En la esquina de Río Nazas y Río Tigris, en la Cuauhtémoc, sucedió lo que sucede en cada esquina bien aprovechada de la ciudad: una reunión. Algunos han sabido aprovechar la naturaleza social de las esquinas con restaurantes, cafés, bares o tiendas, donde la toma de banquetas es más legítima que el ambulantaje y ha significado una ínfima victoria de expansión o mejoramiento de esos espacios para los clientes, los meseros y los caminantes perdidos en la madrugada. Para asegurar el terreno con la todopoderosa alcaldía Miguel Hidalgo, a cambio del pago de una cuota mensual, tres mordidas, dos testigos, una carta notarial y tres meses de espera, el Café Quienqué logró colocar dos mesas cromadas con tres sillas Ezpeleta sobre Río Nazas, y dos más sobre Río Tigris. La última promesa a la que se tuvo que comprometer el Quienqué fue no permitir a los comensales fumar en sus trincheras, sino tres pasos más allá, para que el humo sólo alcance a los demás como una casualidad de la brisa.

Martín Barrilla trabajaba en Reforma, en un corporativo competitivo donde tenía un puesto no tan competitivo, pero tampoco insignificante. Era el orgulloso dueño de un traje gris de algodón, hecho a la medida, pues el negroera para el funeral de su tía y él nunca combinaría asuntos personales con profesionales. Participaba cada año en la posada organizada por la compañía, que le servía para hablar con el jefe de área, quien nunca se había aprendido su nombre, y era también una oportunidad para que el de sistemas le pegara a la piñata, imaginando que representaba todas esas malditas tareas que se pudieron haber resuelto con tan sólo apagar y prender el equipo. En su cabello ya se podían observar las entradas por y para el estrés, su barba estaba rasurada en zonas estratégicas para definir los rasgos faciales y, de alguna manera, había evitado la necesidad de usar lentes, a pesar de estar frente a un monitor la mayor parte del día. Nunca malintencionado, era alegre, intuitivo y poco temperamental, pero tomaba la crítica a cuenta personal. Ese jueves por la tarde debía estar en el Quienqué desde las cuatro, pero el tránsito no cooperó.

Octavio estudiaba la Maestría en Letras Alemanas en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Estando tan cerca de la Facultad de Derecho, decidió irse por otro análisis de Demian y la sexualidad reprimida de Emil Sinclair, como si el querer decir de Hesse no fuese tan variable como sus ediciones o traducciones que acompañan a la obra y la reinventan. Él prefería a Dieterich sobre López-Ballesteros, porque la versión de Dieterich, según él, es la traducción literal de Hesse, como si debiese existir un texto definitivo donde el traductor no cree una obra nueva. En fin, una religiosidad con resultados catastróficos. Buscando los huesos del infrarrealismo, o realvisceralismo, Octavio Grajales decidió apostarle todo a revolucionar Latinoamérica junto con sus compañeros. Se le podía encontrar con frecuencia en el Auditorio Che Guevara ofreciendo cursos de hidroponía o repartiendo panfletos afuera de la facultad. Algunos dicen que participó en la xhue-voz, pero que la abandonó para trabajar en el Café Zapatista del pasillo central. Siempre fue un activo participante en las asambleas estudiantiles, ya sea acaparando el micrófono o como un constante en la mesa de moderadores. Múltiples veces fue cuestionado por su rol en la mesa, pero esos revuelos tenían poca relevancia, ya que muchas veces eran incitados por grupos porriles o por personas a las que nunca se les había visto en la facultad. Era regordete, con una cara redonda que llenaba sus ojos cuando sonreía y cabello rizado que no se había cortado y lo hacía parecer un árbol frondoso. Era amante de recorrer la ciudad a través de los sistemas colectivos de transporte y de la cercanía que estos ofrecen con otros usuarios. Llegó a tiempo junto con Cristina, con quien acordó verse en Reforma, al lado de la parada del Ángel.

Chef, sous chef, chef de partie, sauté chef, chef de tournant y commis chef. Con tantos chefs, la palabra se vuelve repetitiva, extraña, ajena y extranjera, tal vez porque lo es. Ya sea que se prefiera el chef que hasta el siglo xii, en Francia, era cabeza; o el del xvi, que trascendió fronteras y se adoptó como jefe, o como chief,para los anglosajones, queda en cada uno. Yo prefiero la primera, pues nos permite imaginar al sous chef como el cuello que une la cabeza con el cuerpo, al chef con su cocina y su equipo; el que al conectarlos hace posible la comunicación, pero que también tiene que cargar el peso de la cabeza. Vale la pena cuestionarse si esto no se trató de un juego de palabras macabro de los franceses y sus conocidos conflictos con los cuellos hasta 1977. En fin, Cristina Olmedo era el cuello de Elokua, término francés dentro de un restaurante gourmet mexicano con nombre en náhuatl. Luis Felipe I y Napoleón III estarían orgullosos. Con brillantez y atención a los detalles, Cristina había logrado convertirse en la prodigio número uno de Elokua, siempre con un cuidadoso balance entre la vida laboral y la personal. Soñaba con abrir su propio restaurante, así que diseñó un cuidadoso plan a once años, pero, antes de llevarlo a cabo, quería ser la chef de Elokua. Su mayor defecto era la falta de autorreflexión. De cabello negro, pesado y brillante, usaba lentes, porque ¿quién no usa lentes ahora? Contaba con la bendición de vivir a una colonia de Elokua y amaba caminar para ir al trabajo, salir con amigos los jueves e ir al supermercado. En fin, hacía su vida con los pies. Junto con Octavio, ya llevaban dos ceniceros esperando a Martín. Los meseros ya dudaban si pedirían algo o si sólo los estaban usando para orinar en sus baños y llenar sus ceniceros.

—Por fin, ahí viene el cabrón —dijo Cristina, apagando su sexto cigarro del día.

—Perdón, ya sé, ya sé que dijimos que a las cuatro y son cuarto para las cinco, pero tuve que agarrar por el Circuito Interior porque por Mariano Escobedo está el paradero de Suburbans en el Camino Real, y Río Tíber no era opción, porque ya saben cómo se pone Reforma a esta hora. Además, para encontrar estacionamiento me tuve que ir hasta Río Éufrates y comprarle al de la birria para tener cambio para el parquímetro.

—Ni pedo —dijo Octavio, mientras agarraba la carta y disimulaba que buscaba qué ordenar, a pesar de que ya le había hecho ojitos a la foto de unas enchiladas suizas en la que se podía notar con claridad que se usó ese queso laminado que no se deshace y que el relleno de pollo sólo podía ser una esperanza—. Yo voy a pedir unas enchiladas suizas. Ya deberías ir pensando en deshacerte de ese coche, total, te quedan cerca dos líneas del Metrobús o puedes agarrar el Metro desde División del Norte hasta Hidalgo.

—Ni digas, Octavio. Nada más porque hoy tuviste suerte, pero acuérdate cuando fueron a cenar a mi casa e hiciste el transbordo en Centro Médico con dirección a Pantitlán. Fue hasta Jamaica que te diste cuenta de que era para el otro lado —dijo Cristina, también mirando la carta, pero ella se estaba debatiendo entre la crepa de jamón con queso y las mismas engañosas enchiladas suizas, tal vez por el comentario de Octavio o porque esa foto mal recortada y tan obscena cumplía su labor divina.

—Bueno, el punto es que ya estamos aquí —dijo Martín, tratando de calmar a sus hambrientos amigos.

Cristina y Octavio llamaron a un mesero a través de la ventana al mismo tiempo, sin saber si era el que había sido asignado a su mesa. Había pasado tanto tiempo que ya no recordaban. El mesero en cuestión se sorprendió de que por fin pidieran algo, así que no le importó tomar la orden, a pesar de que no fuera su mesa. La anotó y se las repitió para confirmarla. Cristina cambió de opinión en el último segundo y se decidió por las crepas, porque podría probar las enchiladas de Octavio. Agregaron una limonada para Martín y dos naranjadas para Cristina y Octavio.

—Y a todo esto, Octavio —dijo Martín con genuina curiosidad—, ¿qué es lo que tanto te gusta del transporte público?

Cristina hizo una mueca para esconder la risa. Ya sabía lo que seguía.

—¡Qué pregunta tan ingenua! Justo por eso sé que eres un extraño en tu propia ciudad.

—No seas culero, te estoy preguntando en buen pedo.

—Pues… ¿por dónde empezar? —dijo Octavio con vitalidad y arrogancia renovadas.

Hasta parecía que sus niveles de azúcar no habían bajado por pasarse su hora habitual de comida. Estaba listo para atacar a su contrincante. Lamentablemente, su buen amigo era el receptor del sermón.

—El transporte público son las venas de la ciudad, donde nuestras virtudes y carencias quedan al descubierto. Los acontecimientos se vierten constantemente: hay intercambios, amor, robos, violencia, llanto, cultura, profecías, sorpresas y sorprendidos. Todo lo que sucede en el Metro queda limitado únicamente por las paredes y el espacio subterráneo. Ya lo decía Monsiváis cuando dijo que la censura en el Metro había muerto. Cada escena, ya sea limitada o ilimitada por el vagón en el que viajas o la estación en la que estás, queda al descubierto. Lo que ofende a la mirada no está en el Metro, sino en el Pedregal, en Bosques de las Lomas o en Santa Fe, donde la concentración de dinero representa la insolencia del gasto y pocas veces es bien habida. Es el medio de transporte más democrático: nadie está por encima de nadie y, en las horas pico, se coexiste en un espacio de milímetros. Si no fuera por el Metro y el Metrobús, las recurrentes manifestaciones no serían posibles.

—Bueno, pero defiéndelo sin apelar a tu ideología —dijo Martín—. Es un sistema colapsado por la cantidad de personas que lo usan. Opera en números rojos desde que tengo memoria. Su alcance está limitado a las líneas existentes, que tampoco son garantía, como la Línea 12, que, con la prisa de Ebrard en el 2012 para terminar su último acto político, le resultó como una patada en los huevos. El Metrobús constantemente está en obras y los peseros, que supondrían el alcance total de la ciudad, son más bien ataúdes con ruedas.

—¡Ah, es que nos olvidamos de que Martín apoya la dictadura del automóvil! —exclamó Octavio, apuntando al cielo con el dedo como un predicador.

—¿La dictadura? —preguntó Cristina, soltando por fin esa risa escondida—. Yo lo veo más como un anarquismo egoísta. Si Stirner viviera, tendría un Mazda 3 rojo.

—Bueno, ¿y los taxistas? —preguntó Octavio, mofándose de Martín.

—Serían Proudhon —respondió Cristina, un poco más pensativa—. Juegan entre la izquierda y la derecha, entre la asociación con los sitios de taxis y el individualismo con los merodeadores de las calles. Se quedan con la libertad, definitivamente.

En ese momento apareció el mesero asignado a su mesa con sus respectivos platillos y bebidas. Por cordialidad, les preguntó si necesitaban algo más; ellos, por la misma cordialidad y la costumbre, respondieron que no. Cristina observó la pulpa de su naranjada y se sorprendió de que, por tal precio, estuviese recibiendo jugo de naranja natural. Luego, se preguntó si saldría más barato un jugo embotellado. Pensó que no tendría sentido, porque hay más labor de por medio, pero recordó que la Coca es más barata que una botella de agua. Martín observó el vapor de las enchiladas suizas de Octavio y, por alguna razón, se le antojaron, pero recordó que ya había comido birria. Le preguntó cómo estaban, a lo que Octavio respondió que no tan buenas porque les faltaba pollo. Le pidió un bocado para confirmarlo y poder comentar sobre el queso. Martín le dio un sorbo a su limonada para corroborar lo que sospechaba: nadie puede meter la pata al hacer una limonada.

—Y a todo esto, Cristina —dijo Octavio mientras se metía un bocado a la boca—, vives en una zona delimitada, no conoces la ciudad, sólo caminas.

—No es cierto, claro que conozco la ciudad. Mi ventaja es que Elokua me queda a tiro de piedra, al igual que todo lo que necesito a mi alrededor. Me gusta caminar porque me permite conocer la ciudad de manera personal. Cada calle cobra sentido y lo que la conforma no es parte ya de un paisaje, sino de un camino. Hablando de democracias, en el caminar se permite todo: puede ser una actividad individual, colectiva, grupal e incluso íntima. Al caminar, te permites interactuar con los personajes de la ciudad. Hablabas de Monsiváis hace rato, él mismo mencionó que caminar en La Lagunilla demostró ser una actividad formativa. Ni él, ni el siempre controversial Salvador Novo, se volvieron los cronistas de México sin aprender a caminar. Quizá por eso el Novo aristocrático es tan criticado. Me suena a que Octavio extraña el D. F. No quiere aceptar que la ciudad, y, con ella, el transporte público, es ya una ciudad posmoderna que ha alcanzado su techo histórico. Quieres vivir en el D. F. de los tranvías que describió Friedeberg, salir del Cine Savoy y, ahora sí, vivir el verdadero anonimato y la censura.

—Pero hay límites en la caminata… —argumentó Octavio.

—Si vas a mencionar la inseguridad a la que me expongo, ni te atrevas. En el Metro, no estoy segura; en el Metrobús, no estoy segura; en el coche, no estoy segura; en un taxi, no estoy segura; caminando, no estoy segura.

El mesero llegó una vez más para recoger los platos vacíos y para romper la realidad de dos hombres que ahora pensaban que la ciudad que habitaban no era la misma que la de quien tenían enfrente. Lo mejor que pudieron hacer fue guardar un penoso silencio. Octavio no mencionó la falta de pollo cuando le preguntaron qué le había parecido su platillo. Martín miró por última vez el vaso que lo hizo consciente del regusto ácido en su boca, por el limón y el jarabe. Cristina le facilitó su plato al mesero y él les ofreció la carta de postres y un momento para mirarla.

—Y bien, Martín —dijo Cristina—, explícanos el porqué de tu coche.

—Es una mera cuestión de comodidad. Puedo moverme adonde quiera, tengo mi propio espacio a la hora que quiera, decido qué escucho, decido la temperatura y, cuando el tráfico coopera, puedo estar en dos lugares a la vez si quiero. Desde la construcción del Periférico, es claro que la ciudad se hizo para los coches, además de que es la mejor manera de capturar su esencia.

—¡Eso no tiene sentido! —exclamó Octavio—. La ciudad se expande conforme a su transporte público. Las obras del Metrobús siguen y, desde 1969, el Metro ha demostrado ser la obra monumental de la ciudad.

—¿Vas a conocer la ciudad desde tus tres vidrios y tu espejo retrovisor, Martín? —cuestionó Cristina—. Estar atrapado en Calzada de Tlalpan de seguro te ha dado mucho tiempo para explorar. Además, puede ser que la ciudad haya sido construida originalmente para coches, pero eso es cosa del pasado.

—Además, el resurgimiento de la bicicleta es una clara victoria para el transporte público —remató Octavio.

—¡Para nada! Es claro que la bicicleta y el peatón son pareja. Cada ciclovía, cada calle cerrada para dejarla a peatones y ciclistas, cada espacio que se le quite al coche, es una victoria para nosotros. En cambio, para el transporte público, no es necesariamente cierto. Además de que el transporte público no se adapta a las bicicletas, el ciclista puede hacer los mismos recorridos que el peatón, tanto de manera comunal como individual —argumentó Cristina mientras, por el rabillo del ojo, vio acercarse al mesero para preguntarles si ya se habían decidido por algún postre.

Apenados e incapaces de reconocer su descuido, optaron por pedir la cuenta.

—¿La separamos? —preguntó Octavio.

—Claro, como siempre, cada uno su parte —respondió Cristina.

Se levantaron y, tras una cálida despedida, cada uno emprendió su viaje en su respectiva ciudad.