Llevo en mis ojos los secretos de mi madre.
Llevo, por ejemplo,
las horas en las que se pone a contar entre su rostro
las mentiras que descubre, en las que el espejo le acomoda
la tristeza en sus pestañas para que caiga el sueño
y duerma la tarde sola en el sillón de la pata rota.

Llevo en mis ojos los secretos de mi madre,
todas las palabras escondidas en el tocador,
todas las deudas bajo la ropa que ya no utiliza,
como si las deudas hubieran manchado sus vestidos
y rasgado sus blusas,
y no tuviera nada más ajustado que ponerse
que su mal humor al volver a casa.

Madre mía,
madre del niño que te busca.

¿Dónde aprendiste a escoger los lugares en los que te abandonas,
y que ahora se unen a ti como el cordón umbilical que nos unía a ambos?
Donde están, madre, esos lugares en los que te descubro
como quien descubre que los reyes magos no existen,
y tienes que explicarle al niño que en realidad eres tú
quien no podrá regalarle su juguete nuevo.

No te sientas mal, mamá.
No te molestes.
Tu secreto se quedó a salvo en este poema.