Opción 171, Septiembre 2012.


No tenemos absolutamente ninguna necesidad de religión: el mundo en que vivimos está en el fondo impregnado de lo sagrado.
Georges Bataille

La fuerte inercia del pensamiento científico llegó, inexorablemente, al campo de lo político. Y fue justo con esta irrupción que se empezó a estudiar la política. Hablar de “una ciencia política” presupone, como ya advertía Leo Strauss, una limitación obligada de los hechos, sus causas y efectos. Es decir, el trabajo politológico moderno consiste en recortar esferas (algo llamado “la política”), aislar hechos y encontrar relaciones explicativas causales.

En términos de la crítica hecha por Claude Lefort, “hacer ciencia política” presupone una división de distintos territorios sociales: lo religioso, la política, la economía, el arte, etc. Dicha fragmentación, efectiva en términos de simplicidad, marca los límites mismos de la disciplina (así como, dirán sus defensores, sus virtudes).

Contrastándose con la perspectiva científica, que parece reconocer en sus entrañas a un hombre que piensa, distintos pensadores políticos insinúan en su trabajo a un hombre que siente y, más en concreto, a un hombre autorreferenciado en sus rituales. Un ser político que se funda en la ceremonia y encuentra en esta praxis la efectividad humana más potente.

LA PRIMERA POLÍTICA

¿Qué llevó al hombre a vivir políticamente? La versión agambeneana parece sugerir que el encuentro más remoto con el otro surge como una necesidad orgánica. En un bello ensayo, con el que inaugura un compendio dedicado a la noción de profanar, Giorgio Agamben parece trazar una interesante teoría del sujeto: el Genius romano, dios personalísimo y al que debemos la celebración contemporánea del nacimiento, es uno de los polos constitutivos de la persona; en el otro opuesto se encuentra el Yo, autonomía y chispa de sorpresa. El Genius, tan íntimo como nuestras manías y excreciones, se bate con la originalidad del Individuo para configurar una suerte de campo de tensiones entre determinismo (el mundo definido por Genius) y libertad, un espacio que da forma al carácter mismo.

La lucha interna no busca más que un reflejo para encontrarse. El hombre, con el afán de entenderse (descifrar los caprichos del genio interno), acude al otro.

María Lebrija Jenkins, Fronteras del otro. Opción 169, 2012.

María Lebrija Jenkins, Fronteras del otro. Opción 169, 2012.

Antes incluso que el mundo allí fuera de nosotros, lo que nos maravilla y nos deja estupefactos es la presencia en nosotros de esta parte para siempre inmadura, infinitamente adolescente, que vacila en el umbral de toda individuación. Y es este elusivo jovencito, este puer obstinado que nos empuja hacia los otros, en quienes buscamos solamente la emoción que en nosotros permanece incomprensible, esperando que por milagro en el espejo del otro se aclare y elucide. Si mirar el placer, la pasión del otro es la pasión suprema, la primera política, es porque buscamos en el otros esa relación con Genius que no logramos realizar, nuestra secreta delicia y nuestra altiva agonía.1

El primer acercamiento político responde al ser pasional, no al racional. “El buen vivir”, o el miedo del estado de naturaleza hobbesiano, se ponen en entredicho como presupuestos efectivos de toda fundación política. La emoción, que saca a la luz una dimensión simbólica ignorada por la ciencia, nos invita a explorar “el adorno”, el rito, los himnos, el juramento y las cantatas de gloria que, más allá de toda función estética, tracen los contornos de la naturaleza política misma.

LA PRAXIS AUTORREFERENCIADA

La tarea perenne de filósofos y hombres de acción ha sido la de encontrar fundamento a la praxis humana. Mitologemas, grandes relatos y construcciones teóricas se han disputado el lugar de narradores de la existencia, asumiendo un fundamento oculto en el Ser mismo.

Cuando el pensamiento olvidó la pretensión de fundar la realidad, al concebirse al hombre como in-fundado, se abre un horizonte de reflexión que ve en la praxis misma, en un rito o en un ordenamiento glorioso, la autofundación que el hombre se construye. Agamben, hablando del sacrificio, nos dice:

De este modo, él provee (el sacrificio) a la sociedad y a su legislación infundada la ficción de un inicio: lo que está excluido de la comunidad es, en realidad, aquello sobre lo cual se basa la vida entera de la comunidad y es asumido por ella como un pasado inmemorial. Todo principio es, en verdad, iniciación.2

La idea de un contrato social como fundación del Estado, o de un acuerdo tácito y razonado por la comunidad política, encuentra oposición en una perspectiva emotiva que ve al ritual (un sacrum facere) como fundador y garante de toda ordenación política.

El ritual, conmemoración del (des)orden,3 no hace más que dar piso firme a la acción humana. Más aún, quizás es la fuente de todo exceso de potencia; la praxis que, no por magia, sino por su efectividad pasional, legitima la obediencia absoluta a un soberano.

El sacrificio consuma lo que Agamben trata de decirnos: se erige como un acto que ilustra el ejercicio de inclusión-exclusión y hace patente, por su mera ejecución, el ámbito de “lo sagrado”.

El sacrificio no contiene un “matar” porque la vida y la muerte eran para el hombre las cosas más sagradas; por el contrario, la vida y la muerte se han convertido en las cosas más sagradas porque los sacrificios contenían un matar.4

¿Es propio del hombre primitivo autofundarse en rituales? Solamente una investigación arqueológica puede hallar la estructura de la autorreferencia del poder en un lugar no muy lejano.

LITURGIA Y PLEGARIA

Remitirse a la fundación cristiana para explicar categoría políticas contemporáneas es el punto de partida en las investigaciones arqueológicas llevadas a cabo por Agamben en El Reino y la Gloria. La conexión teológico-política es decisiva en el pensamiento del filósofo y revela campos de reflexión interesantes.

Después de explicar el funcionamiento del Gobierno divino, como unidad trinitaria que aglutina la función gestora y la soberana, aparece una de las interrogantes más incisivas respecto a la cuestión del poder:

Si el poder es esencialmente fuerza y acción eficaz, ¿por qué necesita recibir aclamaciones rituales y cantos de alabanza, vestir coronas y tiaras molestas, someterse a un inaccesible ceremonial y a un protocolo inmutable; en una palabra, movilizarse hieráticamente en la gloria: él, que es esencialmente operatividad y oikonomía?5

Los ritos romanos, las liturgias cristianas, las vestiduras pomposas y el estricto orden instaurado por los rituales responden, fuera de toda lógica decorativa, a un motivo más profundo.

Dios no sólo necesita de la alabanza, se alimenta de ella. La liturgia y la plegaria no son sólo señales de agradecimiento, sino que constituyen el poder original de la divinidad. El ritual funda lo divino y le confiere su carácter glorioso.

Quizá la glorificación no es simplemente lo que se agrega de más a la gloria de Dios, sino que es ella misma, como ritual eficaz, la que produce la gloria.6

La noción de secularización toma un carácter relevante en la formulación agambeneana. Contrario a lo pensado por “los modernos”, que asociaban el “concepto” a un distanciamiento de las categorías religiosas, Agamben retoma a Schmitt para afirmar que la secularización es un proceso que mantiene intactas las relaciones de funcionamiento entre la maquinaria contemporánea y la teológica.

Uniendo el rompecabezas nos dice: “Y tal como las doxologías litúrgicas producen y refuerzan la gloria de Dios, las aclamaciones profanas no son un ornamento del poder político, sino que lo fundan y lo justifican”.7

Toda fundación política parece emanar de una praxis en potencia. El ritual se hace presente, dado el eminente carácter emotivo del humano, tanto en las fundaciones políticas más violentas (quizás de sociedades primitivas envueltas por la guerra), como en los órdenes gubernamentales más sutiles, envueltos por el lenguaje y la palabra.

EL ABISMO ENTRE LAS PALABRAS Y LAS COSAS

Una de las virtudes del trabajo de Agamben es retomar la olvidada distinción entre la mera nominación y la efectiva realización. Su trabajo entero podría leerse como el juego de esa bipolaridad. Voluntad general y ejercicio burocrático, Dios y Ángel, Ley Suprema y Policía.

En el lenguaje mismo, centro de experimentación humana, se pueden rastrear los indicios de un ritual fundador. Si vemos al juramento como ese pegamento simbólico que une a las palabras y las cosas (un abismo muchas veces pasado por alto), tendremos pistas de la función efectiva de aquel orden, aparentemente inocuo, del decir.

El juramento busca consumar la realización efectiva de la palabra. Su pronunciamiento mismo intenta unir lo dicho con una acción vinculante. Esta forma del lenguaje (llamada performativa) termina por encubrir, en la fundación política, la inminente distancia entre la promesa (la pura palabra ordenada) y la realidad (el ejercicio efectivo del poder). Pero qué es la palabra ordenada sino un rito oral, un acomodo eficaz de la lengua que funda y acumula potencia.

El juramento es, entonces, un acto verbal que realiza un testimonio, o una garantía, independientemente de su tener lugar.8

El perjurio (la violación del juramento) no es la oposición lógica de la promesa, sino que se encuentra presupuesto en la estructura misma del jurar. Dado que “la pronunciación del nombre realiza inmediatamente la correspondencia entre las palabras y las cosas”, todo juramento contiene “la maldición” de su rompimiento.

El nombre del Soberano, las construcciones jurídicas perfectas, la Voluntad General, los Principios de Justicia, son la pura nominación hecha existencia. Son el nombre de Dios pronunciado por un juramento. La eficacia del ritual oral reside en que da por sentada la perfecta realización del nombre.

De ahí que la filosofía aparezca como antídoto para la ilusión del juramento. Solamente la denuncia del perfecto encanto de la palabra ritualizada puede señalar el principio autorreferenciado de toda fundación política.

La filosofía comienza en el momento en que el hablante, a la religio de la fórmula, opone resueltamente en cuestión la primacía de los nombres; cuando Heráclito opone lógos a épea, el discurso a las palabras inciertas y contradictorias que lo constituyen; o cuando Platón, en el Crátilo, renuncia a la idea de una correspondencia exacta entre el nombre y la cosa nominada.9

HOMO RITUALIS

Si el exceso de potencia, absorbido por la figura soberana, encuentra en el ritual su propia génesis, el hombre pensante –como presupuesto reflexivo– es cuestionado. Si, como se ha intentado mostrar, la ceremonia, la palabra ordenada (el juramento) y la ovación son el verdadero fundamento de toda comunidad política (que es por sí sola in-fundada), el hombre que deberá contemplarse es un hombre autofundado, un hombre que se da su propio fundamento en el ritual, un Homo Ritualis.

POST SCRIPTUM
La fundación política contemporánea puede rastrearse en la figura evolutiva del aplauso totalitario. Las democracias parlamentarias no se nutren del llenado de plazas públicas, sino de la opinión mediática. La sociedad espectacular, nacida de la imagen, reclama una reflexión profunda de las mutaciones rituales del poder autorreferenciado.

 

Fernando López Martínez, Opción: Apuntes sobre la razón, 2015.

Fernando López Martínez, Opción: Apuntes sobre la razón, 2015.

Fernando López Martínez, Opción: Apuntes sobre la razón, 2015.

Fernando López Martínez, Opción: Apuntes sobre la razón, 2015.


1 Giorgio Agamben, Profanaciones, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009, p. 14.

2 Giorgio Agamben, La potencia del pensamiento, Barcelona, Anagrama, 2008, p. 199.

3 Georges Bataille, en diálogo con Huizinga, discute la función (des)ordenadora de “lo sagrado” en un interesante ensayo titulado “¿Estamos aquí para jugar o para ser serios?”.

4 Ibid., p. 200.

5 Giorgio Agamben, El Reino y la Gloria, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008, p. 343.

6 Giorgio Agamben, El Reino y la Gloria, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008, p. 343.

7 Ibid., p. 402.

8 Giorgio Agamben,
El sacramento del lenguaje, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2010, p. 53.

9 Ibid., p. 111.