En el último minuto, Beatriz y yo hemos decidido celebrar Navidad en mi casa. Finalmente va a conocer a mi papá. Es la primera vez que le traigo una novia. Esto, en sí, no sería un conflicto, de no ser porque él es especial. Mi padre es un caballo.

Paso por ella para hacer juntos la compra. En el supermercado ya no queda nada, lo han saqueado todo. De camino a las verduras, le digo a Beatriz que habrá que improvisar. De repente, veo un manojo fresco de zanahorias grandes, todavía con rabo. Corro hacia él y lo huelo. Tienen olor a tierra. Le encantarán a papá. Ella no entiende mi felicidad. Sin explicarle nada, tomo, además, todas las manzanas que puedo.

Hace muchísimos años, cuando era adolescente, llevé amigos a casa un par de veces. Se reían de él, de su comportamiento. Con el tiempo, dejé de invitarlos y de mencionar su condición. La gente no sabe reaccionar a estas cosas, por mucho que les explique. Piensan que les estoy tomando el pelo. Y hoy, después de tantos años, la estoy llevando a ella. En los anaqueles de productos congelados encontramos un pollo y una lasaña. Resignados, los compramos y vamos al auto.

—¿Qué vas a hacer con tantas manzanas? —pregunta Beatriz.

—Son para papá. También las zanahorias.

—¿Es un monstruo que es mejor no alimentar con pollo congelado o qué? —dice en tono de broma.

Niego con la cabeza. Ella entorna los ojos y ataca de nuevo:

—Seguramente tu padre es un tarado de esos que siempre tienen un hilo de saliva colgando y que desde hace años está anclado a un sofá verde despintado.

No digo nada, enciendo el auto. Lo verá por sí misma. Cuando está nerviosa, le da por decir cualquier cosa, por exagerar las situaciones. Dice que es mejor pensar en lo peor para después ver que lo que tiene que enfrentar, al fin y al cabo, no es tan grave.

Tiene razón. Papá se puede mover sin problemas. Es autosuficiente o, más bien, podría serlo, pero no se lo permite la gente.

La única vez que mamá lo echó de casa, yo tenía nueve años y mi hermano Luis iba a cumplir doce. Papá realmente intentó vivir solo, pero no lo consiguió. Sus vecinos lo golpearon y terminaron por mandarlo al hospital. Nos dijeron que nos lleváramos a ese depravado. Mamá lo acogió aquella vez y lo mandó a vivir en el cuarto de Luis. Le acondicionó la habitación como si fuera un pequeño corral. Allí lo manteníamos sin salir. Él no se quejaba, parecía estar a gusto.

—Entonces, ¿no me vas a contar nada de él? —pregunta Beatriz.

Desde el inicio, ella se dio cuenta de que algo no estaba bien con papá, pero jamás me preguntó qué tenía ni insistió en conocerlo. En su caso, las referencias a sus padres también eran contadas. Casi sólo me hablaba de sus hermanos. Era como si hubieran crecido ellos tres solos, sin padres.

—Ya estamos cerca —le aseguro.

De alguna manera, fue por sus hermanos que hoy celebramos juntos. Antes de las Navidades, me invitó a su casa para presentármelos. Al principio, rechacé su invitación y argüí que no podía dejar solo a papá. Me dijo entonces que lo llevara y yo sonreí. La idea de transportar un caballo en metro me pareció entonces muy graciosa. Tuve que decirle parte de la verdad, que papá lleva doce años sin salir de casa. Ella no insistió más y yo me quedé muy triste. Ese día, cuando volví y lo vi, se lo conté todo. Él, en una de las poquísimas veces que ha hablado conmigo desde que es caballo, me aclaró que los animales no celebran esas fechas y me arrebató la última zanahoria que tenía en el bolsillo del pantalón. Luego, no dijo más. Pasé casi media hora cepillándole el lomo.

Estaciono el coche delante del jardín. Beatriz parece sorprendida. Quizás pensaba que yo vivía en un edificio multifamiliar o en una vecindad sin chiste. No esperaba una casita de dos pisos con mucho jardín y una valla de casi dos metros de alto. Se baja del coche, quiere ver qué hay dentro.

—¿Te gusta la jardinería? —me pregunta.

—Es por papá. Cuando estoy en casa, lo dejo salir —explico y abro la cajuela.

—¿Te ayudo con las compras? —me pregunta. Ya quiere conocerlo.

—Sí, por favor —contesto un poco nervioso.

—Por fin voy a ver al monstruo —dice y me quita las bolsas.

Abro la puerta de la casa y la hago pasar. El pasillo huele a heno y paja. Olvidé entornar las ventanas. Me disculpo. Escucho a papá resoplar. Beatriz suelta una risita.

—Papá, ya llegamos —le aviso mientras pasamos a la sala.

—El sofá sí es verde —dice ella.

—Pero no está despintado. Siéntate donde quieras. Papá no usa los sillones ni las sillas.

Lo que me gusta de Beatriz es que me deja verla por dentro. Sé que está nerviosa, sé que le urge conocer a mi papá. Toma asiento y pone a su lado las bolsas que lleva. Me acerco y le doy un beso. Luego, voy a abrir las ventanas. Huele un poco a excremento.

Pienso en cómo será su reacción, en cómo vamos a celebrar hoy. Sólo he tenido dos relaciones importantes en mi vida. La primera me parecía perfecta. Ella era tan ocurrente, tan dulce conmigo, pero salió corriendo en cuanto le mostré una foto de papá. No atendió más a mis llamadas ni a mis mensajes. De un día para otro, me volví para ella un ser desconocido y no deseado. La otra es Beatriz. Me pregunto si la veré después de hoy o si ella también saldrá corriendo.

—¿Entonces? —insiste.

—¡Papá! ¡Beatriz llegó! —le grito, pero no se escucha nada.

Decido entonces silbarle, sólo así vendrá. Le chiflo con fuerza. Ella se tapa los oídos. Papá no tarda en reaccionar. Se escucha que golpea un par de veces la puerta de su cuarto y, después, lo oigo venir. Ella quiere voltear a ver quién llega, pero no lo hace. Tal vez no quiere parecer morbosa. Sólo aprieta las manos. Papá entra en cuatro patas. Viene con el pañal que le puse en la mañana. Se le ha aflojado un poco. No me dejaba ponérselo, pero yo no quería que Beatriz lo viera desnudo. Cuando pasa enfrente de ella, no se detiene a verla, simplemente juguetea con la cabeza. Lleva el pelo trenzado y quiere presumirlo. Me tomó casi media hora hacerle esa trenza. Luego, rodea la mesita de centro y, marcando el porte, va hasta donde estoy parado. Finalmente, se detiene, dobla un poco los codos y se impulsa para quedar erguido sobre sus patas traseras. Relincha. Apenas termina, le acaricio la nariz.

—Mi papá es un caballo —le digo a Beatriz.

Ella cierra la boca y niega varias veces con la cabeza.

—Un caballo… —repite.

Él va hacia la ventana. Yo dejo que Beatriz ordene sus ideas, la miro pensar. No despega sus ojos de papá.

Me decidí a traerla porque hace unas semanas, después de que me preguntara por las Navidades, me contó un secreto. Uno de esos que no es bueno contarle a nadie, pues hay cosas que mejor deben quedar en el silencio. Los padres de Beatriz son hermanos de sangre. Todos en su familia lo saben —la abuela, los tíos lejanos, los primos—, pero no dicen nada. Los miran a ella y a sus hermanos con lástima y, a veces, también con sospecha, cuando se abrazan entre ellos y ese gesto se extiende unos instantes. Supongo que es justo que ahora que me confió algo, yo haga lo mismo con ella. Hace semanas le dije que de verdad no podía ir a su casa con papá, pero que ella podía venir a acompañarnos. Hoy, a mediodía, aceptó.

Ahora está sentada en el sofá, con las manos en el regazo, sin saber si se quiere quedar o prefiere irse. Yo la dejo unos momentos en la sala. Voy al corral de papá y abro las ventanas. Luego, apilo la paja que ya está orinada y la saco al jardín. Tomo un poco de heno y paja limpia. Cuando vuelvo, Beatriz sigue todavía en la sala, no se ha movido nada. Pongo paja en una esquina, para que él tenga donde echarse cuando se canse. Él me ve, parece un poco triste. Se rasca la oreja con una pata.

Me siento en la esquina que he preparado para él. Beatriz no ha dicho nada. Quiero preguntarle qué piensa, pero no me atrevo, no quiero presionarla. Apenas ahora me doy cuenta de que tal vez es mucho para ella. Posiblemente está buscando alguna excusa para salir de aquí. Ni siquiera se atreve a mirarme a los ojos. Toma aire y se levanta. Busca la puerta de salida. Con el primer paso que da para irse y dejarme, siento otra vez en el pecho ese vacío de cuando Luis me dejaba en casa con papá. Beatriz realmente me va a dejar. Atraviesa el pasillo. No quiero que se vaya. Un puñado de emociones se agolpa en mis labios. Quizás por eso decido contarle todo, como ella hizo con su secreto una tarde de lluvia que pasamos juntos en el auto.

—Todo empezó por Navidades —digo fuerte, mientras ella abre la puerta—. Yo era todavía un niño, acababa de cumplir los seis. Papá no siempre fue así. No fue algo que se le ocurriera hacer de repente. Le vino de a poco esa certeza. Mientras Luis y yo crecíamos, él se convertía en caballo. Todos nos dimos cuenta —agrego, y veo que Beatriz se detiene—. Estábamos en un centro comercial. Luis y yo queríamos sacarnos una foto con Santa. Mamá dijo que sí, así que a él no le quedó de otra más que estar de acuerdo. Esperamos durante más de una hora nuestro turno. Había muchos niños en la fila. También habían llevado un poni de verdad y uno podía pagar por acariciarlo. Papá se hartó de esperar en la fila y se fue a ver el animal. Mamá se quedó con nosotros. Después de que nos tomaron la foto, lo encontramos todavía acariciando el poni. Se sobresaltó cuando mamá le tocó el hombro. En el camino a casa, no habló para nada. Recuerdo que se sentía algo raro en el coche, como si hubiera pasado algo malo. Mamá pensó que él había visto a alguien del trabajo o a un viejo amor. Esa noche discutieron en su habitación. Subieron el volumen de la tele, pero aun así los escuchamos gritarse. Ella le preguntó a quién había visto, si había sido a una amante o qué le había pasado. Él respondía que no, que lo dejara en paz, que no era nada.

Al principio pensamos que fue una cosa de él. “Depresión navideña”, nos explicó mamá. Pero unas semanas después, él llegó a casa con un saco de paja y otro de heno, y puso un poco de ambos al lado del árbol de Navidad. Era seis de enero. Mi hermano Luis y yo le preguntamos por qué no había comprado la rosca que le había encargado mamá. Él se encogió de hombros y luego nos vio abrir los regalos. Incluso jugó con nosotros hasta que mi hermano y yo nos aburrimos. Ese día escondió un poco de paja debajo de su cama. Por supuesto que mamá lo descubrió de inmediato y tiró todo. Él se defendió diciendo que quería jugar a la cabalgata. Después, en primavera, dejó de comer carne y nada más aceptaba verduras y frutas.

Pobre mamá, no paraba de preguntarle qué tenía. Cada día discutían por cualquier cosa. Luis y yo no queríamos que se separaran, pero mamá le gritaba mucho y él nunca se defendía, sólo decía que lo perdonara, que él no era él. Ya no hacía las tareas con nosotros, ni se interesaba por saber cuántas horas llevábamos viendo la tele para apagárnosla. Por las mañanas, se ponía triste cada vez que tomaba su portafolios. De mala gana, se ajustaba la corbata y esperaba a que mamá lo empujara hacia fuera para ir al trabajo. Por las tardes, volvía corriendo, se quitaba el saco, la camisa y los pantalones, y se quedaba en calzoncillos y camiseta. Al principio, mamá le gritaba que se vistiera. Luego, supongo que se hartó de repetirlo.

Así estuvo como un año. Un día, Luis y yo estábamos saltando en las camas. Mamá estaba en su cuarto, dormía. En ese tiempo, ya sólo aguantaba estar en casa tomando tranquilizantes y durmiendo mucho. Papá llegó, se desvistió y fue a nuestro cuarto. “¿Por qué no nos haces caballito?”, le preguntó Luis, y él se puso en cuatro patas y lo cargó. Creo que ése fue el momento en que él se dio cuenta de que era un caballo, pero no se atrevió a serlo sino hasta mucho después.

Cuando yo tenía nueve años, papá ya casi no hablaba, lo hacía lo menos posible. Usaba cubiertos para comer sólo cuando mamá estaba en casa. Se rehusaba a dormir en la cama, prefería tumbarse en el suelo. A veces, también lo hacía de pie, pero sobre sus cuatro extremidades. Se dejó crecer el pelo, a pesar de que a mamá no le gustaba. No la dejó cortárselo, la mordió en el brazo. Le gustaba llevar su cabello trenzado. Yo se lo cepillaba cuando Luis no me dejaba entrar a nuestro cuarto y me tenía que ir al corral.

Un verano, papá decidió dormir en el balcón. Le agradó tanto la primera noche, que quiso instalarse ahí. Mamá le dijo que estaba loco y que los vecinos se burlarían de él, pero a él le dio lo mismo. Le contestó a mamá con un relincho, y ella, que ya había aguantado bastante, explotó y lo echó de casa. Durante un tiempo, no supimos nada de él. Luego, nos enteramos de que había alquilado esta casita, donde vivimos ahora. En esos años, cuando salía por las mañanas, se esforzaba por ser un hombre y hacer su trabajo de oficina, pero cuando volvía, dejaba, poco a poco, salir a su caballo. Casi nunca pasaba tiempo dentro de la casa, más bien salía al jardín. Muchas veces andaba desnudo. A menos de que hiciera frío; entonces, se ponía calzoncillos o una camiseta. Los vecinos empezaron a incomodarse. En ese tiempo, la valla era muy baja. Un día, unos vecinos lo agarraron durmiendo afuera y le pusieron una paliza. Mamá fue a rescatarlo, pero él insistió en que estaba bien en su jardín, que no lo molestáramos. Ella no le permitió quedarse solo. Lo llevó al departamento y lo encerró con llave en el corral.

Durante esos años, mamá tuvo que trabajar muchísimo. Apenas si la veíamos, porque llegaba muy tarde. Luis y yo nos hicimos cargo del departamento y de papá. Limpiábamos y hacíamos la comida. Pero a Luis empezó a gustarle más pasar tiempo en la calle, fumar, beber con sus amigos. Cuando estaba en casa, maltrataba a papá, exactamente como nos maltrataban a nosotros en el colegio los chicos que nos llamaban potrillos. Le aventaba comida a la cabeza, lo jalaba del pelo, lo golpeaba. Como lo acusé con mamá, Luis empezó a encerrarme en el corral. Se salía de casa y no nos dejaba agua ni comida. Se iba dejándonos el cuarto a oscuras, algo a lo que yo le temía entonces. Una vez, lloré mucho porque ni mi mamá ni mi hermano volverían pronto y nadie iba a abrirnos. Ya era muy tarde. Papá me tranquilizó, hizo ruiditos raros hasta que dejé de llorar. Esa vez intenté dormir, pero no lo conseguí. Apenas pasaba alguien cerca del departamento, me sobresaltaba, esperando que fuera mamá. Supongo que él lo notó y, en algún momento, decidió hacer algo. Buscó el cepillo por todo el corral y, cuando lo encontró, lo dejó caer frente a mí. Me dio a entender que quería que le cepillara el pelo. Lo tenía muy enredado. Se lo peiné con cuidado y se lo trencé. Esa noche, papá fue muy paciente conmigo. Cuando era hombre, casi nunca tenía tiempo para nosotros. Desde entonces, ya no me da miedo la oscuridad. Creo que en esos encierros descubrí que él era realmente un caballo y que los demás, por desgracia, no podían verlo. Entre ellos estaban Luis y mi mamá.

Si uno se pone a mirarlo bien, nota algo diferente en él. Cuando llegas a ese punto, lo que sigue es sentir sus crines. Yo me tardé varios días, pero las sentí una vez que le trenzaba el pelo y esperaba a oscuras a que mamá regresara y nos abriera el corral. Eran largas y gruesas fibras. Lo supe. Fue de improviso.

Papá se rehusó a caminar como humano cuando yo tenía trece años. Se desplazaba usando sus cuatro extremidades. A partir de ese momento, tuve que cuidarlo solo. Mamá ya no iba a verlo. Yo le arreglaba el corral. Llevaba sus excrementos al baño y los arrojaba al excusado. Lo alimentaba.

Luis se fue de la casa a los diecisiete. Dejó la escuela y buscó trabajitos. Ahora es taxista. No le gusta verme. Nunca ha venido a casa a visitarnos, ni ha pedido ver a papá. Mamá se murió en un accidente. Había salido a comprar manzanas para él y se quedó dormida al volante. Nunca entenderé por qué jamás nos abandonó o se separó de él. En los últimos años, siempre se despedía de mí varias veces o me daba muchos besos antes de salir, como si nunca fuera a regresar, pero aguantó. Yo apenas iba a entrar a la Universidad cuando pasó lo del accidente. Me dejó un poco de dinero. ¿Quién lo iba a pensar?, hasta le dio tiempo de ahorrar.

Ya sé que esta parte de la historia la conoce Beatriz, pero, de todos modos, se la repito.

—Tuve que estudiar y trabajar. Volví a esta casita porque el alquiler es bajo y porque papá está feliz aquí. Arreglé la valla, pero aun así hay vecinos que a veces nos espían o arrojan botellas. Piensan que papá es malo.

—¿Lo es? —pregunta Beatriz, que ya regresa por el pasillo.

—No —contesto. Ella entra a la sala y papá viene hacia mí.

Se acurruca en la esquina. Mueve con fuerza la nariz. De seguro la paja le ha cosquilleado las narinas. Nadie dice nada. Ya ha oscurecido. Afuera se adivinan las fachadas llenas de lucecitas de Navidad. Me levanto y cierro las ventanas, incluso corro las cortinas.

Papá luce tan apacible tendido allí. Es hora de alimentarlo. Beatriz no lo pierde de vista. Contrario a lo que pensaba, no ha huido. Se mantiene de pie detrás del sofá. Abro una de las bolsas de la compra y busco las zanahorias que escogí para él. Papá resopla y mueve la cabeza. Una mosca no lo deja en paz. Al fondo de la bolsa, encuentro el manojo de zanahorias frescas. Escojo la más grande y la separo de las otras.

—Pronto tendremos que empezar a cocinar, pero ya es hora de que él coma —susurro.

Voy hacia Beatriz y le pongo delante la zanahoria que he elegido. Todavía tiene un poco de tierra. Quiero que ella lo alimente. Él sigue ahuyentando a la mosca con varios resoplidos y sacudiendo la cabeza. Beatriz se talla los ojos y la toma. Se la pasa de una mano a otra un par de veces. Luego, dirige otra vez la vista hacia papá y entorna los ojos. Pienso que me ha quedado muy bonita su trenza. Quizás ella ve ahora, con la misma claridad que yo lo hago, cuán grandes y brillantes son sus crines. No sé si ya las vea y por eso sonríe, o si me lo estoy imaginando todo, pero la pura emoción me hace suspirar.