Se puede escribir poco o mucho sobre el caminar, precisamente porque representa una condición existencial del ser humano. Para lo cotidiano, a menudo nos faltan o nos sobran las palabras, desbordados, como estamos, por la experiencia convulsa de las cosas, cuya magia secreta rehúye los lenguajes que tratan de apresarla para entregarla al lector como un mensaje coherente y atesorado. Naturalmente, vivimos inmersos en el fenómeno de la errancia y, por eso, escribir acerca de ella constituye un desafío. Pero acaso debiéramos atender el consejo del itinerante poeta alemán Rilke, místico de la despedida, que se expresaba a un joven lector con las siguientes palabras: “Sálvese de los motivos generales yendo hacia aquellos que su propia vida cotidiana le ofrece”.1

Sin embargo, aun el aventurarse a recrear esos temas comunes (el amor, la muerte, los dioses, etc.), tan caros a una vasta tradición artística, representa un movimiento ambulatorio, indicio de que todo acontecer humano —incluso nuestro propio proceder en la concreción de estas imperfectas reflexiones— está inserto en la dinámica errante del devenir. En este sentido, William Hazlitt, ensayista portentoso en quien el romanticismo alcanzó su cumbre en la prosa, afirmaba lo siguiente acerca de cómo la creatividad se nutre de un sentimiento de lejanía: “Los objetos lejanos gustan porque insinúan una idea de espacio y gran dimensión y, al no estar cerca de la mirada, la imaginación los reviste con colores indefinibles y livianos”.2

En efecto, cuando alguien toma entre sus manos este número dedicado al caminar y lo abre en alguna de sus páginas, ¿acaso no evoca en su mente la memoria de un antiguo paseo, cuya lejanía en el tiempo y en el espacio lo hacen revestirlo de un halo de leyenda que, probablemente, no tenía cuando el cuerpo y la mirada se entretenían en sortear la escalada de una roca o en apreciar la belleza de un paisaje? De allí la intensidad que imprime la memoria en las sensaciones que tuvimos cuando éramos niños, desde la ensoñación de Proust, que despierta con el aroma de una madeleine, hasta la impresión causada en Nicanor Parra cuando su padre lo llevó a conocer al “gran señor de las batallas” y le dijo, por primera vez, “este es, muchacho, el mar”.3 Nada podrá borrar la marca de aquellas primeras impresiones:

Ni el resultado que en mis ojos tuvo
Ni la impresión que me dejó en el alma.4

Pero volvamos ahora, después de esta breve digresión, al sendero principal de nuestro ensayo. Se marcha “de la tumba del vientre al vientre de la tumba”,5 y entre el nacimiento y la muerte sólo hay un largo caminar lleno de obstáculos e inconvenientes que, conforme pasan los años y las situaciones mutan —se dejan atrás peligrosos pasajes o se opta por rutas alternas para evitar el cruce de zonas infranqueables—, se nos revelan como configuradores de nuestro carácter. Ya sea que se trate de la embestida a un dragón y el rescate de la princesa por un apuesto caballero, la prolongación del sueño de un vampiro hasta las primeras luces del alba o la salvación de una aldea en manos de una joven sacerdotisa, proezas solemnes de heroísmo o patéticos arrojos bufonescos —como es el caso del hidalgo de la Mancha, que se enfrenta a los jayanes de la corrupta Edad de Hierro—, siempre estamos contándonos historias de un viaje a lo desconocido, y son precisamente estas historias las que articulan el sentido de nuestra presencia móvil en la tierra.

Ulises, en la corte de los reyes feacios, no hacía otra cosa que traducir en palabras lo que había sido agonía entre mares y cuitas sin fin. Y podemos pensar que es esta narración de los hechos —en la que el individuo asume un lugar en su propia historia— la que finalmente asegura su retorno a Ítaca, más que las condiciones externas a su persona. Vivimos odiseas por el simple y sencillo hecho de narrar nuestro pasado, y la secuencia de episodios articulados que constituye cada relato es, en sí misma, un viaje. Se dejan islas con cíclopes amenazantes y se cruzan estrechos con Escilas y Caribdis de la misma manera que se dejan atrás eventos dolorosos y etapas tormentosas. No obstante, este viaje personal requiere de una cierta sabiduría —itinerante, por supuesto, como la propia atmósfera de travesía que la detona—, y es esto lo que un poeta griego de pocas pero perfectas palabras nos comunica:

Cuando salgas en el viaje, hacia Ítaca
desea que el camino sea largo,
pleno de aventuras, pleno de conocimientos.
[…]

Siempre en tu pensamiento ten a Ítaca.
Llegar hasta allí es tu destino.
Pero no apures tu viaje en absoluto.
Mejor que muchos años dure:
y viejo ya ancles en la isla,
rico con cuanto ganaste en el camino,
sin esperar que riquezas te dé Ítaca.6

Porque Ítaca es como la utopía de la que Eduardo Galeano decía que cada vez que nos acercábamos a ella retrocedía y cuyo fin último era ser el motor del caminar. La compilación de ensayos sobre caminatas y paseos, uno de William Hazlitt y otro de Robert Louis Stevenson, que han inspirado estas humildes divagaciones y al que remitimos al lector interesado, fue titulado acertadamente El arte de caminar.7 En ambos textos aparece una serie de recomendaciones para desempeñar correctamente el oficio del caminante y poder así gozar de sus beneficios. Entre otras cosas, se exhorta al camino a solas de no más de tres horas, la entrega libre a las reflexiones más heterogéneas y la contemplación muda de las creaciones de la naturaleza que, por acontecer en una región a la que nos aventuramos por primera vez, parecen exhalar un prístino aliento. Asimismo, existiría un arte de vivir, como hemos venido argumentando, que estaría íntimamente ligado al saber del que los románticos nos hablan, y nos atreveríamos a sugerir que habría un tercero que toma préstamos de uno y de otro: el arte de leer. La palabra latina para leer era lego,que en su sentido originario significa “recoger”, como si el hecho de adentrarse en una obra literaria constituyera también un peregrinaje en el que el viandante va recogiendo sabias enseñanzas acerca de la vida. Nos es conocido el adagio de Horacio: “Carpe diem”,8 que se alimenta del símil de un recolector de frutos que “cosecha el instante” en una metáfora que entrelaza vida y lectura.

Cabría preguntarse si nuestro mundo aún guarda un lugar para el arte de caminar y si aún es posible el desplazamiento de lo urbano a lo rural, que era la condición para los paseos sobre los que teorizan los autores referidos. ¿Podríamos rencontrar las mismas ensoñaciones despiertas desde la ventana de un automóvil que avanza sobre carreteras que cruzan las laderas boscosas, franjas entre una ciudad y otra? ¿Existen aún resquicios dentro de las metrópolis para que sus habitantes gocen de la naturaleza y conozcan el sitio que ocupa un árbol en su imagen del mundo? ¿O acaso, como profetizaban las orugas en el poema de Ricardo Castillo, sucumbiremos condenados a ver expirar el lazo que unía la imaginación con el paseo por los entornos naturales?

Galopar se va convirtiendo en la forma más efectiva de la soledad
y sobre la soledad del hombre la razón se hizo inútil
como un discurso en un momento grave
[…]
Bajó del caballo y caminó la sofocante amplitud que proviene de la destrucción
cielo y tierra a ras del suelo puntos cardinales dislocados
la naturaleza encerrada por los escombros
la naturaleza astillada por las astillas
sorda y muda por el trueno
Y dijo: Un mundo solo es poco, un hombre solo es menos
De aquí para adelante perdió la razón.9

Siendo fatalistas, esa tríada de artes —caminar, vivir y leer— se halla hoy en día a punto de extinguirse en un mundo globalizado e industrializado que fomenta una sociedad que desconoce el valor de la soledad —requisito, según Hazlitt, para realizar un paseo— y el de la imaginación, que restituye a la vida su sentido abierto al deambular, sin detenernos a mencionar la crisis ecológica sin precedentes que se cierne sobre el planeta.

No nos hemos atrevido a tratar aquí el fenómeno moderno del flâneur,que hace de la ciudad el centro neurálgico de su imaginario. Como recomendaba el poeta augusto al que hemos hecho referencia, el escritor debe tomar en cuenta el tema a tratar de acuerdo con el peso que sus hombros pueden aguantar.10 Lo dejaremos para próximas ocasiones y concluiremos con dos frases de un escritor francés contemporáneo, para quien la lectura representa una de las posibilidades para rencontrarse con lo humano en un mundo casi totalmente urbanizado y presa de la velocidad de los nuevos inventos tecnológicos:

Leer es errar. La lectura es errancia.11

 

Alain Laboile | @alainlaboile

 


1 Rainer Maria Rilke, Cartas a un joven poeta. Trad. y comentarios de Luis di Iorio y Guillermo Thiele. Buenos Aires, Siglo Veinte, 1978, p. 25.

2 William Hazlitt, “¿Por qué gustan los objetos lejanos?”, en Sobre el gusto y otros ensayos. Trad. de Elizabeth Flores. Ciudad de México, Ficticia, 2015, p. 93.

3 Nicanor Parra, “Se canta al mar”, en El último apaga la luz. Obra selecta. Ciudad de México, Debolsillo, 2019, p. 22.

4 Ibid., p. 21.

5 Joseph Campbell, El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito. Trad. de Luisa Josefina Hernández. Ciudad de México, FCE, 2013, p. 19.

6 Constantino P. Kavafis, “Ítaca”, en Cien poemas [en línea]. Sel. de Doris Jiménez y Ernesto Carmona. Trad. de Miguel Castillo Didier. Biblioteca virtual beat 57, p. 10.

7 William Hazlitt y Robert Louis Stevenson, El arte de caminar. Trad. y comp. de Juan José Utrilla. México, UNAM, 2004.

8 Horacio, Odas, I, 11.

9 Ricardo Castillo, “La oruga”, en Pedro Serrano y Carlos López Beltrán, 359 Delicados (con filtro). Antología de la poesía actual en México. Santiago de Chile, Lom, 2012, pp.163-164.

10 Vid. Horacio, Arte poética, 37-41.

Pascal Quignard, Les Ombres errantes. Trad. del autor. París, Gallimard, 2002, p. 53.