían en mi mente— las fotografías y los espejos me empezaban a parecer esquivos. Debo admitir que no preví las consecuencias prácticas de concluir que nunca he estado realmente aquí, que yo no soy yo y que mi conciencia no es tal cosa ni ninguna otra. No obstante, las abstracciones de mi razón no fueron más que eso: un razonamiento absurdo. Pero abundan entre los hombres los casos de quienes no deben someterse a ningún silogismo para negar su identidad.

Conforme se fue desenvolviendo en mí esta idea, di con un vago diagnóstico de la ausencia. La agnosia es el rechazo de los espejos; no su renuncia, sino la imposibilidad de asomarse en ellos. La metáfora no es menor: todo lo que requiere de percepción sensible para ostentarse como real puede figurarse como un espejo, pues se muestra a su vez como símbolo y como realidad nombrada, multiplicada por cada hombre que la percibe y multiplicada infinitamente por toda la sucesión de momentos. El tiempo, sobra decirlo, también es un avatar de los espejos. El agnósico —no debe ser casualidad la inevitable remisión al agnóstico— es aquel que sufre de una alteración de las capacidades de la percepción que le impide reconocer ciertos amuletos de la realidad: las sensaciones que proveen los sentidos, los olores, los sonidos, los colores, las formas visuales, las materias táctiles, los objetos familiares, el dolor, las voces, las expresiones, la gente, los dedos de la mano… él mismo.

Distintos tipos de agnosia se manifiestan según son invocadas por las lesiones cerebrales de distintos pacientes y se relacionan, a su vez, con otros síndromes y afecciones, mas no con la incapacidad de percibir naturalmente los estímulos. Al pensar en la enajenación de los espejos, me interesa, en particular, la prosopagnosia, la incapacidad de reconocer rostros familiares y, en especial, aquella en la que no se reconoce el propio. Más allá de la etiología médica y de mi ignorancia sobre cualquier tema relacionado con ella, pienso en las distancias personales que se tienden con la idea de uno mismo cuando no parecen suficientes los espejos para sentir esa presencia o, peor, cuando su abundancia se convierte en persecución.

La inhabilidad de reconocerse en los reflejos causa un vértigo extraño. No podría hablar de prosopagnosia, pero sí de los ofuscamientos de la congruencia, de las causas que llevan a evadirse en las superficies reflectantes. No es fácil aceptar las imperfecciones, enfrentarse con los infiernos íntimos, palpar las incongruencias voluntarias e involuntarias. Sin embargo, el egoísmo nos precipita contra nosotros mismos: que Narciso se mire largamente en el estanque no es en sí una señal de enamoramiento, puede ser también extrañeza hacia lo irreconocible, un estudio masoquista de las cicatrices y desproporciones, incluso una atracción por el abismo inundado, por su fondo apacible, por las postrimerías del ahogamiento y sus revelaciones. Narciso bien podría haber contemplado primero el suicidio en el agua que en la tierra, pero las señales suelen evidenciarse a deshoras. ¿Qué flor habría surgido entonces?

El egoísmo podría no ser desdeño hacia los demás, sino, más bien, hacia uno mismo. Agnosia voluntaria: Narciso se priva de percibir el mundo que lo rodea. Pero el egoísmo y todo lo que puede vestirnos de maldad no es la verdadera amenaza. Tememos la mera posibilidad de la incongruencia, la potencialidad de revestirnos de pieles contrarias a nuestras convicciones, hasta el punto de no reconocernos: prosopagnosia potencial. Es más sencillo reconocer las fallas que su proximidad al espíritu cuando se creen lejanas. La compañía de los demás es nuestro norte en la moral cotidiana. Tribu de narcisos, nos acompañamos en la salida del ensimismamiento y los abusos, pero siempre encontramos una forma de burlar las convenciones o nos percatamos, muy tarde, de que se ha caído en aprovechamientos inconscientes, o, peor aún, que estamos en posibilidad de cometerlos. ¿Cómo no abusar de esa posición si, en ocasiones, parece imposible controlar las circunstancias que nos mueven o, aunque cueste aceptarlo, a veces deseamos hacerlo? ¿Son punibles esas oportunidades o sólo importa si se aprovechan? Parece una cuestión de congruencia: con qué tela se viste la realidad y cómo la vestimos nosotros.

Aproximarse a los espejos con honestidad implica reconocer estas manchas, saberse vestido de espinas. Es tentador desvestirnos de esas telas para tapar las superficies incómodas. Uno niega su potencialidad de egoísmo, como la madre que niega imaginar una vida sin su hijo recién nacido, la pareja sin su pareja y, en ocasiones, como quien niega arrepentirse de su vida y se somete a lo conocido, lo ajeno pero familiar. Sin embargo, no se puede abandonar la culpa; la mente tiene telarañas para todos sus insectos. Las agnosias del alma son un espejo ineludible. Así como para Borges la abominación consistía en la multiplicación del número de hombres, de la misma manera las culpas se reduplican, pues además de poblar el planeta con rostros disímiles, a cada uno corresponde el esfuerzo para evadirlas.

El tiempo también trae sus deformaciones: quien busca escapar de su pasado se ve perseguido por el recuerdo, y no es el arrepentimiento lo que pesa, sino la incapacidad de reconocerse como el mismo. El agnósico incómodo en su presente pierde algo más que a sí mismo: la esperanza de ser otro. El futuro está poblado de pasados reiterativos.

Quien teme a los espejos no se teme a sí mismo, pues sabe que no es eso que observa; a lo que verdaderamente teme es al otro, que bien puede ser él mismo, pero disociado, rechazado. ¿Hasta qué extremo de la agnosia metafísica tiene que llegar un hombre para rechazarse por completo, para despojarse incluso de la presencia que le da la vida?

Narciso se va del estanque, cruza bosques de tiempo y, al salir de la página, empieza a leer los incontables volúmenes que albergan todo lo que se ha dicho de él, hasta encontrarse.

 

Ars moriendi

“Rebelarse contra la muerte es fruto de una inspiración momentánea; sólo el miedo a la muerte es duradero y profundo” escribe Emil Cioran en El libro de las quimeras. “No podemos sostener una lucha contra la muerte; podemos sólo ahogar temporalmente el miedo a la muerte”. Escribir, nuevamente, sobre la muerte es una forma de evitar que su idea nos consuma, pero no sólo escribir, sino también pensar en ella, darle cabida en el espíritu o, más precisamente, en una concepción de nuestro futuro. Ensayar la muerte es escribir sobre ella a manera de exploración, aproximación, examinación, reconocimiento, tanteo, indagación, búsqueda, pero, a su vez, ensayar en el sentido propio de la palabra: practicar, hacer pruebas, anticipos, adelantos, simulacros. Es fácil aceptar sólo uno de ambos sentidos. Se puede ser formalista y descartar que haya un verbo más para la acción de hacer ensayos que “escribir”, y que, por lo tanto, la expresión “ensayar la muerte” no es más que una incitación. O bien, se puede refutar la contradicción aparente de que la muerte pueda realizarse más de una vez; reconocer que, por más preparativos, no se puede ensayar una acción desconocida y definitiva. Debo admitir que también existe la posibilidad de negar ambos, para lo que no tendría sentido hablar de la muerte en lo absoluto. Quizá haya algo de razón en esa sanción, pero algo en el hombre ha hecho necesario pensar en su propia ausencia.

Ensayar la muerte implica pensar en sus preparativos, es decir, en la vida. Rehuimos la idea de una desaparición total y nos refugiamos en las ficciones de la reencarnación. A decir verdad, no sabemos de cierto nada sobre ellas, pero sí del temor no sólo a la muerte, sino también, y sobre todo, a hablar de ella. Más culturas de las que quizá nos atreveríamos a suponer ostentan una inmunidad a los temores de la pérdida. Las procesiones de muertos, momias, exhibiciones de cadáveres, incorporaciones al folclor y demás muestras de renuncia a los tabúes no son más que evidencias de lo opuesto. El que se viste de muerte no la vence, trata de asimilarla para que no termine por vencerlo; no la supera, la integra a su repertorio de símbolos para posponer la afrenta. Se ha hablado tanto de la muerte porque el espejo que da nombre y que afirma lo que acontece sobre la tierra se yergue sobre todos, afortunadamente, por igual. Sin embargo, una parte de lo que se ha dicho de ella se pierde eventualmente. Cada época debe pelear contra sus propias sombras, aunque parezcan iguales por oscuras.

Ensayar el arte de morir parece baladí, pero la idea fundamental no tarda en volverse problemática. Ensayar la muerte implica necesariamente ensayar el suicidio. Las naciones podrán alardear de sus reivindicaciones de la muerte, pero no osan apuntar con la misma claridad a las causas del suicidio. Por más absurdos y desconciertos que tenga detrás, la noción de causa permanece general e inteligible. La preparación de la muerte es un propósito vago si no se contempla la muerte digna y ésta, a su vez, no puede entenderse sin la posibilidad del suicidio. La distancia con la muerte puede ser un bálsamo, pero a veces el cuerpo quisiera acercar la premonición. La inmortalidad es la peor de las abominaciones para un espíritu —o para lo que se dice de su apariencia— cuya naturaleza es mortal, pero ciertas vidas, en compañía de una situación infausta, pueden extenderse a laceraciones vertiginosamente próximas a la inmortalidad.

Todo lo ensayado hasta aquí apunta al suicidio que no busca el escape de las aflicciones del cuerpo, sino al que se encuentra revestido de contradicciones. Pensar en el suicidio de cualquier ser humano —incluso, potencialmente, en el propio— lleva a pensar en lo que permanece invisible para los espejos, pero que, al igual que para Borges, no por la ceguera resulta menor. Es fácil creerle a Camus cuando abre El mito de Sísifo con la consabida frase: “No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio”, y convencerse cuando cierra con “Hay que imaginarse a Sísifo feliz”. Sin embargo, me parece que, sin tratar de repetirlo, se puede extraer aún más significado de lo que acompaña a esa última oración: “La lucha por llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz”. Más allá de la aparente motivación que naturalmente rehuiría cualquiera con una noción honesta de los sufrimientos de la vida y de las motivaciones del suicidio, esa “lucha” no tiene por qué referirse necesariamente al desistimiento del suicidio, sino a lo que lo preceda, en caso de suceder.

Es útil voltear hacia el suicidio cuando los espejos ya te reflejan muerto. Me atrevería a decir, incluso, que el pensamiento suicida puede ser una forma de aliciente de la vida. Entender de cerca el suicidio, aproximarse a él hasta los límites posibles e imponerse la espada de Damocles me parece la única manera de convencerse de si es o no la mejor decisión. Sucede que la mayoría de las veces no lo es, y he ahí su riesgo más grande, pero, usualmente, quien busca disuadirse de él no tiene en mente estas consideraciones. No se puede argumentar con la belleza de la vida con alguien que vive bajo la certeza —por cierto, atinada— de que el sufrimiento es una cualidad inherente a la existencia. Hay que señalar las causas, pero no en las desventuras vivenciales, las decepciones, la soledad, el aprieto, la deshonra. La motivación más profunda no se encuentra en la experiencia, sino en lo que la precede. En Del inconveniente de haber nacido, Cioran continúa su sentencia: “No corremos hacia la muerte; huimos de la catástrofe del nacimiento”.

Todo aquello con lo que puede forjarse el alma es ajeno, de ahí su negación como condición primordial de la vida. Todo cuanto me hace, me niega. La mínima noción de mí mismo no es más que una apariencia señalada por todo lo que la conforma. ¿Por qué no habría de querer terminar esta ficción y, con ello, afirmar lo único de mí que es auténtico?

“Lo más profundo y completo que puede expresar el hombre no lo hace con palabras sino con un acto: el suicidio. Es la única manera de decirlo todo simultáneamente como lo hace la vida”. También es fácil desvirtuar a Jaime Sabines en excesivos sentimentalismos, como suelen hacer con la idea general del suicidio quienes no lo rehúyen. Decir que el suicidio es una expresión definitiva no es un intento de reivindicación para hacerlo más apacible, es señalar algo evidente para la intuición. El suicidio es la única marca de la voluntad que no se impone naturalmente; el miedo y el vértigo la desisten, cual si toda la tribu humana estuviera en el corazón del hombre.

Ensayar el suicidio es preparar la vida, hacerla digna para recibir la muerte. De ahí que lo más valioso no sea el suicidio en sí, sino su previsión. Tampoco la resignación a la vida, sino su afirmación, la disposición para aceptar una declaración de la voluntad. Decidir es renunciar a los espejos, a sus laberintos e infinitos, a los avatares de su desconcierto, a los afanes de la permanencia y las negativas del alma. A nada de eso se renuncia si no se ha encontrado primero. Uno debe acercarse a los abismos para estudiarlos y, después, tratar con lo aprendido las oscuridades íntimas. Entre todos los sufrimientos posibles a los que somete el hecho de vivir, un buen consuelo es sentirse verdadero, hallado, con nombre, saberse aquí, no por artificios de la naturaleza, sino por el ejercicio de la libertad. Y es cierto, la libertad absoluta es tan sólo una quimera, así como las modalidades personales de su sensación no son más que apariencias. Pero ¿no son suficientes las ficciones y los sueños? No estoy realmente aquí, y nunca lo he estado; peor aún, no lo estaré, pero ¿no me basta sentir que lo estoy, lo he estado y lo estaré? Lo mismo podría decirse correlativamente de cada tiempo: todo lo que posibilita una apariencia bien puede serla en sí misma. Y aun con todo, me basta lo incesante.

No estoy más a cargo de mí que el mundo de sus albures; sin embargo, una fricción entre ambos ha encendido este infierno. ¿No es real el sufrimiento? La mera existencia del fuego es suficiente para hacer sentir la presencia de la carne. La muerte, con todo de por medio, algo aviva entre los peores prospectos. El arte de morir no consiste en perecer a la llamarada, sino en saberse verdadero en ella. El suicidio no es la inmolación, sino la vida que se forja para sobrevenirla.

 

Ataraxia

El ave no sabe de parvadas, pero le basta el cielo. Aquí, en la tierra, me basta nombrar la soledad, pues por ella sé de los otros. Me basta una vaga noticia de la muerte, pues por ella sé de mi vida. A veces bastan dos pies en la tierra para que ahí se sepa que, incluso en la región más baja del cielo, los pasos dan presencia.

A veces son suficientes un par de palabras. Estas páginas no guardan otro afán que el de la compañía. Todavía me son ajenas las certezas de todo cuanto no es evidente en los espejos. No creo que haya forma plena de comprender el suicidio más que por su impronta, pero no todo necesita atravesar la razón para asimilarse. La intuición sabe de lo condicho sobre los infiernos. Una llama en el espejo es un incendio; sin embargo, a su vez, los laberintos de lo infinito se iluminan. Ningún sufrimiento es el primero, como ningún alma es irreductible a sus vicisitudes. La falta de ánima es mi ánima, las inmovilizaciones de la akrasia son mi akrasia, los sobresaltos de la agnosia son mis miedos, la muerte que se abrasa es la muerte que abrazo, los suicidios pretéritos son mi entendimiento de los suicidios venideros, pero así también espero que mi ataraxia sea otra calma. Algo doy a los espejos en espera del milagro de su aritmética.

Me aproximo a los espejos para saber más de mí, pero también de ellos, de sus refracciones y multiplicaciones. Busco en mí una presencia —ilusoria incluso— que permanezca en el eco de lo que se guarda. Ser apenas una intuición en quien me escucha, una voz profanada en secreto desde las ruinas de la catarsis. Algo hay de abominable en la eternidad que propagan los reflejos, es cierto, pero también hay pulsos que se elongan, confidencias, presencias como pensamientos habitables.

Escribo con la precaución de no perturbar el silencio de donde emergen las cosas. Un suicidio deja palabras inhóspitas entre los labios, soledades nunca pronunciadas. En la ausencia hay algo imperturbable, sagrado incluso. Nunca realmente aquí y, sin embargo, siempre. Todo lo que es propio del hombre es real, hasta esta alma esquiva. Escribo con murmullos, cada vez más bajos, casi suspiros, como si entre uno y otro pudiera escuchar el eco de los espejos repitiéndose uno contra el otro. Cada vez más bajo, el sonido de las palabras duerme. No tengo respuestas. De los espejos me queda indagar su silencio. ¿Quién se ha dejado de asomar en ellos? ¿A dónde fue la luz de esa falta? Siempre en fuga, la transparencia se refleja por la ausencia: ya no hay cuerpo que la impida.

Ahora no tengo más preguntas, sólo un pensamiento casi imperceptible, como un sueño que se aproxima a la vigilia. Todo a mi alrededor se desprende de su peso. En alguna región de mi conciencia, surge la melancólica intuición de que alguien está aquí, entre estos espejos, rodeado de mi alma. Nada lo perturba, nada lo nombra. Algunas cosas se quedan así, invisibles, y no por eso menos reales.