Opción 152, Octubre 2008.


A Marta Lamas,
por desenredar los hilos que tejieron esta realidad;
por permitirme tejer una propia.

 

I. NO SOMOS AMAZONAS

Una mujer, cualquier mujer, desata los hilos que cosen sus labios al concentrarse en sus entrañas una demanda genuina, un reclamo honesto. Abre la boca y exclama: “No es por ser feminista, pero…”.

Pronuncia el ya trillado y molesto estribillo al que sigue el reconocimiento de un anhelo legítimo cuyas posibilidades de cumplimiento se han visto amputadas. Qué misteriosa urgencia de anteponer esta fórmula a una denuncia. Acaso sea una disculpa disfrazada de muletilla, una aclaración para evitar que el diálogo tome matices beligerantes. También puede ser que nazca de la necesidad de tomar distancia de esas feministas radicales que, como mantis religiosas, le han declarado la guerra a los hombres. De ambas interpretaciones sobre las motivaciones ocultas del famoso estribillo se observa un elemento común: las mujeres tienen una percepción bélica del feminismo. Mejor aún, lo tienen por sinónimo de violencia, de rebeldía, de histeria y de radicalismo. “Es extremista” piensan algunas; “¡Una exageración!” secundan las demás. Así, en el imaginario social, aparece la efigie de la feminista como amazona.

Cierto es que un sector del feminismo mexicano, en especial durante las décadas de los setenta y los ochenta, parecía encarnar la utopía revolucionaria de las amazonas. Atrincheradas en la identidad, cayeron en una trampa grave: la del esencialismo. Frente a las diferencias, intentaron construir una imagen monolítica de la mujer bajo un solo estandarte: sufro, luego existo. Pronto se hizo evidente que era imposible, indeseable y contradictorio para una democracia pluralista, encerrar las diferentes formas de ser mujer en una categoría, la de víctima.1 Y escuchamos la vigente sentencia de Simone de Beauvoir: “Nunca un mártir cambió la faz del mundo”.

Más allá de preguntarme por las oscuras razones del radicalismo, busco enfocar la mirada sobre la percepción del feminismo para desmentir un mito del ideario cultural, a saber: el feminismo es radical. Encuentro pertinente aclarar que gran parte del movimiento feminista está muy lejos de proponer una utopía icariana a la Étienne Cabet: no somos amazonas, ni víctimas, ni histéricas. Porque parece ser la única parte visible del movimiento, a pesar de que confluyan en la palabra “feminismo” una plétora de teorías, enfoques y propuestas.

Para analizar la mirada que cae sobre las feministas me parece insuficiente ofrecer una visión objetivista del asunto. Considero útil el prurito de examinar los hechos por sí mismos. Por esa razón advierto que me ciño a un abordaje que presume la siguiente premisa psicoanalítica: los hechos en sí no son lo más importante, sino la percepción de los mismos. Es preciso, entonces, ahondar en esa clase de explicaciones sobre la invisibilidad del feminismo conciliador, negociante y democrático, y en la exagerada visibilidad de su parte radical basada en la identidad; para esto, habrá que devolverle la mirada a los ojos que se apartan del feminismo. Aquí, pues, quiero ofrecer una elaboración de la pugna feminista, mostrando que no es radical: sólo sensata.

Francesca Woodman, Sin título, 1979, Opción 152.

Francesca Woodman, Sin título, 1979, Opción 152.

II. UNA MIRADA SOBRE LA NEGACIÓN

La renuencia de las mujeres a asociarse con el feminismo ha acompañado al movimiento desde sus inicios. Podrían citarse numerosos ejemplos de lo que Marta Lamas frecuentemente advierte: “Cuerpo de mujer no garantiza pensamiento feminista”. Esta asonancia fue motivo de preocupación para Simone de Beauvoir, quien se sorprendía frente a la increíble desproporción de los sindicatos de mujeres a principios del siglo xx.2

La Revolución Industrial había reclamado con urgencia más manos, más trabajadores. Poco a poco, a causa de la escasez de mano de obra que provocaron las dos guerras mundiales, las mujeres entraron en el otrora desconocido ámbito económico. Las mujeres trabajaban: parecía que la lucha feminista llegaría a su fin. Sin embargo, el rechazo –explícito o implícito– de las trabajadoras a organizarse colectivamente por sus derechos desmoronaba el argumento del materialismo histórico. Contrario a lo que Engels auguraba, la entrada de las mujeres al mundo laboral no garantizaba su liberación:3 los salarios de las trabajadoras eran paupérrimos y sus condiciones laborales rozaban la esclavitud. Al analizar esta situación, Simone de Beauvoir ofrece la siguiente explicación: “Se trata de una tradición de resignación y sumisión, una falta de solidaridad y de conciencia colectiva, que las deja desarmadas ante las nuevas posibilidades que se abren ante ellas”.4

Sin embargo, las tradiciones de resignación y sumisión suelen introducirse en las mentes y en los cuerpos de los oprimidos de maneras muy específicas. Las causas de lo que podría llamarse “la negación anticipada de la denuncia”, o bien, de la renuencia a la organización, suelen ser más complejas que una mera inercia. La raíz de la anulación a priori de la denuncia y, en general, de la agorafobia femenina es la violencia simbólica.

Pero antes de arrojarse sobre la conclusión, son necesarias unas cuantas precisiones. En primer lugar, en lo que se refiere a la jerarquía de los sexos, los miembros de la sociedad comparten –sin saberlo– un consenso práctico fundado en la experiencia dóxica del mundo, misma que ocurre en la congruencia entre estructuras cognitivas y objetivas. Por un lado, la totalidad del mundo social –i.e., las estructuras objetivas– parece confirmar la subordinación femenina; a su vez, esta concepción es reforzada por esquemas de percepción universales que determinan los pensamientos y las acciones de los agentes –i.e., las estructuras cognitivas–. Así, la congruencia entre categorías y objetos hace que lo arbitrario se disfrace de natural. La relación circular entre la forma de conocer y aquello que se conoce provoca que lo socialmente construido aparezca como normal e inevitable.

Existe una evidente particularidad en las categorías que nos permiten pensarnos, conocer el mundo y, sobre todo, entender la relación entre los sexos: están enlazadas en una relación de oposición; juntas conforman un sistema, que Bourdieu denomina orden simbólico.5 Ejemplos de algunas de estas oposiciones homólogas son: alto/bajo, arriba/abajo, abierto/cerrado, recto/curvo, seco/húmedo, cálido/frío, racional/emocional, público/privado, día/noche, valiente/cobarde, viril/débil. En la base de la totalidad de las oposiciones homólogas se encuentra el principio de división que las rige: la división de los sexos, la oposición fundamental: hombre/mujer, masculino/ femenino.

El cuerpo mismo –sus movimientos, su forma, su uso legítimo– es producto del orden simbólico; se incrustan en él todas las oposiciones homólogas mencionadas en líneas anteriores.6 Sujetos a ellas, se incluyen el acto sexual y el deseo mismo. La posición tradicional exige que el hombre esté arriba y la mujer abajo; que el primero posea un deseo sexual activo y que la segunda defina su deseo en función de ser deseada –deseo sexual pasivo–. Esta construcción histórica del deseo y el cuerpo fue analizada por Simone de Beauvoir.

Son pertinentes también dos precisiones más. La primera se refiere a una de las tesis principales de R. D. Laing: el ser es un yo encarnado; esto es: aquello que se introduce en el cuerpo, se vierte en la psique –y viceversa–. Por otro lado, el proceso no culmina en la determinación del cuerpo. Enlazada a ella, aparece una significación ética: existen usos legítimos del cuerpo y momentos específicos que prohíben o permiten el deseo. Cualquier intento espontáneo de transgresión será sancionado por una miríada de argumentos que confluyen en la apelación a “lo natural.” No sorprende, por lo tanto, que existan dos producciones sociales: el hombre masculino y la mujer femenina; anulados están todos los intermedios entre los antónimos construidos.

Una vez que se ha aceptado la asimilación inconsciente del orden simbólico, es posible hablar de violencia simbólica, y esta es la precisión que falta. La violencia simbólica se define como la autodenigración de los dominados, que nace de pensarse a partir de categorías que los definen constantemente como seres inferiores. Dice Bourdieu: “Todo acto de conocimiento es un acto de reconocimiento, de sumisión”. La violencia simbólica pone en los labios de las mujeres un sencillo y pasivo “no sé”, mientras los hombres proclaman largos y solemnes soliloquios; es esta la causa de la anulación, a priori, de las voces de las mujeres.

No es cierto que todo aquello que tiene significado puede ser expresado claramente. La violencia simbólica, por ser invisible frente a los esquemas de percepción, pertenece al reino de lo incomunicable. El acto de pronunciar implica un requisito: conocer; labor por demás complicada cuando se acepta la inconmensurable determinación del inconsciente. Es así que los pensamientos y sentimientos transgresores se encierran en un torpe silencio, cancelando la posibilidad de ser verbalizados. Es en este incierto reino de lo invisible y lo inefable donde operan el tabú, la prohibición, la anulación y la subestimación; incluida está la cancelación anticipada de la denuncia de esa mujer que rechaza, ante todo, ser feminista. La prohibición del feminismo tiene sentido: es capaz de trastocar y derrumbar la lógica del orden simbólico dominante.

Una estrategia clara de desarticulación consiste en insertar al feminismo en el sistema de oposiciones homólogas como la contrapartida del machismo, apreciación muy alejada de la teoría. Sin embargo, como he enfatizado en estas líneas, no es el hecho mismo el que tiene valor, sino la percepción del mismo. Es esta la mirada que niega al feminismo, que se aparta de él para evitar la transgresión del “orden de las cosas.” Esta percepción cancela, instantáneamente, todas las propuestas de igualdad y libertad: la feminista, al ser concebida como amazona, queda desarticulada. La tragedia es para los receptores que, incapaces de pensar el mundo a partir de otras categorías, cancelan cualquier posibilidad de libertad. Se extravían las palabras, se disuelven frente a sordos oídos: el orden permanece inmutable.

La invisibilidad del feminismo conciliador, la percepción del feminismo como el antónimo del machismo, la cancelación anticipada de la denuncia, la negación a priori, la agorafobia femenina, la inercia de sumisión de la que hablaba Simone de Beauvoir y, en general, todas las reacciones inconscientes de anulación, son producto de la violencia simbólica. De ahí la insistencia de las feministas en que las mujeres recuperen sus voces. Lo incomunicable adquiere significado –y con ello, posibilidad de reinterpretación en el orden simbólico– a través de las palabras.

III. LA MIRADA FEMINISTA

Una mirada escudriña a otra; pretende descifrar el ángulo específico desde el cual la Otra observa: es la mirada feminista posándose sobre el ojo que todo lo percibe desde su femenina arista. Premisa inaugural: “La mujer no nace, se hace”,7 que dijo la primera filósofa feminista para preguntarse a continuación cómo es que la mujer se hace, cómo se obliga a un sinnúmero de ojos a mirar hacia un solo lugar. Viene la discusión con Sartre.

El sujeto es arrojado al mundo, dice Sartre y agrega: “La existencia precede a la esencia”. El humano es receptáculo vacío, existencia pura, hasta que empieza a construirse a través de sus acciones, ganando con ello la esencia. Libertad absoluta sugieren sus líneas. Simone de Beauvoir corrige: la libertad del sujeto sólo es posible a partir de su situación; son las circunstancias, históricas y culturales, las que determinan el devenir del ser humano: su realización como proyecto. Ideal sería para la moral existencialista que los pasos siguieran –sin desviarse– el camino de la trascendencia. Pero se abren disyuntivas y se pierden las rutas. Primera desviación de la libertad: el sujeto elige no elegir, se encierra en un momento y cancela ese futuro abierto que lo constituye como proyecto –terrible falta moral–. Segundo obstáculo: es la situación la que encierra al sujeto, impidiéndole elegir. Consecuencia: la reducción ontológica. El ser es disminuido al estatus de objeto: pura inmanencia ocupa su lugar, incesante repetición de lo mismo. La mujer, desde esta perspectiva, es el sujeto que sufre de una situación que anula su autonomía.8

¡Imposible desde ese paradigma la trascendencia femenina! Son dos conciencias masculinas las que luchan por definir quién será el amo y quién el esclavo. Para la mujer, nunca antes hubo lucha: fue desterrada de los campos donde se juegan y se ganan capitales simbólicos; excluida de la historia, ha sido siempre conciencia esclava: alteridad absoluta. Una breve anécdota de Simone de Beauvoir: antes de escribir El segundo sexo, tras el análisis de su experiencia de ser mujer, le revela a Sartre su primera conclusión: habita en un mundo exclusivamente masculino.

Una primera causa de esta subordinación queda eliminada: la biológica. No es la diferencia anatómica la que ha erigido una jerarquía de sexos. El ser humano es un ser simbólico: lo único relevante es el significado impuesto sobre el mundo. Ingenuos los que piensan que para este ser que habla, interpreta y piensa, sea posible conocer a la naturaleza en sí misma; sólo existe la percepción dirigida por la cultura. Definida de la manera más simple, la cultura envuelve a todos los procesos, interpretaciones y significaciones a partir de las cuales el ser humano crea su mundo, separándose de la animalidad pura. Cada civilización define lo que es parte de la cultura y lo que no forma parte de ella: “la naturaleza”. Establece a su vez, la superioridad de la primera y determina lo que considera una relación adecuada con esa naturaleza conceptualizada. Una sola demostración es necesaria: si existen rituales, existe cultura y, por lo tanto, el intento desesperado del ser por escindirse de “la naturaleza.” Los rituales –formas particulares de la cultura– purifican, es decir, introducen al reino de lo humano, demasiado humano. Así, la cultura define el reino de lo masculino, demasiado masculino; mismo que intenta –a partir del mencionado sistema de oposiciones homólogas– hacer una equivalencia entre mujer y naturaleza. Resultado: la mujer no es creadora de símbolos, sino su encarnación. Esta equivalencia entre mujer y naturaleza precisa ser matizada. Al hablar, pensar y comunicar, la mujer es más que un símbolo: es uno que, peculiarmente, manipula otros símbolos; por lo tanto, pertenece a la cultura.9 Sin embargo, debido a su exclusión en la creación de símbolos, no puede ejercer plenamente las actividades culturales más valoradas; por ello, trasciende en menor medida a la naturaleza. El hombre tiene, en cambio, derecho absoluto a su trascendencia por medio de la creación cultural.10 De esto se deriva que la mujer ocupe un lugar intermedio, a veces mediador, entre naturaleza y cultura.11

Una de las implicaciones, siguiendo a Sherry Otner, de la posición intermedia de la mujer es la ambigüedad simbólica de la que es presa, ilustrada con precisión por Kierkegaard: “Ser mujer es algo tan extraño, tan híbrido, tan complicado, que ningún predicado consigue expresarlo y los múltiples predicados que quisiéramos emplear entrarían en contradicción de tal forma que sólo una mujer lo puede soportar”. La mujer es –para el hombre y para sí misma– ambivalencia; es siempre la exageración, el ser que oscila entre dos extremos: la sacralización y la satanización, que son dos formas de una misma idea: la mistificación. Definida en estos términos, la idea de mujer –trascendente o subversiva– se encuentra más allá de la cultura; de ahí su exilio de lo simplemente humano (y masculino). Ejemplifica Simone de Beauvoir: “La Mujer, para el hombre, es ídolo, criada, fuente de vida, potencia de tinieblas, manantial de verdad, mentira, artificio, charloteo, sanadora y bruja, presa del hombre y su pérdida, razón de ser y negación”. No hay posibilidad de medianía, sólo significados contradictorios encerrados entre dos polos opuestos.

La mencionada estructuración del mundo tiene efectos violentos en la psique humana.12 Un caso que ilustra con mucha claridad la violencia generada por el contradictorio orden simbólico es el de Pierre Rivière, quien encarna la tragedia individualizada de una colectividad encerrada en oposiciones binarias. El largometraje Moi, Pierre Rivière, basado en las notas de Michel Foucault, relata la historia de un joven que asesina a su madre embarazada, a su hermana y su hermano. En su declaración, el asesino revela su motivación: sacrificarse para liberar a su padre de una mujer que lo somete, haciéndolo infeliz.

En la personalidad de Pierre Rivière se encuentra el extremo patológico de la fobia a la Mujer-Naturaleza, encarnada en las mujeres. Primer rasgo notable: Pierre era especialmente cruel con todo aquello que representara a la naturaleza (e.g.: los animales; o bien, otro estado intermedio entre naturaleza y cultura: los niños) y dedicaba su tiempo a construir herramientas que le permitieran imponerse a esas fuerzas oscuras. Como el hombre de la Edad de Bronce, Pierre descubre que los productos de la cultura –las herramientas– le permiten dominar a la naturaleza: ya no es necesario temerle ni someterse a ella. No es coincidencia que en este punto de la historia desaparezcan las divinidades femeninas y lo sagrado se concentre en torno al principio masculino como creador de todo y trascendencia única.13 Por otro lado, Pierre es presa de una profunda repulsión hacia su madre; manifestada en un terrible pánico al incesto. Su miedo a las mujeres no le permite acercarse a ellas: les huye, las desprecia, las odia.

El argumento del largometraje no es determinar las patologías particulares de Pierre Rivière, sino entenderlas a partir del contexto social que configuró su psique. Para el inconsciente colectivo existe una oposición fundamental: Mujer/Hombre, Naturaleza/Cultura, misma que es posible rastrear en varios sistemas mitológicos.14 Es pertinente aclarar que para el psicoanálisis la mente es histórica, esto es, la psique conserva los rastros de su desarrollo15. Para Jung, el lenguaje de las manifestaciones psíquicas son los símbolos y los arquetipos su registro histórico en el inconsciente colectivo.16 En el caso de Pierre Rivière existe un conflicto psíquico generado por el orden cultural que lo constituyó como individuo, mismo que resuelve en el asesinato fáctico de su madre y que simboliza al principio masculino confrontando a la alteridad femenina. En algún momento de su declaración, Pierre enuncia la imposibilidad de resolver que las mujeres pertenezcan a la cultura: “Sería grandioso defender mi caso frente a un juez. Reclamarle a la nación que se haya sometido a las mujeres. Criticamos a los pueblos primitivos por su atraso, pero ellos sometían a las mujeres. Creo que muchos me aplaudirían si esta defensa me fuera permitida”. Así, en el asesinato de su madre, Pierre Rivière buscaba afirmarse como hombre –desde el Hombre-Cultura– frente a la Mujer-Madre-Naturaleza. Su caso ilustra los trastocados extremos a los que puede llegar la psique humana estructurada bajo este orden simbólico.

Ilse Bing, Autorretrato con Leica, 1931, Opción 152.

Ilse Bing, Autorretrato con Leica, 1931, Opción 152.

IV. LA LIBERTAD: UNA RAZÓN PARA SER FEMINISTA

El propósito del feminismo es que las mujeres dejen de ser consideradas como alteridad, para ser solamente personas; con esto se asegura su reconocimiento en pie de igualdad frente a los hombres. Las mujeres: sólo seres humanos con plenos derechos de entrada a la cultura. Por supuesto, esto es imposible si sólo se reconfiguran las instituciones. Es necesaria una revolución intelectual: derrumbar los axiomas que atrapan a las mujeres en situaciones que anulan su libertad. El feminismo versa, principalmente, sobre la autonomía: la capacidad de elegir.

Para Simone de Beauvoir, la libertad era una posibilidad teórica más aprehensible. Sin embargo, desde que Foucault estableció la construcción discursiva del sujeto, parece que la autonomía es a priori una imposibilidad lógica: ya no se concibe al sujeto luchando contra su situación; es la situación la que crea al sujeto. Pierre Bourdieu no es más optimista: a corto plazo, sólo la indeterminación de algunos objetos permite la resignificación. La meta final de su socioanálisis exige la absoluta alteración de todos los supuestos culturales.

A pesar de todas estas dificultades teóricas con la libertad, la llegada del feminismo inaugura una época en la que no existe un discurso social exclusivo que determine la relación de poder entre los sexos. Argumentos se dirigen contra viejas categorías, nuevas palabras enmudecen a las anteriores. Sólo en la existencia confluida de varios discursos en la sociedad es posible la colisión que, al abrir brechas de indeterminación, permite al sujeto interpretar la realidad desde diferentes aristas; se desechan cánones antiguos y se eligen reglas propias. Es así como la simple existencia del discurso feminista implica ya la posibilidad de elección.

Mientras esta colisión discursiva se resuelve –y también, para acentuarla– las primeras escritoras descubrieron otra libertad: la literaria. Incluso si el saber es edípico, volcar la tragedia en las propias palabras permite contenerla, reduciendo así su inmensidad. Las palabras, como cinceles, desincrustan los efectos del poder sobre el cuerpo; se gana territorio a lo inefable. Pronto, la madeja invisible sobre la cual está tejida esta realidad arbitraria empieza a desenredarse. La primera libertad está en la comprensión de lo vivido: no basta un cuarto propio, es necesario derrumbar una psique agrietada –la femenina– para construir en su lugar, una casa propia.

 


1 Cf. “De la protesta a la propuesta: escenas de un proceso feminista” en Marta Lamas: Feminismo. Transmisiones y retransmisiones, México, Taurus, 2006, pp. 13-50.

2 Véase, Simone de Beauvoir, El segundo sexo, Madrid, Cátedra, 2005, pp. 191-196.

3 Ibidem, pp. 115-122.

4 Ibidem, p. 194.

5 Cf. Pierre Bordieu, La dominación masculina, Madrid, Anagrama, 2007, passim.

6 Un claro ejemplo de ello, siguiendo a Bourdieu, es la división del cuerpo en partes públicas y privadas. El rostro, lugar donde se cristaliza la identidad social, es eminentemente una parte pública del cuerpo; así como las manos. En cambio, las partes privadas –que esconden las diferencias anatómicas– se ocultan.

7 Beauvoir, op. cit., p. 371

8 Vid Teresa López Pardina en su prólogo a Beauvoir, op. cit.

9 Esta pertinente aclaración, y otras más profundas se las debemos a Lévi-Strauss.  

10 No es coincidencia que la tesis de licenciatura de Rosario Castellanos abordara, precisamente, ese problema, bajo una pregunta inicial: ¿Por qué no hay mujeres escritoras? Responderá más adelante, en Mujer que sabe latín…, lo mismo que Simone de Beauvoir: la mujer ha sido excluida de la creación simbólica, reino eminentemente masculino.  

11 Vid Sherry Otner, The Politics of Erotics and Culture, Boston, Beacon Press, 1996.  

12 Para Rita Segato, uno de ellos es el asesinato sistemático de mujeres en Ciudad Juárez. Vid Rita Laura Segato: “La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez: territorio, soberanía y crímenes de segundo estado” en Debate Feminista, núm. 37, abril de 2008.

13 Cf. Beauvoir, op. cit., pp. 130-145.

14 Cf. ibidem, pp. 225-291; y Bordieu, op. cit., p. 32.

15 Cf. Sigmund Freud, Psicoanálisis del arte, Madrid, Alianza, 2004, passim.

16 Cf. Carl Jung, El hombre y sus símbolos, Barcelona, Noguer y Caralt Editores, 2007, passim.