Opción. No sé por qué la revista tiene ese nombre. Alguna vez indagué al respecto, con resultados más bien pobres. Quizá me lo explicó algún miembro de uno de los consejos anteriores. ¿Recuerdo alguna anécdota, pasada de una generación a otra, acerca de la fundación y el objetivo de la revista? Intuyo que así fue y que no me bastó la explicación, pues cuando pienso en Opción mi experiencia se impone sobre los registros puntuales y termino por inventar razones para que la revista se llame de esa forma.

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Debió haber sido durante los primeros semestres de mi carrera en el ITAM, después del mediodía. Tengo la impresión de haber salido de alguna clase matutina –¿habrá sido una de economía o la primera parte de una de tantas materias seriadas? Bajé las escaleras del pasillo hacia la planta baja, con el firme propósito de encaminarme a casa para repasar una lección, resolver una tarea o prepararme para una entrega hasta que me topé, de frente, con lo que debieron haber sido cien ejemplares de una revista que no conocía. Impresa en la contraportada, una línea de ges y una cita ingeniosa, casi impertinente, sobre la pronunciación de esa consonante en francés me hicieron sonreír. Hojeé uno de los ejemplares y decidí dedicar la tarde entera a leer Opción, ya sin pensar en cuadernos, repasos, exámenes.

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Algo tiene de contestatario e irónico que fueran las materias y actividades opcionales, y no las obligatorias, lo que me cautivó del ITAM. Las clases seriadas se me aparecían como el circuito en el que un caballo corre a toda velocidad, indolente a espectadores y apuestas. Años más tarde, fuera ya del hipódromo, aprecio una de las ventajas del instituto: formar expertos en ciertos temas. No es cosa menor. Sin descontar la importancia de sus graduados para la academia, me atrevo a señalar que el debate público necesita de la opinión de especialistas. Sin embargo, en su momento, sentía el vértigo de ese dar vueltas dentro del mismo circuito. ¿Padecía de una suerte de claustrofobia? Lo cierto es que desarrollé todos los síntomas de los animales en cautiverio: lamía los barrotes de una jaula imaginaria, desconfiaba de quienes nos miraban desde afuera. escribes, ¿no es cierto?me dijo Estefanía Vela, más como afirmación que como pregunta, en lo que fue el primer contacto que tuve con el consejo editorial, y me animó a mandar algo a la redacción de la revista. Pronto conocí a Víctor Gómez, el director, y a Gaby Sanginés. Los menciono por nombre porque me metí a Opción como quien entra a una comunidad de disidentes. Compartíamos en secreto la inquietud por otras lecturas, la curiosidad por el lenguaje, la convicción de que había más temas y maneras de pensarlos, otras opciones. Esa complicidad nos hizo amigos.

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Llamé un par de veces a la puerta, que debió haber estado entreabierta, pues Julián [Meza] no era de los que la cierran. Me gusta pensar que recuerdo el tono de voz con que dijo “adelante”, me imagino la sonrisa con la que escuchó mis inquietudes. Sé que hablé demasiado rápido, que me ganó el entusiasmo y que algo de todo eso debió conmoverlo, pues declaró que esos temas no debían discutirse en un triste cubículo. Fue la primera vez que salimos del ITAM para comer y para pensar otras cosas. Su invitación afuera cobró la fuerza de algo simbólico. Por ese entonces, a pesar de estar rodeada de investigadores y profesores, yo estaba renunciando a la idea de hacerme de un mentor. Julián llegó justo a tiempo. Me ayudó a concretar una de las misiones que me hice como directora de Opción, la de publicar poesía. Gustoso me pasó los correos de María Baranda y Pancho Segovia, y me ayudó a organizar una lectura de poemas en uno de los salones del ITAM. Me regaló libros, me sugirió ideas que ni siquiera intuía (todavía pienso en algo que esbozó durante una de nuestras salidas: la historia de los colores) y animó cada una de mis aventuras editoriales, me puso varias opciones sobre la mesa: las tomé todas.

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–Ustedes tienen la culpa de que yo no entienda de poesía– dijo el líder de una de las licenciaturas en medio de otra reunión acerca del presupuesto que se dividía entre las publicaciones, como Opción, y las representaciones. No teníamos la culpa, pero no desechamos el comentario como “un exabrupto más por temas de dinero” y nos percatamos de una oportunidad: necesitábamos una columna que se dedicara a acercar la poesía a los alumnos. Fue así que Javier Mardel, poeta y becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, se sumó a la revista. La verdad es que nos regaló esos textos, como el resto de los colaboradores de la revista. Hay que decirlo: nunca hubo paga. A pesar de ello, Javier dedicó su conocimiento y sus horas a servir de mediador entre los lectores y la poesía, a seducirnos con algo que escapaba de la lógica circular de lo útil y lo práctico.

Pronto se hizo más claro lo que pretendíamos: dar cuenta de la variedad que se nos revelaba fuera del circuito de materias. Publicamos a Javier Sicilia por sus méritos literarios y porque pocos sabíamos de ese cristianismo que se agarraba de la mano de la izquierda. Fue una buena sorpresa. Pasamos también por Michel Foucault, por el postestructuralismo que nunca revisaríamos en clases. Pensamos algunas paradojas. A la muerte, por ejemplo, el final por excelencia, pero que se satura de significados y rituales. La vida de uno termina pero la cultura sigue creando sentidos de cara a la tumba: no se nos impone el silencio. Hablamos sobre la correspondencia, no sólo como género literario, sino como el paradójico registro de una subjetividad que, por un lado, se confiesa, y por el otro, se edita y autocensura. Una persona que escribe sus días y sus ideas se narra a sí misma.

Durante la dirección de Gaby Sanginés dedicamos un número completo al feminismo. Se llamó “Las otras” por el buen tino de Marta Lamas. Nos atrevimos a pensar algo que parecía contradecir la premisa de todos los modelos matemáticos: el individuo tiene sexo, ¡género! Supimos que los bienes de mercado, las oportunidades y la justicia misma se asignan y se distribuyen de diferente manera entre hombres y mujeres. La oferta y la demanda de trabajo tienen más distorsiones que el temido precio de la mano de obra que quieren fijar los legisladores y los sindicatos: los salarios cambian en función del género.

Metamos el dedo en la llaga: la clase de Género y Políticas Públicas sigue siendo optativa, a pesar de su urgencia política y su relevancia intelectual, de su entrada al debate público y a las instituciones de gobierno.

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Y, de nuevo, el vértigo del circuito: la inercia de un curso tras otro. No me lo imagino: todavía detecto ese resabio. Opción estuvo y está ahí para que los alumnos frenen esa carrera circular y tomen uno de sus números como sugerencias, propuestas: opciones.